Cristo Rey, un centenario en silencio

Cristo Rey, un centenario en silencio

“Es necesario que Cristo reine” (1 Cor 15, 25)

El domingo 25 de octubre de 1925, en pleno Año Santo, la Iglesia celebraba por primera vez la fiesta de Cristo Rey del Universo, instituida por el papa Pío XI con la encíclica Quas Primas, fechada el 11 de diciembre de 1924. Aquel documento luminoso, brotado “del deseo ardiente de traer a la humanidad la paz de Cristo en el Reino de Cristo” (Quas Primas, 1), era eco y prolongación de su primera encíclica Ubi Arcano Dei Consilio (1922), donde enseñaba que “no puede haber verdadera paz de Cristo sino en el Reino de Cristo”.

Pío XI comprendía con lucidez que el drama del mundo moderno radicaba en haber querido construir la sociedad prescindiendo de Dios: “El mayor mal de nuestro tiempo consiste en haber apartado a Cristo y a su santa ley de la vida de los hombres y de la sociedad; y no hay esperanza de paz duradera mientras individuos y Estados rehúsen someterse al imperio del Salvador.” (Quas Primas, 24).

Por eso instituyó una fiesta anual que recordara al mundo la soberanía de Cristo no sólo en el orden espiritual, sino también en el temporal, pues “no hay diferencia entre los individuos y la sociedad doméstica o civil: todos deben reconocer y obedecer el dominio de Cristo” (ibid., 18). Su realeza abarca “las inteligencias, que deben someterse a su verdad; las voluntades, que deben obedecer a sus leyes; los corazones, que deben arder en su amor; y los cuerpos, que deben servirle en castidad y modestia” (ibid., 33).

La institución de esta fiesta tuvo un propósito netamente apostólico: “Mientras más se niegue a Cristo y se repudie su autoridad en la vida pública, tanto más urgente es que los fieles proclamen su realeza con pública y solemne profesión de fe.” (ibid., 25).

Desde entonces, la liturgia del último domingo de octubre resonó con el vigor de una consagración social: «Omnia instaurare in Christo». Cristo Rey no era sólo una esperanza futura, sino una presencia operante en la historia; el Corazon divino-humano de una Ley interior y pública que debía inspirar las conciencias, las familias, las instituciones y los pueblos.

A lo largo del siglo transcurrido, una sucesión de ideologías enemigas de la Cruz ha pretendido destronar a Cristo y suplantar Su dulce imperio de Amor. Primero los totalitarismos ateos, el comunismo materialista y el nacionalismo pagano, que convirtieron al Estado en ídolo y a la persona en esclava. Luego el secularismo liberal, que soñó con expulsar a Dios de la esfera pública en nombre de una neutralidad que pronto se reveló hostil. Más tarde, el relativismo moral y cultural, que disolvió la verdad en opinión y la libertad en capricho. Hoy, el transhumanismo y la ideología tecnocrática, que pretenden rehacer al hombre sin Dios y lo reducen a producto y algoritmo.

Pero Pío XI había anunciado el desenlace: “Cuando los hombres comprendan que Cristo debe reinar en su mente, en su corazón, en su voluntad y en su vida social, entonces la humanidad gozará de la verdadera libertad, de la paz y de la concordia.” (ibid., 19). Y así será. Todos esos sistemas caerán, uno tras otro, en el abismo del olvido y del fracaso moral; sus profetas se apagarán, pero el cetro de Cristo —humilde y glorioso— seguirá extendiéndose misteriosamente sobre el universo, porque «es necesario que Él reine hasta poner a todos sus enemigos bajo sus pies” (1 Cor 15, 25).

El siglo que siguió a Quas Primas fue también el siglo de los mártires de Cristo Rey. En México, los cristeros murieron proclamando: “¡Viva Cristo Rey! ¡Viva Santa María de Guadalupe!”. En España, durante la persecución religiosa de los años treinta, diez mil mártires sellaron su fidelidad con el mismo grito en los labios. Ellos entendieron lo que el Papa había escrito: que “el Reino de Cristo no se sostiene con las armas, sino con la verdad y la caridad” (ibid., 15).

Cien años después, el mensaje conserva su ardor y su dramatismo. En un mundo que reniega de su Creador, las palabras de Pío XI suenan como profecía tristemente cumplida: “Quitad a Cristo de las leyes, de las escuelas, de la familia, y la sociedad humana será arrastrada de nuevo al caos y a la ruina.” (ibid., 28). La humanidad, exhausta de ideologías y de falsas promesas, sigue necesitando “la paz de Cristo en el Reino de Cristo”.

Tras la reforma litúrgica posterior al Concilio Vaticano II, esta fiesta fue trasladada del último domingo de octubre al último de noviembre, al cierre del año litúrgico. El cambio de los textos ecológicos quiso subrayar tanto el aspecto escatológico del reinado de Cristo, que en la práctica se diluyó el vigor de su dimensión social y temporal, magistralmente expuesta en Quas Primas. Y así, en la mayoria de los púlpitos el antiguo clamor apostólico se ha visto reemplazado por cuatro ideas difusas y fofas sobre el Reino futuro, obviándose el macizo contenido doctrinal, tan consolador y desafiante, tan virilmente cristiano, que quiso imprimir Pío XI a la celebración de Cristo Rey.

Por eso, con más razón que nunca, conviene volver a las fuentes, a la claridad de aquel texto profético que unía la teología con la historia, la liturgia con la acción, la contemplación con el apostolado. Y con las mismas palabras con que el Papa cerraba su encíclica, volver hoy a suplicar: “¡Oh Cristo Jesús, te reconozco por Rey universal! Renuévanos con tu gracia, somete a tu suave imperio a las familias y a las naciones, para que la voz de todo el orbe proclame: bendito sea el Corazón divino que nos ha dado la salvación; a Él sea la gloria y el honor por los siglos de los siglos. Amén.” (Quas Primas, 29).

¡Viva Cristo Rey!
¡Viva Santa María de Guadalupe!
Que su Reino de verdad y vida, santidad y gracia, justicia, amor y paz se extienda por toda la tierra hasta que el universo entero confiese: “Del Señor es la tierra y cuanto la llena.” (Sal 23, 1).

Mons. Alberto José González Chaves

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