El llamado caso Lute —abreviatura del nombre del sacerdote Eleuterio Vásquez, cura de la diócesis de Chiclayo— sigue siendo una de las heridas abiertas de la Iglesia que se deben resolver cuanto antes. Vásquez fue denunciado por abusos sexuales a menores a las que llevaba a pernoctar a solas en una estancia parroquial de la sierra. Las denuncias fueron presentadas directamente ante el entonces obispo de Chiclayo, Robert Francis Prevost, hoy Papa León XIV, pero el expediente, lejos de resolverse, permanece detenido y sin sanción firme alguna contra el pederasta. A día de hoy, las víctimas no han podido acceder siquiera a los documentos del caso, a pesar de que lo vienen solicitando reiteradamente.
En cambio, quien sí fue castigado en tiempo récord fue el abogado que representaba a las víctimas desde mayo del 2024, el sacerdote y canonista Ricardo Coronado Arrascue, cuya inhabilitación se ha convertido en uno de los episodios más anómalos y preocupantes del derecho eclesiástico reciente. Su caída comenzó en julio de 2024, cuando las víctimas, asistidas por Coronado, presentaron formalmente una solicitud para acceder al expediente del caso Lute, que llevaba años sin respuesta. Pocas semanas después, el 24 de agosto de 2024, la Conferencia Episcopal Peruana (CEP) sorprendió al publicar un comunicado inédito: anunciaba que Coronado “no podía recibir la aprobación para fungir como abogado eclesiástico” y prohibía su actuación en causas canónicas.

El comunicado, emitido tras la 127ª Asamblea Plenaria de la CEP, citaba el canon 1483 del Código de Derecho Canónico para justificar la medida. Pero lo cierto es que las conferencias episcopales no tienen potestad para inhabilitar abogados. En la práctica, un órgano sin competencia judicial emitió un pronunciamiento público contra el abogado de unas víctimas de abusos justo cuando exigía transparencia, lo que solo puede entenderse como una maniobra destinada a desacreditarlo y neutralizar su trabajo.
De acuerdo con la documentación a la que InfoVaticana ha tenido acceso, el expediente contra Coronado se abrió ese mismo mes de agosto, inmediatamente después del comunicado episcopal. El proceso se llevó a cabo de forma exprés, sin notificación de cargos claros ni garantías de defensa. Las acusaciones resultan, además, de una fragilidad extrema: algunos rumores sin sustento procedentes de Estados Unidos sobre supuestas visitas al domicilio del sacerdote y el testimonio de una persona adulta, identificada con las iniciales M.V.T., que relató un encuentro personal con Coronado en Lima de carácter íntimo aunque sin consumación «plena» cuyo caracter sexual niega Coronado, así como unas conversaciones obscenas por Facebook. El propio expediente admite la inexistencia de concubinato, persistencia o escándalo público. A lo sumo, se trata de una imprudencia privada, totalmente insuficiente para justificar sanción alguna. Actualmente hay un proceso por injurias de Coronado contra M.V.T en los tribunales de Lima.
Aunque resulta incoherente haber sido inhabilitado como abogado antes de haberlo sido como sacerdote, lo más grave para el sacerdote peruano llegó cuatro meses después. En diciembre de 2024, Coronado recibió notificación de su dimisión del estado clerical por Decreto Papal, pero el documento presentaba una irregularidad mayúscula: no llevaba la firma autógrafa del Papa Francisco. El decreto había sido tramitado por vía diplomática, con sello vaticano, pero sin cumplir los requisitos de autenticidad que garantizan su validez. Se trataba, en la práctica, de una expulsión disfrazada de decreto papal, carente de juicio, sentencia o resolución formal.
Este episodio se inscribe, además, en un contexto eclesial especialmente turbio. A finales de 2024, con un Francisco debilitado física y mentalmente, se multiplicaron decisiones absurdas e insostenibles emanadas de la Curia, varias vinculadas a Perú. Entre las más notorias, el precepto penal contra los comunicadores Giuliana Caccia y Sebastián Blanco, que incluía amenaza de excomunión por criticar a prelados peruanos. La medida provocó un escándalo global y tuvo que ser revocada por el propio Francisco, que desautorizó a los responsables tras comprobar que el decreto se había emitido sin su conocimiento. En ese mismo clima de caos y abuso de poder, el decreto de dimisión de Coronado parece otro producto de la misma maquinaria: funcionarios eclesiásticos usando el nombre del Papa para imponer sanciones arbitrarias, como si la Iglesia se hubiera convertido en su juguete personal.
El expediente de Coronado lleva las firmas del obispo de Cajamarca, Isaac C. Martínez Chuquizana, y del entonces secretario del Dicasterio para el Clero, Mons. Andrés Gabriel Ferrada Moreira, responsables de tramitar y refrendar una medida sin motivación jurídica ni proceso válido. La secuencia es elocuente: en julio las víctimas piden los documentos; los documentos nunca se trasladan pero en agosto se emite un comunicado episcopal contra su abogado y se le abre un expediente exprés; sin que si quiera se resuelva el mismo con derecho de defensa y práctica probatoria, en diciembre llega la “dimisión” por decreto irregular. Todo indica que la sanción fue fabricada como castigo directo por haber pedido acceso al expediente del abusador.
Mientras tanto, Eleuterio Vásquez continúa sin sanción, protegido por el silencio institucional y por la inercia de un sistema que castiga al denunciante antes que al acusado. Coronado fue expulsado sin juicio y marcado de por vida, y las víctimas quedaron sin representación legal. Por cierto, nadie en la Iglesia se preocupó por ofrecerles otro canonista tras haber liquidado a su abogado.
El patrón es innegable: Roma fue más dura con el abogado de las víctimas que con el sacerdote abusador de menores. Y lo hizo mediante un acto nulo en derecho, emitido en nombre de un Papa enfermo y manipulando los mecanismos de la justicia eclesiástica. El caso Lute ya no es solo una historia de abusos, sino la demostración de cómo la jerarquía puede convertir el derecho canónico en un instrumento de represión. La inhabilitación de Coronado es la prueba: una maniobra fraudulenta, cruel y calculada, ejecutada para obstruir la justicia y silenciar a las víctimas.
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