Por M. de L, enviado a InfoVaticana como réplica a los artículos publicados durante esta semana.
He leído con atención los artículos recientes que se han publicado en esta página sobre el futuro del Opus Dei y, sinceramente, creo que muchos no han entendido nada. Ni en Roma, ni fuera. Ni los que hablan con desdén, ni los que escriben. Porque lo esencial no está en los estatutos, ni en los decretos, ni en las estructuras. Lo esencial está en el alma de quienes hemos recibido una vocación concreta dentro de la Iglesia. Y eso no se deroga con un motu proprio ni se modifica con una rúbrica canónica.
Para quienes vivimos el espíritu del Opus Dei desde dentro, nos da igual la forma jurídica. Sabemos quién nos ha llamado y para qué. Sabemos que no nos hicimos miembros de una prelatura, sino de una familia espiritual. Y como decía san Josemaría , Nuestro Padre, “las formas pueden cambiar, pero el espíritu es el mismo, el de los primeros cristianos”. Esa convicción no depende de la voluntad de un Papa ni del dictamen de un dicasterio. Es una gracia interior, un modo de vivir la santidad en medio del mundo, que ningún decreto puede suprimir.
No somos un papel
Hay quien parece creer que el Opus Dei se define por un documento jurídico. Que basta con reescribir unos párrafos del Código de Derecho Canónico para disolver una realidad que ha transformado vidas, familias y almas en todos los continentes. Pero el Opus Dei no es un papel, es una vida. Y una vida que se ha hecho carne en miles de hombres y mujeres que tratan de santificar su trabajo, su casa, su entorno, con discreción y alegría.
Roma podrá modificar las estructuras, reordenar competencias, reducir títulos. Todo eso es legítimo. Pero lo que no puede hacer es reescribir la vocación de quienes seguimos oyendo en el alma las palabras que san Josemaría escuchó en aquel 2 de octubre: “Opus Dei”. Esa llamada no fue canónica, fue sobrenatural. Y lo sobrenatural no se revoca con una firma.
El espíritu de familia
Cuando el prelado nos recuerda que “nada cambia en el espíritu”, algunos lo interpretan como resistencia, otros como resignación. No es ni una cosa ni la otra. Es simplemente fidelidad. Es recordar que el espíritu de familia no se decreta ni se destruye. Lo vivimos en la Eucaristía, en la dirección espiritual, en la amistad leal entre hermanos y hermanas de la Obra, en la charla fraterna. Eso no se regula desde Roma. Es vida interior, y la vida interior no tiene estatutos.
En el fondo, los que hablan de la “disolución del Opus Dei” proyectan sobre nosotros su propia forma de entender la Iglesia: como estructura, como aparato. Nosotros no somos eso. Somos un espíritu que atraviesa las formas, y por eso, aunque cambien los nombres, las jurisdicciones o los títulos, seguiremos siendo lo que somos. Nadie puede quitarnos el sentido de filiación divina, la alegría del trabajo ofrecido, ni la unidad de familia que nace de un carisma y no de un reglamento.
San Josemaría solía repetir que “Papas y cardenales ha habido muchos; fundador del Opus Dei, uno solo”. No lo decía con soberbia, sino con lucidez: los papas pasan, los decretos cambian, las reformas se suceden. Pero el don de Dios que se entregó a la Iglesia a través de aquel instrumento concreto permanece. Y nosotros, sus hijos, no vivimos pendientes de la política eclesiástica, sino de esa fidelidad a un espíritu que no depende de ningún despacho.
Por eso, a quienes piensan que la reforma de los estatutos cambiará algo esencial, les decimos con paz: no habéis entendido nada. Roma podrá escribir lo que quiera. Nosotros seguiremos haciendo lo que siempre hemos hecho: trabajar, rezar, sonreír, servir. Ofrecer y encomendar. Ser, en medio del mundo, hijos de Dios. Eso no tiene número de decreto ni fecha de caducidad.
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