Por Randall Smith
En la película Cinderella Man (2005), basada en la vida del boxeador James J. Braddock, hay una escena conmovedora en la que Braddock, después de haber recibido asistencia del gobierno por un tiempo para mantener a su familia, se presenta en la oficina pública para devolver ese dinero. Estuvo ahí cuando lo necesitó, y ahora quiere devolverlo para que esté disponible para otros. Es algo casi imposible de imaginar hoy. ¿Devolver dinero… para que otros puedan recibir ayuda?
En su discurso inaugural de 1961, John F. Kennedy pronunció su célebre exhortación: «No preguntes qué puede hacer tu país por ti; pregunta qué puedes hacer tú por tu país». Hoy sería impensable —si no considerado “fascista”—.
En el diálogo Critón de Platón, el amigo de Sócrates le dice que, aunque ha sido condenado a muerte, los funcionarios mirarían hacia otro lado si sus amigos sobornaran a los carceleros y lo ayudaran a escapar al exilio. Sócrates rehúsa, diciéndole que, habiendo nacido, sido educado y beneficiado en Atenas de su ley y su cultura, le debe su existencia a Atenas y no puede abandonarla, incluso si eso significa morir.
Consideremos ahora la actitud común del estudiante universitario moderno. La fuerza militar de su país les ha proporcionado años de paz; su fortaleza económica los ha hecho miembros del país más rico de la historia; y esa nación ha invertido literalmente millones de dólares en su educación —desde escuelas públicas gratuitas hasta becas y préstamos accesibles—. ¿Cuántos viven convencidos de que ahora deben algo, lo que sea, a su país, a su comunidad o a sus padres? No es que estén en contra; simplemente, nunca se les ha ocurrido pensarlo.
La mayoría de los jóvenes no asisten a la universidad para adquirir habilidades al servicio de sus familias, vecinos o nación. Tampoco se les recluta con ese propósito. Se les atrae con promesas de éxito personal: “salir adelante”, “ser exitosos”, “ser su yo auténtico”, “llegar a ser todo lo que pueden ser”, “los líderes del mañana”.
¿Anunciaría alguna universidad actual que forma a los “servidores del mañana”? Sería admirable si alguna universidad cristiana dijera: “Formamos a nuestros estudiantes para servir a los demás, porque Cristo lo hizo”. Pero temo que tendría menos éxito que el eslogan: “¡Ven y consigue tu lugar en la calle de los CEOs!”.
Este tipo de promoción se considera necesaria en una cultura de individualismo expresivo. “El individualismo expresivo” —escribe el autor Carter Snead— “considera al yo individual, atomizado, como la unidad fundamental de la realidad humana. Este yo no se define por sus vínculos o relaciones, sino por su capacidad de elegir libremente su propio camino, revelado mediante la exploración de sus propios sentimientos”.
“Ningún objeto de elección —sea la propiedad, una vocación o incluso la creación de una familia— define ni constituye al yo. En palabras de Michael Sandel, es un ‘yo sin ataduras’.” El individualismo expresivo “no reconoce obligaciones no elegidas. El yo solo se compromete con aquello que ha escogido libremente. Y solo acepta los compromisos que le permitan perseguir su propia búsqueda original, única y autodeterminada de significado.”
A veces se escucha la afirmación: «Soy espiritual, pero no religioso». Lo que eso suele significar es: no quiero estar obligado a nada que no haya elegido. ¿Puede alguien ser religioso y no patriota? Tal vez, si ser “patriota” significara “mi país, con razón o sin ella”. Pero no si ser católico significara “no debo nada a mi país”.
Nada en la enseñanza de la Iglesia sostiene tal visión. Al contrario, como entendía San Agustín, aunque los cristianos son un “pueblo peregrino”, a menudo son —y están llamados a ser— los mejores ciudadanos, porque no están animados por la libido dominandi (la sed de dominio), sino por el don amoroso de sí mismos en servicio a los demás.
El Papa San Juan Pablo II observó en su exhortación apostólica Christifideles laici que el laico cristiano debe actuar como levadura en la sociedad. No “cristianizamos” la sociedad “desde arriba”, convirtiendo a un monarca que luego impone el cristianismo a su reino. Lo hacemos “desde abajo”, cuando los fieles laicos integran el Evangelio en su vida cotidiana y secular.
La mayor amenaza a esta visión, dice el Papa, es creer que uno puede separar la vida religiosa de la vida secular. Si durante la semana actúo como todos los demás, con “rivalidades, celos, ira, egoísmo, calumnias, chismes, vanidad y desorden”, pero el domingo me arrodillo devotamente en la Misa, aún puedo pensar que soy “un buen católico”. San Pablo advierte repetidamente contra este error.
Pero si debo cosas a mi país, a mi comunidad y a mi familia, y si esas obligaciones no se reducen por mi fe católica, sino que se refuerzan y se multiplican, entonces los católicos debemos resistir la tentación del individualismo expresivo.
Necesitaremos concebir nuestra vida de modo distinto al resto de la sociedad: frente a quienes ven su existencia como esencialmente individual y no comunitaria; frente a quienes entienden la libertad como libertad de toda restricción, y no como libertad para servir a los demás.
Lamentablemente, muchos deberán aceptar que las escuelas “católicas” de las que dependen para su formación adulta han cedido también ante esa cultura del prestigio y del éxito personal, en lugar de la del servicio desinteresado. La difusión de esta actitud nos obliga a preguntarnos si los católicos seguimos siendo levadura que cristianiza la sociedad, o si nos hemos rendido a ella, disfrazando esa rendición con apariencias de fe en un Dios al que servimos con palabras, pero no con la vida.
Sobre el autor
Randall B. Smith es profesor de Teología en la Universidad de Santo Tomás, en Houston, Texas. Su libro más reciente es From Here to Eternity: Reflections on Death, Immortality, and the Resurrection of the Body.
