Por: Manuel, católico y docente
Hay gestos que hieren el alma más que mil palabras. El pasado 12 de septiembre, en un encuentro de educadores católicos organizado en un colegio de la ciudad de San Luis, se cometió una afrenta difícil de olvidar: el Santísimo Sacramento fue tratado con la mayor irreverencia: expuesto sobre una mesa de plástico y rodeado de globos de colores, como si la Presencia real de Cristo pudiera reducirse a un recurso pedagógico o a un efecto sorpresa en un acto escolar.
Pero veamos la escena completa, porque fue aún más dolorosa. Había una religiosa que llevaba adelante un “dinámica de grupo”, en un momento pidió a todos los presentes que se vendaran los ojos, algunos que no lo hicieron vieron cómo una mujer ingresaba con la custodia, portando al Santísimo Sacramento, y lo colocaba sobre aquella mesa. Luego, la religiosa indicó a los presentes que se quitaran las vendas y, de este modo, el Santísimo “apareció” ante sus ojos como si la adoración eucarística fuese un truco de animador y no el misterio augusto de nuestra fe. Todo el que estuvo presente sabe que había sacerdotes presentes, ¡e incluso el obispo Gabriel Barba!, entonces ¿por qué una mujer manipuló la custodia? Y, además ¿quién asegura que no fue ella misma la que colocó la hostia en ella? Es muy probable que los sacerdotes o no sabían lo que iba a ocurrir o no lo expusieron por expresa orden del obispo.
Y aquí está lo más grave: porque si esto sucedió se debió a la expresa anuencia del obispo Barba, que no sólo permitió, sino que ordenó esta práctica irregular, desfigurando la dignidad del sacramento. Más temprano, durante su charla, se permitió recomendar a los sacerdotes que confesaran, pero que lo hicieran “rapidito”, como si el sacerdote fuese un expendedor de absoluciones y el sacramento de la reconciliación un trámite sin misterio ni profundidad. ¿Cuál es el sentido de todo esto? ¿Piensa el obispo que de este modo atraerá fieles? ¿Acaso no es esta banalización una expresión de acedia, de ese tedio espiritual que desprecia las realidades sagradas y los bienes del cielo? Es claro, los Sacramentos no son para Él vehículos de la gracia, sino simples gestos externos (recordarán cuando, para un encuentro de catequistas, trajo a un sacerdote que negó la importancia del Bautismo para ser hijos de Dios y, de paso, negó la existencia del Pecado Original. En esta charla, o chachara, estaba presente el obispo que asintió con su silencio).
La Iglesia ha hablado con claridad: Redemptionis Sacramentum enseña que “nadie, por su propia iniciativa, puede añadir, quitar o cambiar cosa alguna en la liturgia” (n. 59), y recuerda que la exposición y bendición con el Santísimo está reservada a sacerdotes y diáconos, y sólo en ausencia de ellos a ministros instituidos autorizados (cf. nn. 134-138). El Concilio Vaticano II declaró que la Eucaristía es “fuente y culmen de toda la vida cristiana” (Lumen Gentium 11). Y san Juan Pablo II advertía en Ecclesia de Eucharistia (n. 52): “No hay peligro de exagerar en el cuidado de este Misterio, porque en este Sacramento se contiene todo el misterio de nuestra salvación”.
San Pedro Julián Eymard, apóstol de la Eucaristía, advertía: “La mayor desgracia que puede caer sobre un pueblo es perder el respeto por la Eucaristía. Cuando se la trata como cosa común, todo se pierde, porque se pierde al mismo Dios”. ¡Qué actuales resuenan sus palabras ante un acto donde Cristo fue reducido a recurso didáctico, a objeto en medio de dinámicas infantiles!
No hay excusa posible. Ni la buena intención, ni el supuesto “acercamiento pedagógico”, ni la alegría festiva justifican semejante falta de respeto. La Eucaristía no se improvisa, no se “hace aparecer”: se adora, se custodia, se recibe con temblor y amor. Colocar al Señor sobre una mesa de plástico es, en el fondo, colocar en plástico también la fe, la devoción y la tradición que la Iglesia ha custodiado con sangre de mártires y lágrimas de santos.
Hay tristeza, porque el corazón creyente se encoge ante tanta frivolidad. Pero también hay santa ira: la que brota al ver ultrajado el Sacramento que es fuente y culmen de la vida cristiana. No es exagerado hablar de profanación, pues se redujo lo sagrado al nivel de lo banal. El Señor calló en ese instante, como calló en Getsemaní y en el pretorio. Ojalá quienes fueron testigos no se acostumbren a la banalización del Misterio. Ojalá surja un nuevo fervor de reparación y sobreabunde el amor reverente.
Ante semejante ultraje, no basta con indignarse: urge reparar. San Pedro Julián Eymard nos enseñaba que “la reparación es el deber de los amigos fieles cuando el Amigo divino es olvidado o despreciado”. Por eso, a todo fiel que ama la Eucaristía le corresponde ofrecer actos de desagravio: adoraciones prolongadas, horas santas, comuniones reparadoras, súplicas silenciosas que devuelvan al Señor lo que se le negó en aquel momento. Levantemos altares interiores de reverencia y de fe. No dejemos que se mansille la Presencia Real de Nuestro Señor. Sólo así responderemos con fidelidad a Cristo humillado en el Sacramento de su amor.
