La sabiduría que guía la razón

La sabiduría que guía la razón

Por Joseph R. Wood

En su discurso durante la Última Cena, Cristo enseña a los Apóstoles sobre tres temas relacionados: conocer y ver a Dios, amar a Dios y ser uno con Dios. Presenta estos tres como aspectos distintos de una misma realidad.

Cristo les dice: «A dónde yo voy, vosotros sabéis el camino». Tomás insiste en que no saben adónde va. Jesús le responde: «Si me conocierais, conoceríais también a mi Padre. Y desde ahora lo conocéis y lo habéis visto».

Ver y conocer están unidos. El significado del “conocer” —la epistemología— es uno de los temas más difíciles de la filosofía.

Cuando Felipe pide aún «muéstranos al Padre», Jesús le explica que Él está en el Padre y el Padre en Él. Ver a Cristo es ver al Padre. «Mírame y verás al Padre», parece decirle. Y si la fe de Felipe no alcanza a comprender del todo esa unidad, puede al menos contemplar las obras visibles que Cristo ha realizado.

En el diálogo El político, Platón propone una opción semejante a la que Cristo ofreció a Felipe. El sabio “visitante” de Atenas explica que “no es la pintura ni otra labor manual, sino el discurso y la palabra los que constituyen el medio más adecuado para mostrar los seres vivos, para quienes pueden seguirlos; para los demás, será por medio de las artes manuales”.

Si no podemos comprender con el intelecto especulativo o teórico, podemos captar algo mediante lo concreto, lo que hacemos con las manos: el equivalente platónico de «si no entiendes con la mente, entiende por las obras».

Y ambas vías no se excluyen mutuamente. Pensemos en el precepto benedictino “ora et labora” (reza y trabaja). Los actos mentales (como el estudio monástico) y los actos manuales son dos caminos complementarios hacia la contemplación de la verdad suprema.

En la República, Sócrates describe el conocimiento de la realidad como una línea dividida en cuatro partes:

  • la imaginación, que percibe las imágenes sensibles;

  • la creencia, que se forma sobre los objetos de esas imágenes;

  • el pensamiento, que elabora conceptos mentales —como las figuras geométricas— a partir de los objetos;

  • y la inteligencia, que busca comprender las realidades más altas: las formas o ideas divinas de verdad, belleza y bondad, que trascienden el mundo del tiempo y la materia.

Las imágenes y los objetos físicos pertenecen al dominio visible, a lo que podemos percibir con los sentidos. En cambio, los conceptos mentales y las formas eternas pertenecen al dominio inteligible, que se conoce por la razón y la palabra.

Y este dominio inteligible, dice Sócrates, es la parte más grande de la realidad, más amplia que la que vemos y tocamos.

Así, Socrátes y Platón nos enseñan que lo que conocemos con el intelecto es superior a lo que percibimos con los sentidos. Ambos vinculan el ver y el conocer. Para todos, el conocimiento comienza en los sentidos; pero algunos, los filósofos, acceden mediante el intelecto a las verdades más altas.

Cristo, sin embargo, da a los Apóstoles la fe en Él y en el Padre como llave de las verdades supremas. Platón no estaba lejos, pero no contaba con la revelación judeocristiana. Jesús perfecciona el enfoque platónico al hacer accesible la verdad más alta a todos, y revela que la plenitud de la verdad supera el mundo visible —las obras y los objetos que nos rodean—.

El problema de ver y conocer el Bien supremo existía desde mucho antes, hasta que la luz de Cristo nos trajo la comprensión más profunda. Pero, ¿qué hay de ser uno con Dios?

Aristóteles veía la unidad como un problema del conocimiento. En su De Anima (Sobre el alma), analiza cómo el alma racional conoce algo. Afirma que “el conocimiento en acto es idéntico a su objeto” y llama al alma “el lugar de las formas”.

Su significado no es del todo claro, pero parece indicar que para conocer algo, debemos de algún modo convertirnos en ello. Conocemos una cosa cuando comprendemos su forma, el principio que la hace ser lo que es. Cuando conozco la forma de un árbol, soy “informado” por ella y, en cierto modo, me convierto en ese árbol. No de modo literal —no compartimos su materia—, pero su esencia entra en mí.

La intuición aristotélica es que conocer es asimilar la forma del ser conocido, de modo que estamos íntimamente unidos a lo que sabemos. La filosofía moderna, en cambio, ha aumentado la distancia entre el sujeto y el objeto, separándonos del mundo.

Para Aristóteles, el conocimiento de la realidad nos integra con todo lo que podemos pensar. El universo, en su conjunto, conoce todas las cosas simultáneamente:

«Cuando la mente se libera de sus condiciones presentes —de tiempo y materia—, aparece tal cual es y nada más; esto solo es inmortal y eterno… y sin ello nada puede pensar.»

Debemos, pues, conocer este alma universal para pensar con recta razón.

Y ahora comprendemos que Cristo nos da la forma y la materia —su Cuerpo, Sangre, Alma y Divinidad— en su vida, en sus obras y en la Eucaristía, para que conozcamos a Dios y, con Él, todo lo demás.

Platón y Aristóteles hablaron del amor, pero no pudieron saber que Dios es Amor, aquel que mantiene unidas todas las cosas. Por eso, cuando Cristo dice en la Última Cena: «Yo soy el Camino, la Verdad y la Vida», responde a innumerables preguntas filosóficas y nos revela qué debemos conocer, ver, amar y con quién debemos unirnos.

Él nos enseña hacia dónde debe dirigirse nuestra razón.
Esa es la verdadera Sabiduría.

Sobre el autor

Joseph R. Wood es profesor adjunto en la Escuela de Filosofía de la Universidad Católica de América. Se define como un filósofo peregrino y un ermitaño accesible.

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