La inminente proclamación de san John Henry Newman como Doctor de la Iglesia ofrece una ocasión privilegiada para releer, de la mano del P. Zarraute, su obra Los arrianos del siglo IV y la gran lección que extrae para hoy: en plena confusión doctrinal, cuando parte de la jerarquía —e incluso el papado— incurrió en ambigüedades, fueron los fieles quienes sostuvieron la fe católica.
En el video para Tekton, el P. Zarraute rescata la mirada histórica y teológica de Newman sobre la crisis arriana. Subraya que, en “un tiempo de inmensa confusión”, el dogma de la divinidad de Nuestro Señor Jesucristo fue proclamado y preservado —humanamente hablando— mucho más por los fieles que por la jerarquía. No se trata de oposición a la Iglesia, sino de cómo la Iglesia discente custodió lo que la Iglesia docente no acertaba a exponer con la claridad debida.
El retrato que presenta Zarraute, siguiendo a Newman, es nítido: la herejía infectó a casi todo el episcopado, mientras unos pocos pastores —como Atanasio, Hilario de Poitiers y Eusebio de Vercelli—, sostenidos por el pueblo cristiano, mantuvieron la confesión de la plena divinidad del Hijo. Hubo ambigüedad en declaraciones provenientes de instancias altísimas y, sin embargo, la fe no fue derrotada. Antes bien, quedó de manifiesto que la indefectibilidad de la Iglesia no se identifica con la impecabilidad de sus pastores, sino con la fidelidad de todo el Cuerpo al depósito recibido.
Desde esta clave, Zarraute pone en primer plano el corazón doctrinal que Newman propone como antídoto a la confusión: el Credo. “El mejor esquema de la Biblia es el Credo”, recuerda, porque allí el católico encuentra estabilidad sin quedar a merced de entrevistas, documentos o giros de opinión que puedan resultar confusos. Cristo no cambia; el Credo no cambia; los sacramentos no cambian. Por eso, cuando arrecian las tormentas, la práctica católica que inspira Newman es sencilla y firme: confesar lo que la Iglesia siempre ha creído, orar por los pastores y perseverar en la vida sacramental.
La lectura newmaniana que propone Zarraute también evita dos espejos deformantes. Por un lado, la papolatría, que traslada el centro del catolicismo de Cristo a la figura del Papa, como si la fe cambiara con cada pontificado. Por otro, el sedevacantismo, que hace depender la pertenencia a la Iglesia de un juicio privado sobre la ortodoxia del Papa. A la luz del nuevo Doctor de la Iglesia, ninguna de las dos posturas resulta adecuada: ni la fe se reduce a la voluntad del Papa, ni se salva rompiendo con él. Lo que corresponde es resistir lo confuso y confesar lo cierto, sin servilismos ni rupturas.
En este punto, Zarraute recuerda una distinción clásica: es lícito —y a veces debido— resistir lo que daña a las almas o compromete la fe, pero no corresponde al inferior “juzgar” o deponer al superior. La primera sede no es juzgada por nadie y los vericuetos “procesales” de hipotéticas deposiciones conducen a un callejón sin salida. De ahí que la respuesta católica sea la de una fidelidad activa: confesar el dogma, sostener la vida católica, rezar por la conversión y la fortaleza de los pastores, y seguir adelante.
Que Newman vaya a ser proclamado Doctor de la Iglesia precisamente ahora refuerza la pertinencia de esta enseñanza. Su voz —leída aquí a través del P. Zarraute— recuerda que, cuando la cumbre duda, la base sostiene; cuando algunos textos oscurecen, el Credo ilumina; cuando el ruido confunde, la Tradición habla con claridad. La historia, lejos de invitarnos al cinismo, nos impulsa a la esperanza: Dios conserva su Iglesia y, cuando es necesario, se sirve de los pequeños para custodiar lo más grande.
