El Papa León XIV recibió este jueves 23 de octubre en el Aula Pablo VI a los participantes del Jubileo del Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén, a quienes exhortó a vivir su vocación como “custodios del Sepulcro de Cristo” no solo en un sentido histórico o simbólico, sino como testigos de esperanza y fe viva en medio de un mundo herido por la violencia y la pérdida de sentido.
En su discurso —pronunciado íntegramente en italiano— el Papa recordó los orígenes del Orden, nacido para custodiar el Santo Sepulcro, proteger a los peregrinos y apoyar a la Iglesia de Tierra Santa. “Aún hoy lo hacéis —dijo— con humildad, dedicación y espíritu de sacrificio, sosteniendo al Patriarcado Latino de Jerusalén en sus obras educativas, caritativas y pastorales.”
El Pontífice subrayó que “custodiar el Sepulcro de Cristo no significa solo conservar un patrimonio histórico o artístico, sino sostener una Iglesia hecha de piedras vivas, signo auténtico de esperanza pascual”. Además, reflexionó en torno a tres dimensiones de la esperanza, siguiendo la línea espiritual del Jubileo 2025.
Finalmente concluyó su discurso citando a San Agustín, animando a los caballeros y damas a avanzar con decisión en el bien y a no retroceder ante las dificultades. “Sed custodios del Sepulcro de Cristo con confianza, con el celo de la caridad y con la alegría de la esperanza”, exhortó.
Finalmente, el Santo Padre dirigió una oración junto a los presentes y les impartió su bendición apostólica, pidiendo especialmente por los cristianos de Tierra Santa y por todos los que sufren las consecuencias de la guerra.
A continuación, dejamos el mensaje completo de León XIV:
Audiencia a los participantes en el Jubileo del Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén
(23 de octubre de 2025)
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
¡La paz sea con vosotros!
Eminencias, Excelencias,
queridos hermanos y hermanas:
Es hermoso, en este Año Jubilar, encontrarme con todos vosotros, caballeros y damas del Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén.
Habéis venido a Roma desde diversas partes del mundo, y eso nos recuerda que la práctica del peregrinaje está en el origen de vuestra historia. Nacisteis, en efecto, para custodiar el Santo Sepulcro, cuidar de los peregrinos y sostener a la Iglesia de Jerusalén. Todavía hoy lo hacéis, con la humildad, la dedicación y el espíritu de sacrificio que caracterizan a las órdenes caballerescas, especialmente con “una constante testimonianza de fe y solidaridad hacia los cristianos residentes en los Lugares Santos” (San Juan Pablo II, Discurso a los participantes en el Jubileo del Orden Ecuestre del Santo Sepulcro de Jerusalén, 2 de marzo de 2000).
Pienso, en este sentido, en la ayuda concreta que ofrecéis, sin ruido ni publicidad, a las comunidades de Tierra Santa, apoyando al Patriarcado Latino de Jerusalén en sus diversas actividades: el seminario, las escuelas, las obras caritativas y de asistencia, los proyectos humanitarios y formativos, la universidad y el apoyo a las iglesias, con intervenciones especiales en momentos de mayor crisis, como ocurrió durante el Covid y en los días trágicos de la guerra.
En todo esto mostráis que custodiar el Sepulcro de Cristo no significa simplemente preservar un patrimonio histórico-arqueológico o artístico, por importante que sea, sino sostener una Iglesia viva, hecha de “piedras vivas” (cf. 1 Pe 2, 4-5), que alrededor de ese sepulcro nació y todavía hoy vive como signo auténtico de esperanza pascual.
Por este motivo, en el Jubileo de la Esperanza, quisiera contemplar con vosotros tres dimensiones de esa esperanza.
La primera es la esperanza confiada (cf. Francisco, Spes non confundit, 4). Detenerse ante el Sepulcro del Señor significa renovar la fe en el Dios que cumple sus promesas, cuya potencia ninguna fuerza humana puede vencer.
En un mundo en el que la prepotencia y la violencia parecen imponerse sobre la caridad, estáis llamados a testimoniar que la vida vence a la muerte, el amor al odio, el perdón a la venganza y la misericordia y la gracia al pecado. Vuestra presencia en los Lugares Santos debe ser, ante todo, un “presidio de fe” que ayude a los hombres y mujeres de nuestro tiempo a permanecer con el corazón ante la tumba de Cristo, donde el dolor encuentra su respuesta en la confianza y donde, para quien sabe escuchar, sigue resonando el anuncio: “Vosotros no temáis. Sé que buscáis a Jesús, el crucificado. No está aquí. Ha resucitado […] como había dicho” (Mt 28, 6).
Para lograrlo, alimentad vuestro corazón con una intensa vida sacramental, con la escucha y la meditación de la Palabra de Dios, con la oración personal y litúrgica, con la formación espiritual, tan bien cuidada dentro del Orden.
La segunda dimensión de la esperanza podemos verla encarnada en las mujeres del Evangelio que van al sepulcro para ungir el cuerpo de Jesús (cf. Mc 16, 1-2). Es el rostro del servicio: ni siquiera la muerte del Maestro impide a María Magdalena, a María madre de Santiago y a Salomé cuidar de Él.
Os he expresado ya mi gratitud por el tanto bien que realizáis, siguiendo la antigua tradición de asistencia que os caracteriza. En cuántas ocasiones, gracias a vuestra acción, se abre un resquicio de luz para personas, familias y comunidades enteras, que corren el riesgo de ser arrasadas por dramas terribles, en todos los niveles, especialmente en los lugares donde Jesús vivió. Vuestra caridad los sostiene, percibiendo en sus necesidades aquellos “signos de los tiempos” que el Papa Francisco nos ha invitado a hacer nuestros para transformarlos en “signos de esperanza” (cf. Spes non confundit, 8).
Pero hay una tercera dimensión de la esperanza a la que quiero referirme: la que nos lleva a mirar a la meta. La imagen que podemos evocar es la de PEDRO Y JUAN que corren hacia el Sepulcro (cf. Jn 20, 4-10). En la mañana de Pascua, al oír a las mujeres, parten enseguida, con prisa, en una carrera que los llevará, ante la tumba vacía, a renovar su fe en Cristo a la luz de la Resurrección.
San Pablo usa la misma imagen cuando habla de su vida como de una carrera en el estadio, no carente de meta, sino orientada al encuentro con el Señor (cf. 1 Cor 9, 24-27). Eso es lo que expresa el gesto del peregrinaje, como símbolo de la búsqueda del sentido último de la vida (cf. Spes non confundit, 5). También vosotros lo habéis realizado, y os invito a vivir vuestra presencia aquí no como un punto de llegada, sino como una etapa desde la cual reanudar la marcha hacia la única meta verdadera y definitiva: la plena y eterna comunión con Dios en el Paraíso.
Haced de ello también un testimonio para los hermanos y hermanas que encontraréis: una invitación a vivir las cosas de este mundo con la libertad y la alegría de quien sabe que está en camino hacia el horizonte infinito de la eternidad.
Queridísimos, la Iglesia vuelve hoy a encomendaros la tarea de ser custodios del Sepulcro de Cristo. Sedlo así, en la confianza de la espera, en el celo de la caridad, en el ímpetu gozoso de la esperanza. Como decía San Agustín a los cristianos de su tiempo: “Avanza, avanza en el bien […]. No salgas del camino, no mires atrás, no te detengas” (Sermo 256, 3). Os bendigo de corazón y rezo por todos vosotros. Gracias.
Recemos juntos. [Padre Nuestro]
Bendición
