En la Plaza de San Pedro, el Papa León XIV continuó el ciclo de catequesis del Año Jubilar 2025, “Jesucristo, nuestra esperanza”. Ante peregrinos de diversos países, centró su reflexión en “La Resurrección de Cristo, respuesta a la tristeza del ser humano”, proponiendo el relato de Emaús como clave para comprender cómo el Resucitado sana la tristeza y devuelve el sentido a la vida. Tras el resumen en varias lenguas, la audiencia concluyó con el Padrenuestro y la Bendición Apostólica.
Catequesis del Papa León XIV
Ciclo de Catequesis – Jubileo 2025. “Jesucristo, nuestra esperanza”. IV. La Resurrección de Cristo y los desafíos del mundo actual. 2. La Resurrección de Cristo, respuesta a la tristeza del ser humano.
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Y bienvenidos todos!
La resurrección de Jesucristo es un acontecimiento que nunca se termina de contemplar ni de meditar, y cuanto más se profundiza en él, más nos llena de asombro; nos atrae, como una luz insoportable y al mismo tiempo fascinante. Fue una explosión de vida y de alegría que cambió el sentido de toda la realidad, de negativo a positivo. Sin embargo, no ocurrió de manera espectacular, ni mucho menos violenta, sino de modo suave, escondido, podríamos decir humilde.
Hoy reflexionaremos sobre cómo la resurrección de Cristo puede curar una de las enfermedades de nuestro tiempo: la tristeza. Invasiva y extendida, la tristeza acompaña los días de muchas personas. Es un sentimiento de precariedad, a veces de desesperación profunda, que invade el espacio interior y parece prevalecer sobre todo impulso de alegría.
La tristeza le quita sentido y vigor a la vida, que se vuelve como un viaje sin dirección ni significado. Esta experiencia tan actual nos remite al célebre relato del Evangelio de Lucas (24,13-29) sobre los dos discípulos de Emaús. Ellos, desilusionados y desanimados, se alejan de Jerusalén, dejando atrás las esperanzas que habían puesto en Jesús, que fue crucificado y sepultado.
En sus comienzos, este episodio muestra un paradigma de la tristeza humana: el final de una meta en la que se habían invertido tantas energías, la destrucción de lo que parecía esencial en la propia vida. La esperanza se ha desvanecido, la desolación ha ocupado el corazón. Todo se derrumbó en muy poco tiempo, entre el viernes y el sábado, en una dramática sucesión de hechos.
El contraste es emblemático: ese viaje triste de derrota y regreso a la vida ordinaria ocurre el mismo día de la victoria de la luz, el día de la Pascua consumada. Los dos hombres dan la espalda al Gólgota, al terrible escenario de la cruz aún grabado en sus ojos y en su corazón. Todo parece perdido. Hay que volver a la vida de antes, con perfil bajo, esperando no ser reconocidos.
En un momento dado, se les une un caminante, quizá uno de los tantos peregrinos que habían estado en Jerusalén por la Pascua. Es Jesús resucitado, pero ellos no lo reconocen. La tristeza nubla su mirada, borra la promesa que el Maestro les había hecho tantas veces: que sería entregado y que al tercer día resucitaría. El desconocido se acerca y muestra interés por lo que comentan. El texto dice que los dos “se detuvieron, con el rostro triste” (Lc 24,17). El adjetivo griego que usa el evangelista describe una tristeza integral: en su rostro se refleja la parálisis del alma.
Jesús los escucha y les permite desahogar su decepción. Luego, con gran franqueza, los reprende por ser “necios y tardos de corazón para creer todo lo que anunciaron los profetas” (v. 25), y a través de las Escrituras les muestra que el Cristo debía sufrir, morir y resucitar. En el corazón de los dos discípulos se enciende nuevamente el calor de la esperanza, y entonces, cuando ya cae la tarde y llegan a su destino, invitan al misterioso compañero a quedarse con ellos.
Jesús acepta y se sienta a la mesa. Luego toma el pan, lo parte y lo ofrece. En ese momento los discípulos lo reconocen… pero Él desaparece de su vista (vv. 30-31). El gesto del pan partido les abre los ojos del corazón, ilumina nuevamente su vista, antes nublada por la desesperación. Entonces todo se aclara: el camino compartido, la palabra tierna y fuerte, la luz de la verdad. Se enciende otra vez la alegría, la energía recorre sus miembros cansados, la memoria se vuelve agradecida. Y los dos regresan de prisa a Jerusalén para contar todo a los demás.
“El Señor ha resucitado verdaderamente” (cf. v. 34). En ese adverbio, “verdaderamente”, se cumple el destino cierto de nuestra historia humana. No por casualidad es el saludo que los cristianos se intercambian en el día de Pascua. Jesús no ha resucitado “de palabra”, sino en los hechos, con su cuerpo que conserva las señales de la pasión, sello eterno de su amor por nosotros. La victoria de la vida no es una palabra vacía, sino un hecho real y concreto.
La alegría inesperada de los discípulos de Emaús sea para nosotros una dulce advertencia cuando el camino se hace difícil. Es el Resucitado quien cambia radicalmente la perspectiva, infundiendo una esperanza que llena el vacío de la tristeza. En los senderos del corazón, el Resucitado camina con nosotros y por nosotros. Testimonia la derrota de la muerte, afirma la victoria de la vida, a pesar de las tinieblas del Calvario. La historia aún tiene mucho que esperar en el bien.
Reconocer la Resurrección significa cambiar la mirada sobre el mundo: volver a la luz para reconocer la Verdad que nos ha salvado y nos sigue salvando. Hermanas y hermanos, mantengámonos vigilantes cada día en el asombro de la Pascua de Jesús resucitado. ¡Sólo Él hace posible lo imposible!
