Entre los millones de moléculas que dan forma a nuestro cuerpo, hay una que parece haber sido diseñada para recordarnos el misterio que lo sostiene todo. Se llama laminina, y sin ella ningún organismo multicelular podría existir.
Los científicos la describen como una proteína de adhesión, encargada de unir las células entre sí y mantener cohesionados los tejidos. Es el “andamio” invisible que da consistencia a la piel, a los órganos, a los músculos. Allí donde hay vida organizada, hay laminina.
Y su forma —como si la naturaleza hubiera querido dejar una firma— es la de una cruz. Tres brazos cortos y uno largo, entrelazados en el centro, sosteniendo el tejido de la creación.
No es metáfora ni devoción piadosa: así se ve al microscopio electrónico. La cruz de la laminina literalmente mantiene unidas nuestras células, hace posible la respiración, la nutrición, el desarrollo embrionario. Si desapareciera, los cuerpos se disolverían en polvo biológico.
Es difícil no ver ahí un signo. San Pablo escribió que “en Él vivimos, nos movemos y existimos”, y que “todo subsiste en Cristo”. La ciencia, sin pretenderlo, parece repetirlo a su manera: la cruz está inscrita en el tejido mismo de la vida.
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