Así rezan los puntos 4 y 5 de la exhortación Dilexi Te.
4. Los discípulos de Jesús criticaron a la mujer que le había derramado un perfume muy valioso sobre su cabeza: «¿Para qué este derroche? —decían— Se hubiera podido vender el perfume a buen precio para repartir el dinero entre los pobres». Pero el Señor les dijo: «A los pobres los tendrán siempre con ustedes, pero a mí no me tendrán siempre» (Mt 26,8-9.11). Aquella mujer había comprendido que Jesús era el Mesías humilde y sufriente sobre el que debía derramar su amor. ¡Qué consuelo ese ungüento sobre aquella cabeza que algunos días después sería atormentada por las espinas! Era un gesto insignificante, ciertamente, pero quien sufre sabe cuán importante es un pequeño gesto de afecto y cuánto alivio puede causar. Jesús lo comprende y sanciona su perennidad: «Allí donde se proclame esta Buena Noticia, en todo el mundo, se contará también en su memoria lo que ella hizo» (Mt 26,13). La sencillez de este gesto revela algo grande. Ningún gesto de afecto, ni siquiera el más pequeño, será olvidado, especialmente si está dirigido a quien vive en el dolor, en la soledad o en la necesidad, como se encontraba el Señor en aquel momento.
5. Y es precisamente en esta perspectiva que el afecto por el Señor se une al afecto por los pobres. Aquel Jesús que dice: «A los pobres los tendrán siempre con ustedes» (Mt 26,11) expresa el mismo concepto que cuando promete a los discípulos: «Yo estaré siempre con ustedes» (Mt 28,20). Y al mismo tiempo nos vienen a la mente aquellas palabras del Señor: «Cada vez que lo hicieron con el más pequeño de mis hermanos, lo hicieron conmigo» (Mt 25,40). No estamos en el horizonte de la beneficencia, sino de la Revelación; el contacto con quien no tiene poder ni grandeza es un modo fundamental de encuentro con el Señor de la historia. En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos.
Una escena invertida
El texto es impecable en su prosa y blando en su teología. A simple vista parece una meditación piadosa sobre la mujer que unge la cabeza de Jesús en Betania. Pero si uno se detiene un momento, percibe que la escena ha sido girada como un guante: donde el Evangelio muestra adoración, Dilexi te lee compasión; donde hay reconocimiento del Hijo de Dios que va a la muerte, el Papa ve un gesto de ternura hacia un hombre que sufre.
En el relato bíblico, aquella mujer se adelanta a todos en comprender el misterio de la Pasión: derrama el perfume como quien unge al Cordero antes del sacrificio. Es una acción teológica, no terapéutica. Jesús mismo lo interpreta: «Lo ha hecho en vista de mi sepultura». En cambio, aquí se dice que “quien sufre sabe cuán importante es un pequeño gesto de afecto”. El Cristo de la redención se desvanece, sustituido por el Cristo de la empatía.
De la adoración al asistencialismo
El paso siguiente, en el número 5, consuma el desliz. Se equipara el «A los pobres los tendrán siempre con ustedes» con el «Yo estaré siempre con ustedes». Es decir, se identifica la presencia real de Cristo con la presencia moral de los pobres. La Encarnación se licua en sociología. Cristo ya no está sustancialmente en la Eucaristía, sino simbólicamente en los necesitados.
La tradición siempre había leído esas frases en tensión: los pobres estarán siempre, pero Cristo —el Esposo— se marchará a la Cruz. Por eso el gesto de la mujer era tan urgente: adorar mientras aún estaba con ellos. Convertir esa contraposición en equivalencia es, sencillamente, vaciar el sentido del Evangelio. No es una negación abierta de la divinidad de Cristo, pero sí una forma de olvido. Jesús deja de ser el Verbo hecho carne para ser la metáfora del marginado.
El Cristo horizontal
En Dilexi te, el Redentor ha sido sustituido por el modelo. El que antes salvaba, ahora inspira; el que redimía, ahora acompaña; el que perdonaba los pecados, ahora escucha y se identifica con las víctimas. La teología se ha hecho emocional. No se invita a contemplar la gloria del Crucificado, sino a aprender a cuidar. Y así, lo que en el Evangelio era un acto de culto se convierte en lección de humanidad.
No hay nada malo en hablar del cuidado ni en recordar la dignidad de los pobres. El problema surge cuando ese lenguaje ocupa el lugar de lo divino. Porque si Cristo solo es “el que sufre”, ¿qué queda del que reina? Si está “en los pobres”, ¿dónde queda su presencia real, su señorío, su poder de perdonar?
El drama de un perfume sin altar
La mujer del Evangelio derramó su perfume sobre la cabeza de Dios hecho hombre. En Dilexi te, ese perfume cae sobre un símbolo. Donde antes había liturgia, ahora hay sociología espiritual; donde había redención, ahora hay ternura. La frase final del número 5 lo resume todo: “En los pobres Él sigue teniendo algo que decirnos”. Sí, pero antes de eso dijo mucho más: dijo “Esto es mi Cuerpo”, dijo “Tus pecados te son perdonados”. Esa voz, en el documento, apenas se escucha.
No hace falta indignarse. Basta leerlo con el mismo gesto del padre que asiste al recital de su hijo adulto disfrazado de pastorcillo: con cariño, con tristeza y con un poco de vergüenza ajena. Porque uno sabe que aquello ya no es la fe, sino su parodia bienintencionada. Y el problema no es el perfume —es que el altar ha desaparecido.
