Adelante, buenos sacerdotes

Adelante, buenos sacerdotes

Me lo decía ayer un sacerdote bueno, con esa mezcla de picardía y lucidez que solo da la fe vivida, cuando le agradecí su claridad en la defensa de la fe: “Prefiero que me fulminen por varón que por bujarrón.” Y uno entiende perfectamente lo que quiere decir. En una Iglesia donde ya no escandaliza la tibieza, la irreverencia o el pecado público, lo que más molesta —lo que de verdad irrita a los señores obispos, a sus eminencias, a…— es el sacerdote viril, claro, alegre, que celebra de cara a Dios y no se disculpa por serlo.

Ya no tiemblan ante los abusos litúrgicos ni ante los templos vacíos. Les da igual que nadie crea, que las homilías suenen a coaching y que los jóvenes huyan de la confirmación como de la varicela. Pero que un cura se vista de sotana, rece el rosario o cite a santo Tomás… eso sí que provoca reacciones. Ahí se activan todas las alarmas: “¡Rígido! ¡Integrista! ¡Fundamentalista!”. «No se te ocurra venir a mi diócesis a dar una charla»

Les da miedo la solidez, la seguridad, la fe que no pide permiso. Porque cada vez hay más sacerdotes así, más jóvenes que no quieren ser animadores sociales ni gestores de parroquias desangeladas, sino hombres de Dios.

Y es que, aunque no lo digan en voz alta, lo que más les duele a muchos en los despachos episcopales es que estos curas no les temen. No buscan su aprobación ni su sonrisa condescendiente. No viven pendientes del aplauso ni del ascenso eclesial. Son hombres libres. Rezadores. Y donde hay libertad y oración, la mediocridad tiembla.

Me decía otro sacerdote, muy querido, que en la Iglesia hay tres reglas que no fallan:

  • «El que lo parece, lo es».
  • «Lo que parece raro, es raro».
  • «Si eres mediocre y sabes arrastrarte, llegas a cualquier parte».

Claro, estos curas no lo parecen, no son raros, y no son mediocres ni se arrastran. Intolerable.

Que se irriten cuanto quieran. Cuanto más les molesta ver sotanas, más sotanas florecen. Cuanto más desprecian la reverencia, más jóvenes aprenden a arrodillarse. Cuanto más insultan la “rigidez”, más firme se vuelve la fe de los que creen de verdad.
El Espíritu Santo se está divirtiendo, benévolamente, suscitando sacerdotes que no se dejan domesticar por el progresismo ni seducir por el aplauso. Y mientras algunos prelados siguen buscándole “nuevas formas” a la Iglesia, estos curas la están reviviendo.

Así que sí: benditos los rígidos, los varones, los que prefieren ser fulminados por creer y no por claudicar. Porque, al final, cuando la tormenta amaine, quedarán ellos —de pie, alegres, rezando— sosteniendo lo que otros abandonaron. Y eso, obispos, les duele más que cualquier crítica: que la verdadera renovación venga de los que no se rindieron.

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