Las recientes palabras del cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado vaticano, constituyen un contratestimonio intolerable contra la Iglesia de los mártires. Presentando el Informe sobre la Libertad Religiosa de Ayuda a la Iglesia Necesitada, Parolin afirmó que la violencia en Nigeria “no es un conflicto religioso [de musulmanes contra cristianos], sino más bien social, por ejemplo, disputas entre pastores y agricultores”. Y remachó: “debemos reconocer que muchos musulmanes en Nigeria son también víctimas de esta misma intolerancia. Son grupos extremistas que no hacen distinciones en la persecución de sus objetivos”. Esta formulación, cuidadosamente aséptica, es un golpe en el rostro de quienes entierran a sus fieles tras la Misa, de quienes ven sus parroquias incendiadas y sus aldeas arrasadas por la fiereza yihadista. Llamar a eso “cuestiones sociales” es deshonrar a los muertos y confundir a los vivos.
En Nigeria no estamos ante un malentendido rural: estamos ante una persecución religiosa descarnada. Boko Haram y su escisión ISWAP no son el subproducto inevitable de tensiones de subsistencia; son organizaciones yihadistas con ideología explícita, genealogía terrorista y objetivo confeso: imponer la sharía y extirpar la presencia cristiana del norte de Nigeria. El saldo es inequívoco: atentados suicidas en iglesias durante el domingo, ejecuciones en frío de sacerdotes, secuestros de seminaristas y religiosas, niñas cristianas raptadas y forzadas a “convertirse” bajo amenaza de muerte. Presentar esta realidad como un problema de cercas, pozos o pastos es blanquear a los verdugos y negar a las víctimas el nombre sagrado de su martirio.
Reducir la carnicería yihadista a ese plano es una coartada retórica que desarma moralmente a la Iglesia. Los obispos nigerianos —que no teorizan desde un atril diplomático, sino que velan cadáveres y consuelan a huérfanos— han denunciado con claridad una persecución religiosa sistemática. Minimizarla, diluirla, rebautizarla como “social” no es prudencia: es complicidad involuntaria con la mentira.
Peor aún: no es la primera vez que la línea de Parolin conduce a claudicaciones que humillan a los fieles. En China, bajo su batuta diplomática, se rubricó un acuerdo con el Partido Comunista que ha supuesto la capitulación práctica de la Iglesia frente a un régimen que vigila, infiltra, coacciona y detiene a católicos. Se les pidió a los confesores que confiasen en un aparato que los persigue, y se entregó margen de maniobra sobre nombramientos episcopales a un poder que no reconoce la libertad religiosa. El resultado es el previsible: obispos “oficiales” alineados, comunidades subterráneas presionadas, templos vigilados. Eso no es realismo evangélico: es una cesión que hiere a quienes han sostenido la fe bajo la noche del totalitarismo.
En España, el Valle de los Caídos —lugar de culto y oración por todos los caídos— ha sido abandonado a una estrategia gubernamental que pretende convertirlo en un dispositivo ideológico. La diplomacia liderada por Parolin que debió defender con claridad la naturaleza religiosa del lugar optó por la acomodación, consintiendo la entrega simbólica de una basílica pontificia a un proyecto político que instrumentaliza la memoria y asfixia el significado católico del recinto.
Todo esto compone un patrón: relativización del martirio, transacciones con regímenes que persiguen a los fieles, concesiones frente a gobiernos laicistas radicales. No estamos ante deslices retóricos, sino ante una estrategia que vacía de contenido la denuncia cristiana del mal y desorienta a los católicos que esperan claridad moral de Roma. La diplomacia es útil cuando sirve a la verdad; es nociva cuando la disuelve. La Iglesia no necesita eufemismos que ofendan a los perseguidos; necesita la entereza de llamar al verdugo por su nombre y de sostener, sin temblores, a quienes confiesan a Cristo a riesgo de su vida.
Parolin pudo ser un hábil negociador de salones, pero hoy carece de la autoridad moral indispensable para representar a la Iglesia universal. Quien relativiza la sangre derramada por los cristianos nigerianos, quien apacigua a un partido-Estado que atenaza a los católicos chinos, quien consiente la desafección de un lugar sagrado en manos de proyectos ideológicos, no es el guardián que la Iglesia necesita en esta hora de prueba. Por respeto a los mártires de Nigeria, por lealtad a los confesores de China, por fidelidad a la naturaleza sagrada de nuestros templos, y por pura coherencia con el Evangelio, es hora de que Pietro Parolin se retire. Si no puede, o no quiere, decir la verdad con la contundencia que el sufrimiento de los fieles exige, que haga sitio a quien no tema proclamarla.
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