Prevenir el «burnout» pastoral, por Mons. González Chaves

Prevenir el «burnout» pastoral, por Mons. González Chaves

El descanso del sacerdote, pedagogía de Jesús

“Venid vosotros solos a un lugar apartado y descansad un poco” (Mc 6,31)

Soy enemigo de los barbarismos, pero transijamos por esta vez. Porque se ha dado en llamar, campanudamente, «síndrome del burn-out pastoral» al estado de agotamiento emocional, físico y mental del sacerdote desgastado por la pastoral, uno de los riesgos más peligrosos que acechan al clérigo de esta hora. Tal desmotivación y pérdida de entusiasmo por el trabajo puede afectar incluso la salud física y emocional. No se trata de una simple fatiga que se supera con una noche de sueño, sino de un cansancio que se instala en el corazón, como si la vida hubiera perdido su luz y su música. Es una mezcla de agotamiento físico, mental y espiritual que oscurece la mirada y hace que el ministerio se vuelva pesado y la oración árida, que el servicio se experimente como carga y la alegría que acompañaba los primeros años parezca desvanecida. Este cansancio no debe ser ignorado no minimizado, sino interpretado como una señal de que la llama interior necesita ser alimentada de nuevo.

La persona entera está implicada en la vocación. Si está agotado, el cuerpo termina arrastrando el alma hacia la tristeza. Dormir con regularidad, comer y beber con orden, evitar excesos, hacer ejercicio, pasear bajo el cielo y junto a los árboles, leer algo que eleve, rezar sin prisa, escuchar música (¡pero música!) son actos de respeto hacia la propia humanidad que conforman una vida sacerdotal equilibrada y fecunda. El cuerpo pide ese sueño, ese silencio, ese aire limpio. La mente pide esa belleza, ese paisaje que oxigene los ojos, esa melodía que desenrede los pensamientos. El corazón pide ternura, encuentro, tiempo para mirar y ser mirado. Cuando esas necesidades no se escuchan, el cansancio se acumula como un invierno largo que apaga las flores. Y todo se vuelve más difícil: la sonrisa cuesta, la paciencia se acorta, la palabra pierde brillo.

Dar a la mente un rato de calma, y al corazón el gozo de una amistad sencilla para expresar las emociones, es compartir las cargas. Un acompañamiento espiritual ayuda a ordenar el interior. No es debilidad acudir a un hermano sacerdote cuando el peso agobia; al contrario, es signo de madurez reconocer que la misión no se lleva a cabo en solitario. La fraternidad sacerdotal es medicina que cura la fatiga, previene el aislamiento y devuelve la esperanza.

Cuidados alma y cuerpo, la vocación recupera su resplandor, la predicación vuelve a nacer del encuentro personal con la Palabra, la mirada se torna más compasiva, la caridad pastoral recobra la ternura. El silencio y el descanso actúan como un río que limpia el corazón de la dureza acumulada y le devuelve su amor primero. En ese clima de serenidad se reaviva el fuego interior y el ministerio deja de ser un peso para convertirse nuevamente en gozo. Lejos de apartar de la misión, la quietud la hace más fecunda, porque permite trabajar desde la paz y no desde la agitación.

El ministerio queda atrapado en la espiral de lo inmediato, en la tiranía de lo urgente, cuando las reuniones se suceden unas a otras, los documentos se acumulan, las llamadas no cesan, los compromisos no dan tregua, las jornadas se llenan hasta el límite y las pausas se viven casi como un lujo culpable. En ese vértigo, el alma queda relegada a un rincón. Cuando lo urgente ocupa el lugar de lo esencial, la oración se reduce a lo mínimo, como un suspiro apresurado, la Santa Misa se celebra con tedio, la lectura y el estudio desaparecen, la misión se vuelve antipática. Por eso hay que tener presente que no todo depende de la eficacia humana, que hay un tiempo para trabajar y un tiempo para permanecer en silencio ante el Señor, dejando que Él haga la obra, sabiendo que el ministerio no se sostiene por las propias fuerzas, sino por la Gracia que renueva cada día el primer amor.

El descanso no es evasión ni pérdida de tiempo, sino una forma de honrar el don recibido, un modo de fidelidad al ministerio. Serenos cuerpo y espíritu, se renuevan mirada y corazón. Reposar es abrir la ventana al sol y permitir que el aire fresco entre en el alma. El descanso es físico, psicológico y afectivo: una semana de retiro, una tarde de silente adoración eucarística, un rato de lectura que nutre y desengrasa el entendimiento, una tranquila caminata bajo la estrella matutina, una conversación sincera con un amigo que sabe escuchar, una tertulia para cuidar las relaciones y reír con desenfado… todo esto es alimento para el interior. Esos momentos oxigenan la mente y hacen que los problemas se vean de otro modo: ¡se les dejó reposar!

No se trata de huir del rebaño, sino de cuidar el propio corazón para poder seguir pastoreando sin endurecerse. Descansar es un acto de confianza. Es como poner el timón en las manos del Señor y decirLe: “Conduce Tú la barca esta noche; yo me recuesto un rato en la popa.” Así, el descanso no es evasión, sino confesión de fe.

Jesús mismo se retiraba a la montaña, buscaba el silencio, se apartaba de las multitudes para orar, para hablar con el Padre. Lo hacía de madrugada, en el silencio de la noche. No era fuga sino fortalecimiento para volver a anunciar de nuevo el Reino. «Venid vosotros solos a un lugar apartado y descansad un poco» (Mc 6,31). El Maestro sigue hoy convidando a los Suyos a retirarse y reposar, porque conoce la fatiga que causa el ministerio. La pedagogía de Jesús enseña que la fecundidad de la misión nace de la intimidad con Dios y no del simple activismo. En la oración, “música callada, soledad sonora, cena que recrea y enamora”, se reaviva el sentido de la vocación, se purifica la intención y se vuelve a escuchar aquella Voz que un día me llamó por mi nombre. El sacerdote que se deja acompasar por este ritmo de contemplación encuentra el equilibrio que le permite servir sin perder la paz.

Hay algo profundamente humano y divino en detenerse. No es solo interrumpir el trabajo ni apagar las luces de la oficina parroquial. Es volver a casa, volver a uno mismo, volver a Dios. La Sagrada Escritura presenta el Shabbat como ese gran regreso: el día en que el hombre recuerda que es criatura y no creador, que el universo no depende de su esfuerzo, sino de las manos que lo sostienen desde el principio.

En sus primeros mensajes León XIV ha recordado que el ministerio no puede devorar a la persona. Las tareas son muchas, pero no todas son urgentes, y aun estas necesitan que el corazón esté despierto, limpio, sereno. Si no, se corre el riesgo de caer en un activismo que agota, que seca las fuentes interiores, que convierte el servicio en mera obligación. El descanso cuida la fecundidad del ministerio. Cuando el alma ha respirado hondo, escucha mejor, discierne con calma, acoge sin prisa. Las homilías preparadas con un corazón en paz, un estudio serio, una oración jugosa, tienen el bonus odor Christi. Los consejos brotados del sagrario dan luz y fuerza.

Y el descanso espiritual, es sentarse de nuevo junto a Cristo, no para hablar, sino para dejar que Su mirada cure el cansancio, practicando el consejo teresiano: “Mire que le mira”. Basta estar allí, sin prisas, sin reloj, sin móvil, sin exigencias, dejando que Él actúe y descubriendo que Su obra sigue su curso, porque ¡es Suya! Descansar así es humildad, valentía y libertad. Es reconocer que la viña tiene un Dueño y que yo soy solo su trabajador. Es confiar en que Dios cuida de su pueblo, incluso cuando yo cierro la puerta del despacho y me voy a caminar al atardecer, sin sensación de culpa, porque el descanso no es tiempo perdido sino sembrado, donde el Señor repone las fuerzas y enciende de nuevo la alegría de servir; porque el descanso es el verdadero anticipo del cielo, ¡requies aeterna!

 

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