Autoridad, obediencia y libertad de conciencia: una reflexión desde el Derecho Canónico a propósito del caso del Camino Neocatecumenal

Autoridad, obediencia y libertad de conciencia: una reflexión desde el Derecho Canónico a propósito del caso del Camino Neocatecumenal

Por Lic. Andrés Baumgartner

Introducción: un caso que revela una tensión eclesial más profunda

La reciente controversia en torno al cierre del canal de YouTube del sacerdote Eugenio Fernández Herrera, presuntamente motivada por presiones internas del Camino Neocatecumenal, ha puesto en evidencia tensiones más hondas sobre la vivencia de la autoridad y la libertad dentro de los movimientos eclesiales contemporáneos. El hecho concreto —la supuesta orden de los catequistas para que el presbítero suspendiera su actividad pública— ha suscitado un debate sobre los límites de la obediencia, el discernimiento de la conciencia y el ejercicio legítimo de la autoridad dentro de la Iglesia.

El Camino Neocatecumenal, reconocido por la Santa Sede como “un itinerario de formación católica válido para los tiempos de hoy” (Juan Pablo II, Ogniqualvolta, 1990), fue concebido como una vía de redescubrimiento del bautismo y de evangelización postbautismal. Según su Estatuto (arts. 2–3 y 6–8), este itinerario se realiza en las parroquias, en pequeñas comunidades, bajo la dirección del obispo diocesano y con la guía de equipos de catequistas designados por el Equipo Responsable Internacional. Estos catequistas no poseen potestad de gobierno, sino una función moral y pedagógica de acompañamiento espiritual. Su misión es ayudar a las comunidades a recorrer las etapas del itinerario y mantener la fidelidad al carisma fundacional.

No obstante, en la práctica pastoral, esta estructura tiende a operar con un sistema de autoridad interna fuertemente jerarquizado y vertical, en el que los catequistas —itinerantes, regionales o parroquiales— ejercen una influencia directa sobre la vida comunitaria y personal de los miembros. Las decisiones relevantes —desde aspectos litúrgicos hasta temas familiares o laborales— suelen pasar por su discernimiento o aprobación. La “obediencia al itinerario” se convierte así en un principio rector que, en la experiencia de muchas comunidades, se traduce en una adhesión casi absoluta a las indicaciones del catequista, cuya palabra adquiere un peso cuasi normativo, aunque carezca de jurisdicción canónica formal.

Los sacerdotes que forman parte del Camino, aunque incardinados en sus respectivas diócesis, también participan de esta dinámica. Si bien el Estatuto deja claro que su obediencia primera corresponde al obispo diocesano (c. 273 CIC), en la realidad cotidiana pueden verse tensionados entre la fidelidad a su ordinario y la lealtad al movimiento o a sus responsables. De ahí que, en situaciones concretas —como la del P. Fernández—, surjan conflictos cuando las orientaciones de los catequistas se perciben como órdenes vinculantes, incluso en materias que afectan al ministerio público o al ejercicio pastoral del presbítero.

El Estatuto (art. 3) otorga al Equipo Responsable Internacional la función de “garantizar la autenticidad del Camino” y “mantener relaciones con los obispos diocesanos”, pero no le concede autoridad sobre el fuero interno ni poder disciplinario. Aun así, la praxis comunitaria tiende a crear estructuras paralelas de obediencia, donde el discernimiento se realiza más dentro del itinerario que en comunión directa con la autoridad eclesiástica legítima. Este fenómeno no es exclusivo del Camino Neocatecumenal; también ha sido observado en otros movimientos que combinan una fuerte identidad carismática con una organización centralizada.

En este contexto, el caso del sacerdote Fernández Herrera no debe verse como un hecho aislado, sino como un signo de una problemática eclesiológica más amplia: la tensión entre carisma y jerarquía, entre obediencia y conciencia, entre libertad espiritual y control comunitario. El desafío que plantea no es solo disciplinar o mediático, sino profundamente teológico y jurídico: ¿cómo garantizar que los carismas reconocidos por la Iglesia sigan siendo un servicio a la comunión, y no un ámbito donde se diluya la libertad de los fieles y la autoridad legítima de los pastores?

La autoridad en la Iglesia: servicio, no dominio

El Derecho Canónico ofrece un marco claro para reflexionar sobre estas realidades. No se trata de juzgar personas o movimientos, sino de recordar que la autoridad en la Iglesia tiene un sentido esencialmente espiritual y moral, y que la obediencia no puede separarse de la verdad ni de la justicia.

El Código de Derecho Canónico, en su canon 1752, recuerda que “la salvación de las almas debe ser siempre la ley suprema de la Iglesia”. Toda forma de poder eclesial —jerárquico o carismático— debe orientarse a ese fin.

Es justo comenzar reconociendo el gran bien que el Camino Neocatecumenal ha realizado desde su nacimiento. Ha generado vocaciones, familias misioneras y comunidades que han revitalizado parroquias en todo el mundo. Sería injusto negar ese fruto de fe y compromiso. Sin embargo, reconocer el bien no impide advertir los límites. Toda obra eclesial, por inspirada que sea, es humana y, por tanto, falible. Ningún carisma está exento de riesgo cuando se confunde la inspiración divina con la propia interpretación o con estructuras que buscan preservar poder.

El Papa Francisco, en Evangelii Gaudium (n. 102), lo expresó con claridad: “Los carismas son dones que enriquecen a la Iglesia, pero es necesario un discernimiento para que contribuyan a la comunión y a la misión, y no se conviertan en motivo de orgullo o división.”

El discernimiento —como virtud eclesial— es lo que evita que la fidelidad a un carisma derive en rigidez o autorreferencia. Cuando la autoridad espiritual se transforma en control o imposición, deja de ser servicio y pierde su legitimidad moral.

La obediencia: virtud que se ordena a la verdad

La obediencia es una virtud fundamental del cristiano, pero su sentido en la Iglesia nunca ha sido el de una sumisión ciega. El canon 212 §1 del Código de Derecho Canónico pide a los fieles una obediencia cristiana a los pastores; sin embargo, el §3 del mismo canon afirma con igual fuerza que “tienen el derecho, e incluso a veces el deber, de manifestar a los pastores su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia”.

La obediencia, en consecuencia, no se mide por el silencio, sino por la fidelidad a la verdad. El Catecismo de la Iglesia Católica enseña que “la autoridad no se ejerce legítimamente si no busca el bien común y si impone leyes o mandatos contrarios a la dignidad de la persona humana o a la ley moral” (n. 1903).

Desde la perspectiva jurídica, el canon 273 establece que los clérigos deben respeto y obediencia al propio ordinario. Esta norma define el marco de referencia para el sacerdote diocesano: su obediencia se dirige ante todo a su obispo, no a los responsables de un movimiento. Asimismo, el canon 678 §1 precisa que, en la actividad pastoral, los religiosos —y, por analogía, cualquier clérigo— están sujetos a la autoridad del obispo diocesano. Por tanto, la autoridad del movimiento o del catequista no sustituye ni limita la autoridad episcopal.

Conciencia y libertad interior

La conciencia ocupa un lugar insustituible. El Concilio Vaticano II enseña: “La conciencia es el núcleo más secreto del hombre, donde está solo con Dios” (Gaudium et Spes, n. 16). Ninguna autoridad, por legítima que sea, puede forzarla sin violar la dignidad de la persona.

Santo Tomás de Aquino formuló este principio con claridad: “La obediencia no obliga en lo que es pecado” (S. Th., II-II, q. 104, a. 5). Por eso, si un mandato contradice la ley moral o la misión pastoral legítima, no existe obligación en conciencia de cumplirlo. El principio apostólico “hay que obedecer a Dios antes que a los hombres” (Hch 5,29) conserva plena vigencia dentro de la Iglesia.

Este equilibrio entre obediencia y libertad es particularmente delicado en los movimientos eclesiales, donde la autoridad suele apoyarse en la figura del fundador o en estructuras internas de gobierno. Allí la línea que separa la dirección espiritual del control personal puede desdibujarse con facilidad. Por eso, el discernimiento continuo es indispensable. Lumen Gentium (n. 12) recuerda que los carismas deben ser discernidos y regulados por los pastores, precisamente para que todo contribuya al bien común.

Carismas y control: la necesaria vigilancia eclesial

Cuando un movimiento o comunidad utiliza la autoridad para callar o marginar voces, o para sancionar la expresión pública de una conciencia recta, se aparta del estilo evangélico. El Papa Francisco ha sido contundente al respecto: “El clericalismo, aunque se vista de laicado, es una perversión. Es querer dominar en nombre de la Iglesia lo que solo Dios puede gobernar.” (Discurso al CELAM, Bogotá, 2017).

El Derecho Canónico reconoce la autonomía de las asociaciones de fieles (cc. 298–329 CIC), pero esa autonomía está siempre subordinada a la vigilancia de la autoridad eclesiástica (c. 305 §1 CIC). La vida interna de un movimiento no puede contradecir la estructura jerárquica de la Iglesia ni imponer a sus miembros obligaciones que excedan su competencia.

La comunión eclesial exige respeto recíproco entre carisma y jerarquía. La autoridad no se ejerce para conservar poder, sino para servir al bien espiritual de las personas. Jesús mismo lo enseñó: “El que quiera ser el primero, que sea el servidor de todos” (Mc 9,35). En esa frase se resume toda la eclesiología del poder como servicio.

Conclusión

El caso del sacerdote del Camino Neocatecumenal no debe leerse solo como un conflicto interno, sino como un recordatorio para toda la Iglesia. La verdadera comunión no exige uniformidad, sino verdad. La auténtica obediencia no anula la conciencia, sino que la ilumina. Y la autoridad, para ser creíble, debe reflejar la libertad de Cristo, que gobierna sirviendo y enseña amando.

La Iglesia necesita carismas vivos, pero también corazones libres; necesita obediencia, pero no servilismo; necesita autoridad, pero solo aquella que se ejerce como servicio. Solo así la comunión eclesial será verdaderamente evangélica, y el rostro de Cristo podrá reconocerse en quienes gobiernan, obedecen y sirven dentro de su Iglesia.

Notas

  1. Juan Pablo II, Epistula Ogniqualvolta, 30 agosto 1990, AAS 82 (1990) 1515.
  2. Estatuto del Camino Neocatecumenal, Título I, arts. 2–3; Título II, arts. 6–8 (Roma, 2002).
  3. Código de Derecho Canónico (CIC) 1983, can. 273.
  4. Francisco, Exhort. apost. Evangelii Gaudium, 2013, n. 102.
  5. CIC, can. 212 §§1–3.
  6. Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1903.
  7. CIC, can. 678 §1.
  8. Concilio Vaticano II, Const. past. Gaudium et Spes, n. 16.
  9. Tomás de Aquino, Summa Theologiae, II-II, q. 104, a. 5.
  10. Concilio Vaticano II, Const. dogm. Lumen Gentium, n. 12.
  11. Francisco, Discurso al CELAM, Bogotá, 7 septiembre 2017.
  12. CIC, can. 305 §1; cc. 298–329.

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