El escritor e investigador francés Xavier Accart, autor de un libro dedicado al canto gregoriano, ha analizado en una entrevista concedida a L’Incorrect —recogida por Le Salon Beige— la paradoja de este tesoro de la Iglesia: revalorizado por el Concilio Vaticano II, pero al mismo tiempo marginado hasta casi desaparecer.
El canto propio de la Iglesia que casi se extingue
La constitución sobre la sagrada liturgia del Vaticano II reconoce expresamente al canto gregoriano como “el canto propio de la liturgia romana” y afirma que debe ocupar el primer lugar en las celebraciones. Sin embargo, tras el Concilio, su uso se redujo drásticamente.
Accart atribuye esta contradicción al modo en que el Concilio fue recibido, en un contexto cultural que confundió sus orientaciones con una ruptura total con la tradición. A ello se sumó el sacrificio del latín en la liturgia, impulsado por Pablo VI con el fin de favorecer la participación de los fieles. El propio Pablo VI confesaba en 1969: “Perdemos así en gran parte esta admirable e incomparable riqueza artística y espiritual que es el canto gregoriano”.
Mucho más que música: una “manducación de la Palabra”
Para Accart, el gregoriano no puede reducirse a una forma artística o estética. Es, en sus palabras, una “manducación de la Palabra”, un ejercicio espiritual en el sentido más pleno.
Al cantar el gregoriano, el fiel se impregna de la Palabra de Dios, que constituye la trama de cada pieza. Esta Palabra, al ser repetida, prolongada y meditada a través de la música, transforma interiormente al creyente y lo devuelve a Dios como alabanza.
Los melismas, esas largas meditaciones sonoras sobre una sola vocal, son para Accart un modo de experimentar la “embriaguez espiritual” que se produce cuando la Palabra toca el corazón profundo. De ahí que pueda considerarse, afirma, una especie de “canto en lenguas tradicional” de la Iglesia.
Una experiencia de lo eterno
El canto gregoriano no es un simple resabio arqueológico, ni una reliquia cultural para conciertos especializados. Es oración en estado puro. Accart señala que, al entonarlo, las palabras se vuelven insuficientes y el creyente se convierte en un niño que balbucea ante su Creador, maravillado por lo divino. Incluso la percepción del tiempo se modifica: en el canto gregoriano se experimenta un anticipo de lo eterno.
Una crítica implícita
Lo que late en la reflexión de Accart es una crítica a las décadas de abandono del gregoriano. El Concilio lo reconoció como tesoro, pero la praxis litúrgica posterior lo relegó, en muchos casos, a un silencio casi total. Su testimonio recuerda que no basta con citar documentos conciliares: es necesario aplicarlos fielmente.
El canto gregoriano, patrimonio de la Iglesia universal, no pertenece a una élite culta ni a nostálgicos del pasado. Es un don espiritual al servicio de la liturgia y, por tanto, de todos los fieles. Recuperarlo no es un capricho estético, sino una necesidad para devolver a la liturgia su dimensión de misterio, adoración y belleza que conduce al encuentro con Dios.
