Por Daniel B. Gallagher
El Papa León XIV reafirmó recientemente una convicción que los cristianos han sostenido durante siglos: “las instituciones necesitan personas que sepan vivir una sana laicidad, es decir, un estilo de pensar y actuar que afirme el valor de la religión, preservando al mismo tiempo la distinción —no la separación ni la confusión— de la esfera política.”
León llega al corazón de la comprensión de San Agustín del término saeculum, que puede traducirse aproximadamente como “tiempo”, “edad” o “era”. Según Agustín, vivimos en una era en la que todas las instituciones humanas están abarcadas por una historia sagrada definitiva que se cumplirá en la segunda venida de Cristo.
Los cristianos, por tanto, iluminados por el Evangelio, están obligados a actuar dentro de esas instituciones y ejercer influencia sobre ellas de modo que den testimonio, sostengan y promuevan no sólo la dignidad de la persona humana creada a imagen de Dios y redimida por Cristo, sino también —como ha argumentado Russell Hittinger— la dignidad de la sociedad misma.
En resumen, para los cristianos, “secular” no es una mala palabra. Muy lejos de ello. Es, de hecho, la manera correcta de describir la realidad como algo ya redimido, pero que aún espera la plena revelación de lo que esa redención ha obrado. Dado que el saeculum actual no es el horizonte último del hombre, las instituciones seculares gozan de una autonomía legítima, pero sólo en el sentido de una “distinción”, no de una “separación”.
Los recientes comentarios del Papa León se comprenden mejor si volvemos a la concisa recapitulación del mismo concepto hecha por Benedicto XVI en 2006. Hablando ante un grupo de juristas italianos, el difunto Pontífice dijo que es tarea de los creyentes:
“formular un concepto de laicidad que, por un lado, reconozca el lugar que corresponde a Dios y a su ley moral, a Cristo y a su Iglesia en la vida humana, tanto individual como social; y por otro, afirme y respete la ‘justa autonomía de las realidades terrenas’, si con esta expresión, como reafirma el Concilio Vaticano II, se entiende el ‘descubrimiento progresivo, la explotación y la organización de las leyes y valores de la materia y de la sociedad’” (Gaudium et Spes, 36).
Benedicto usa la concepción medieval de saeculum como un contraste frente a la concepción posmoderna. En la Edad Media, “secular” designaba simplemente una distinción entre poderes civiles y eclesiásticos. El destino último del hombre está fuera del tiempo, por lo que su salvación debía ser asunto de la Iglesia. Pero el hombre vive en el tiempo, y por tanto las instituciones seculares son necesarias para atender las necesidades temporales.
El objetivo de la política debe centrarse en los bienes de este orden temporal, principalmente en la paz terrena que Agustín llama tranquillitas ordinis, la “tranquilidad del orden”. El objetivo de la Iglesia debe ser salvaguardar el contenido de la revelación divina y la dispensación de los sacramentos que conducen las almas al Cielo.
Hay necesidad tanto de príncipes como de obispos, aunque muchas veces en la Edad Media uno usurpara la función del otro. Los intentos por resolver tales conflictos siempre se basaron en una comprensión correcta de lo secular, tal como lo definió Agustín y lo explicó Benedicto. En este sentido, como escribe Larry Siedentop, “el secularismo es el don del cristianismo al mundo.”
Robert Reilly explica: “El cristianismo en sí apoyó y defendió la secularización necesaria para el desarrollo del constitucionalismo. La distinción entre Dios y el César, tan esencial para las soberanías separadas de Iglesia y Estado, tiene una sola fuente (es decir, el cristianismo).”
Claramente, el Papa León XIV, de una u otra manera, busca continuar el proyecto crucial que emprendió Benedicto XVI: recordar al mundo este don.
Benedicto se esmeró en advertir que la noción posmoderna de lo secular ha invertido por completo la concepción medieval. “Ha llegado a significar la exclusión de la religión y de sus símbolos de la vida pública, confinándolos a la esfera privada y a la conciencia individual”, dijo.
Es esta actitud la que convirtió “secular” en una mala palabra, al menos para los cristianos.
Se trata de un entendimiento erróneo que pretende justificar la separación total entre Iglesia y Estado, sin dejar espacio para que la primera intervenga en la vida social o en la conducta de los ciudadanos. Implica que lo político es un ámbito arreligioso que debe protegerse de la contaminación de la fe.
Revalorar lo que Agustín, Benedicto y León proponen es crucial en un tiempo en que muchos han perdido la esperanza en las instituciones políticas actuales y claman por un giro serio hacia algún tipo de orden “posliberal”.
Si, como sostiene Patrick Deneen, el “liberalismo” implica un cambio fundamental desde la definición clásica de “libertad” hacia una moderna, según la cual soy libre de disponer de mi propiedad como quiera, entonces evidentemente tenemos un problema.
Pero si la libertad implicada por el liberalismo está destinada a ser moderada por las palabras y acciones de los cristianos que actúan en la esfera pública según una comprensión adecuada de lo “secular”, entonces no hay razón para restringir esa libertad mediante estructuras políticas externas.
En otras palabras, si los cristianos no sólo pueden, sino que están obligados a actuar y hablar en el ámbito “secular” como cristianos, y si el Estado está obligado a permitirles actuar y hablar así, entonces habría una voz firme en la esfera pública a favor del uso responsable de la libertad, ejercida para el bien común, precisamente imponiéndose a sí mismos las restricciones necesarias.
En resumen, recuperar una comprensión adecuada de lo “secular” —una comprensión rotundamente positiva en el sentido agustiniano— inspirará a los cristianos a promover el bien común mucho más eficazmente que cualquier intento de diseñar un Estado posliberal que restrinja la libertad humana con el propósito de dirigir la voluntad de los ciudadanos hacia el bien supremo.
La “sana laicidad” que tiene en mente el Papa León XIV —la misma que Benedicto XVI se esforzó por recordar a Europa y Occidente— ofrece una promesa mayor para el florecimiento humano que la falsa laicidad que busca limitar la libertad humana por medios externos.
Sobre el autor
Daniel B. Gallagher enseña filosofía y literatura en el Ralston College. Anteriormente fue secretario de latín de los Papas Benedicto XVI y Francisco.
