Una católica (ex) perpleja
Este año 2025 se cumple el centenario de la encíclica Quas Primas de Pío XI sobre la fiesta de Cristo Rey, fiesta que con el calendario litúrgico reformado tras el Concilio Vaticano II no sólo cambió de fecha, sino de significado.
Con permiso del autor, voy a resumir aquí dos artículos del Dr. Peter Kwasniewski, cuyos originales pueden leerse aquí y aquí, tratando de explicar las implicaciones y profundidad de los cambios.
El último domingo del año litúrgico en el calendario de Pablo VI la Iglesia celebra la solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo. Este año la fecha será 23 de noviembre, puesto que el siguiente domingo, 30 de noviembre, es primer domingo de Adviento, comienzo del nuevo año litúrgico. Sin embargo, esto no siempre ha sido así; con anterioridad a la reforma litúrgica de Pablo VI y el consiguiente cambio del calendario litúrgico, la solemnidad de Nuestro Señor Cristo Rey se celebraba el último fin de semana de octubre. Y así se sigue celebrando en las comunidades que, gracias a Dios, hoy día celebran la Misa vetus ordo, manteniendo su significado original católico.
La primera cuestión que aborda Peter K. es la de la fecha: si la fiesta de Cristo Rey debería celebrarse en octubre o en noviembre. Para comprenderlo, hay que ver por qué se cambió, en una fiesta de origen tan reciente: el Papa Pío XI instituyó la fiesta en 1925, y ya en 1970 había sido trasladada. Y para responder a esta pregunta, es necesario ver primero las razones dadas por el mismo Papa Pío XI para elegir el último domingo de octubre.
En la carta encíclica Quas Primas del año 1925, por la que Pío XI instituyó esta fiesta, decía el papa: “Por Nuestra Autoridad Apostólica instituimos la Fiesta de la Realeza de Nuestro Señor Jesucristo para que se celebre anualmente en todo el mundo el último domingo del mes de octubre, es decir, el domingo que precede inmediatamente a la Fiesta de Todos los Santos”. El último domingo de octubre pareció el más conveniente de todos para este fin, porque la fiesta de la Realeza de Cristo pone el broche de oro a los misterios de la vida de Cristo ya conmemorados durante el año, y, antes de celebrar el triunfo de todos los Santos, proclamamos y ensalzamos la gloria de Aquel que triunfa en todos los Santos y en todos los Elegidos. “Tened el deber y la tarea, Venerables Hermanos, de procurar que en todas las parroquias se prediquen sermones al pueblo para enseñarles el significado y la importancia de esta fiesta, a fin de que ordenen su vida de tal modo que sean dignos súbditos fieles y obedientes del Rey divino” (Carta Encíclica Quas Primas, 28-29).
La intención de Pío XI – reflexiona Peter K-, como se desprende de la cita, es “subrayar la gloria de Cristo como término de su misión terrena, gloria y misión visibles y perpetuadas en la historia por los santos. De ahí que la fiesta caiga poco antes de la fiesta de Todos los Santos, para subrayar que lo que Cristo inauguró en su propia persona antes de ascender en gloria, los santos lo instancian y lo llevan adelante en la sociedad, la cultura y las naciones humanas. Es una fiesta en la que se celebra principalmente la realeza permanente de Cristo sobre toda la realidad, incluido este mundo actual, en el que la Iglesia debe luchar por el reconocimiento de sus derechos, la extensión real de su dominio a todos los ámbitos, individuales y sociales”.
Kwasniewski menciona un dato importante a tener en cuenta, y es que, si bien no se menciona en Quas Primas, el último domingo de octubre se ha celebrado durante siglos como el Domingo de la reforma / herejía luterana. Por tanto, se trata de la institución de una “contrafiesta” católica, que recordara al mundo no sólo la realeza integral de Jesucristo -tan a menudo negada social y culturalmente por diversas enseñanzas del protestantismo-, sino también la autoridad real mundial de su Iglesia, sería sin duda una aplicación razonable del principio lex orandi, lex credendi.
Sin embargo, haciendo caso omiso de esta referencia explícita a que la solemnidad de Cristo Rey se celebrase justo antes de Todos los Santos, en las reformas litúrgicas que siguieron al Concilio Vaticano II, se cambió su lugar al último domingo del año eclesiástico. Esta nueva posición subraya más bien la dimensión escatológica de la realeza de Cristo: el Reino de Jesucristo, aunque iniciado en el tiempo, está aquí presente «como en un misterio» (según la expresión de Lumen Gentium) y de manera «crucificada». Este Reino sólo se perfeccionará y manifestará plenamente al final de los tiempos, con la Segunda Venida. Por eso, en el nuevo calendario, la fiesta se sitúa al final del año eclesiástico, como resumen de toda la historia de la salvación y símbolo de lo que esperamos: expectantes … adventum salvatoris nostri Jesu Christi, como proclama la liturgia en la Forma Ordinaria después del Padre Nuestro.
El profesor Kwasniewski comenta que, “aunque ambas colocaciones son defendibles, parece que la intención de Pío XI, coherente con el conjunto de la encíclica, era más bien insistir en los derechos de Jesucristo aquí y ahora, y los correspondientes deberes de los hombres y las naciones en la tierra”. Como explica Pío XI, “el imperio de nuestro Redentor abarca a todos los hombres. Usando las palabras de nuestro inmortal predecesor, el Papa León XIII: «Su imperio comprende no sólo a las naciones católicas, no sólo a los bautizados que, aun perteneciendo de derecho a la Iglesia, han sido extraviados por el error, o han sido separados de ella por el cisma, sino también a todos los que están fuera de la fe cristiana; de modo que verdaderamente toda la humanidad está sometida al poder de Jesucristo.» Tampoco hay diferencia en este asunto entre el individuo y la familia o el Estado; porque todos los hombres, colectiva o individualmente, están bajo el dominio de Cristo. En Él está la salvación del individuo, en Él está la salvación de la sociedad. … Por lo tanto, si los gobernantes de las naciones desean preservar su autoridad, promover y aumentar la prosperidad de sus países, no descuidarán el deber público de reverencia y obediencia al dominio de Cristo. … Cuando los hombres reconozcan, tanto en la vida privada como en la pública, que Cristo es Rey, la sociedad recibirá al fin las grandes bendiciones de la libertad real, la disciplina bien ordenada, la paz y la armonía” (Quas Primas 18-19).
Desde este punto de vista, que ciertamente no suena como el lenguaje de la Dignitatis Humanae o la diplomacia postconciliar de la Iglesia, es difícil resistirse a pensar que la perspectiva escatológica es una claudicación ante el desafío de la secularización moderna, así como la vacilación sobre el percibido «triunfalismo» de la anterior enseñanza social papal. En otras palabras, la realeza de Cristo es aceptable y proclamable siempre que su realización se produzca al final de los tiempos, y no afecte demasiado al orden político y social actual, ni a la responsabilidad de la Iglesia de convertir a las naciones, vigorizar sus culturas y transformar sus leyes a la luz de la fe. Esta sospecha se confirma al examinar los cambios introducidos en la liturgia para esta fiesta, en la que se han suprimido las referencias directas a la realeza de Cristo sobre los Estados y los gobernantes, como documenta Michael Davies en The Second Vatican Council and Religious Liberty (Long Prairie, MN: The Neumann Press, 1992, pp. 243-51). En particular, el himno de las Primeras Vísperas de la fiesta fue modificado significativamente. Los siguientes versos (aquí traducidos literalmente) fueron simplemente eliminados:
La turba malvada grita:
«¡No queremos a Cristo como rey!,»
Mientras nosotros, con gritos de alegría, te aclamamos
a Ti como rey supremo del mundo.
Que los gobernantes del mundo te honren y ensalcen públicamente;
Que los maestros y jueces Te reverencien;
Que las leyes expresen Tu orden
Y las artes reflejen Tu belleza.
Que los reyes encuentren renombre
En su sumisión y dedicación a Ti.
Pon bajo tu suave dominio
Nuestro país y nuestros hogares.
Gloria a Ti, oh Jesús,
Supremo sobre todas las autoridades seculares;
Y gloria al Padre y al Espíritu amoroso
Por los siglos de los siglos. Amén.
Como muestra Michael Foley en un brillante artículo en la revista The Latin Mass, puede concluirse que la fiesta no sólo se trasladó, sino que se transmutó. Se le dio un nuevo nombre, una nueva fecha y nuevos propios, todo lo cual restó importancia al reinado social de Cristo y puso en su lugar un «Cristo cósmico y escatológico». Y Foley puede mostrarlo porque lo afirmó nada menos que el Papa Pablo VI: la fiesta de Cristo Rey no sólo se cambió o trasladó, sino que se sustituyó. En el Calendarium Romanum, el documento que anuncia y explica el nuevo calendario, el Papa escribe: «La solemnidad de Nuestro Señor Jesucristo Rey del Universo tiene lugar el último domingo del año litúrgico en lugar de la fiesta instituida por el Papa Pío XI en 1925 y asignada al último domingo de octubre». La palabra clave es loco, que significa «en lugar de». El Papa podría haber dicho simplemente que la fiesta se celebra en otra fecha (como hizo con la fiesta de la Sagrada Familia) o que se traslada (transfertur) como hizo con el Corpus Christi, pero no lo hizo. La Solemnidad de Cristo Rey del Novus Ordo, escribe, es la sustitución de la fiesta de Pío XI (Foley, op. cit., pp. 38 – 42).
Lo que ocurrió entonces fue que Pablo VI abolió la fiesta de Pío XI y la sustituyó por una nueva fiesta ideada por el Consilium. Hay material común, pero no se trata en absoluto de la misma fiesta en un domingo diferente (como afirma Dylan Schrader, «The Revision of the Feast of Christ the King», Antiphon 18 (2014): 227-53).
¿Por qué? La explicación más sencilla, de hecho la única que se ajusta a la evidencia, según Kwasniewski, es que el aparente «integrismo» del Papa Pío XI se había convertido en una vergüenza para Montini, Bugnini y otros progresistas de los años sesenta y setenta. Habían comprado la filosofía del secularismo y querían asegurarse de que la liturgia no celebrara la autoridad de Cristo sobre el orden socio-político o la posición regente de Su Iglesia dentro de él. La fiesta modernizada tiene que tratar de cosas «espirituales» o «cósmicas» o «escatológicas», con un condimento de «justicia social». Como escribe Foley: «La nueva fiesta despoja al original de su significado. … Los innovadores litúrgicos arrojaron el reinado de Cristo hasta el final de los tiempos para que ya no interfiera con una acomodación despreocupada al secularismo» (Foley, «Reflexión sobre el destino», 41-42).
Todo muestra que la fiesta original de Cristo Rey representa la visión católica de la sociedad como una jerarquía en la que lo inferior está subordinado a lo superior, con la esfera privada y la esfera pública unidas en su reconocimiento de los derechos de Dios y de Su Iglesia. Esta visión fue dejada de lado en 1969 para dar paso a una visión en la que Cristo es rey de mi corazón y rey del cosmos -del nivel más micro y del nivel más macro- pero no rey de nada intermedio: no rey de la cultura, de la sociedad, de la industria y el comercio, de la educación, del gobierno civil. Es el liberalismo, que ya Gregorio XVI condenó en 1832 en la encíclica Vehementer Nos, infiltrado en la jerarquía y la manera de razonar eclesiástica: nos hemos tragado el mito ilustrado de la separación de la Iglesia y el Estado, que, como dice León XIII, «equivale a la separación de la legislación humana de la legislación cristiana y divina» (Encíclica Au Milieu des Sollicitudes a la Iglesia en Francia, 1892). El resultado no puede ser otro que catastrófico, al desasirnos de las mismas ayudas que Dios ha proporcionado a nuestra debilidad humana. Si vemos un mundo que se hunde a nuestro alrededor en una desviación inimaginable y buscamos la causa, no tengamos miedo de remontarnos a la rebelión de las revoluciones modernas -desde la Revuelta Protestante hasta la Revolución Francesa y la Revolución Bolchevique- contra el orden social de la Cristiandad, argumenta Kwasniewski.
La solución sería la construcción de una nueva versión de la Cristiandad. No la Cristiandad medieval, que ya pasó, sino una “civilización en que la filosofía del Evangelio gobierne los Estados”, en palabras de León XIII. Se necesitarían tal vez varios siglos para construir una nueva versión de la Cristiandad, pero, indica Peter K., “la única manera de llegar a ella es ver el ideal tal como es, anhelarlo y rezar para que el reino de Cristo Rey descienda entre nosotros con todo el realismo de la Encarnación, para que santifique de nuevo el mundo que vino a salvar (…). Pertenece a los soldados de Cristo reconocer a su Rey y luchar por Su reconocimiento. Pase lo que pase, así es como cada uno de nosotros ganará una corona imperecedera en el reino eterno de los cielos”.
En palabras de Mons. Marcel Lefebvre, la jerarquía eclesiástica destronó a Cristo de su reinado social. Los altos prelados ya no pensaban como San Pío X cuando denunció que “que el Estado debe estar separado de la Iglesia es una tesis absolutamente falsa, un error pernicioso. Basada, como está, en el principio de que el Estado no debe reconocer ningún culto religioso, es en primer lugar culpable de una gran injusticia hacia Dios; porque el Creador del hombre es también el Fundador de las sociedades humanas, y preserva su existencia como preserva la nuestra. Le debemos, pues, no sólo un culto privado, sino un culto público y social para honrarle. Además, esta tesis es una negación evidente del orden sobrenatural. Limita la acción del Estado a la búsqueda de la prosperidad pública sólo durante esta vida, que no es sino el objeto próximo de las sociedades políticas; y no se ocupa en modo alguno (con el pretexto de que esto es ajeno a ella) de su objeto último, que es la felicidad eterna del hombre después de que esta corta vida haya seguido su curso. Pero como el orden actual de las cosas es temporal y está subordinado a la conquista del bienestar supremo y absoluto del hombre, se deduce que el poder civil no sólo no debe poner ningún obstáculo a esta conquista, sino que debe ayudarnos a realizarla. … De ahí que los Romanos Pontífices no hayan cesado nunca, según las circunstancias, de refutar y condenar la doctrina de la separación de la Iglesia y el Estado (Encíclica Vehementer nos, 1906)”.
El problema es evidentemente que la jerarquía eclesiástica y la mayoría de los fieles han asumido como propios los principios liberales no sólo de la separación entre la Iglesia y el Estado, sino también del “progreso” y la “democracia” como algo positivo per se, mientras que la monarquía, por su intrínseco carácter anti-democrático, sería algo negativo per se. Sin embargo, afirma Peter K., “en un mundo caído en el que todos nuestros esfuerzos están perseguidos por el mal y condenados (finalmente) al fracaso, la monarquía cristiana es el mejor sistema político que se ha ideado o podría idearse jamás: como podemos deducir de su antigüedad y universalidad mucho mayores, es el sistema más natural para los seres humanos como animales políticos; es el sistema más afín al gobierno sobrenatural de la Iglesia; es el sistema que se presta más fácilmente a la colaboración y cooperación con la Iglesia en la salvación de las almas de los hombres”. Eso no significa que no haya habido muchas tensiones a lo largo de la historia entre la Iglesia y el Estado, pero nos encontramos hoy, con el asentimiento de la jerarquía de la Iglesia y la mayoría de los bautizados, ante la desastrosa situación de degradación de la Iglesia como subordinada al poder político y a la categoría de una entre otras opciones igualmente válidas, legítimas y “verdaderas”.
La defensa habitual de la libertad religiosa hoy en día se basa en los conceptos de la Ilustración de los que depende, y estos conceptos ya fueron tachados de falsedades por una serie de papas desde la época de la Revolución Francesa hasta Pío XI.
