Por Francis X. Maier
Cada pocos años releo a un par de mis autores favoritos. George Orwell, pese a su desdén por lo católico, siempre está en mi lista. Esta vez presté especial atención a su ensayo “The Principles of Newspeak”. Lo añadió a su novela distópica 1984. Como señala Orwell en su texto, el Newspeak —la lengua de Airstrip One (la antigua Reino Unido) en Oceanía— tenía tres vocabularios distintos: A, B y C. El vocabulario B “había sido deliberadamente construido con fines políticos”. Sus palabras “tenían, en todo sentido, una implicación política”. Fueron diseñadas para imponer al usuario una actitud mental deseada.
Una palabra perfecta de ese vocabulario B era duckspeak. Significaba “parlotear como un pato”. En última instancia, para los lingüistas del Newspeak:
se esperaba “que el habla articulada saliera de la laringe sin involucrar en absoluto los centros superiores del cerebro”. Así, como varias otras palabras del vocabulario B, duckspeak era ambivalente en su significado. Siempre que las opiniones graznadas fueran ortodoxas, implicaba elogio, y cuando The Times se refería a un orador del Partido como doubleplusgood duckspeaker, estaba otorgando un cálido y valioso cumplido.
Por otra parte, duckspeak también podía usarse para describir y vilipendiar cualquier opinión que el Partido considerara crimethink. En efecto, las palabras significaban lo que, y sólo lo que, el Partido quería que significaran en cada circunstancia.
El otro autor al que he vuelto este año es el filósofo Augusto Del Noce. Tras flirtear de joven con la izquierda italiana, Del Noce volvió después a su fe católica. En la posguerra hasta su muerte en 1989, escribió una serie de brillantes reflexiones (recogidas aquí y aquí) criticando el pensamiento marxista, la civilización tecnológica, la revolución sexual, la política y teología progresistas y los contornos emergentes del mundo posmoderno.
De especial interés, dado nuestro entorno actual, está su ensayo de finales de los sesenta, “Sobre el progresismo católico”. En él sostenía que:
[M]ientras que una discusión con un intelectual marxista riguroso es posible, no lo es con un progresista católico. No porque lo despreciemos, sino porque él desprecia a su crítico, tratándolo ya desde el principio como alguien que se detiene en un intelectualismo meramente formular. Por tanto, no se discute con un progresista católico, sino delante de él, con la esperanza de que nuestros argumentos puedan brindarle ocasión para estimular su reflexión crítica.
Si la frustración de Del Noce suena familiar, debería. El debate interno católico ha sido crispado desde el cierre del Concilio Vaticano II, con tensiones renovadas en los últimos doce años. Sea cuales sean sus fortalezas, el pontificado de Francisco, pese a su presunta apertura, fue el más autoritario en más de un siglo, resistente incluso a la crítica fiel, laxo en cuestiones de derecho de la Iglesia y marcado por una ambigüedad estudiada en diversos asuntos de doctrina.
Ahora tenemos un nuevo Papa que ha tomado el nombre de “León”. Su predecesor, León XIII, trabajó incansablemente por alinear el mundo moderno con los principios eternos mediante su liderazgo personal y encíclicas como Rerum Novarum. Podemos esperar que León XIV haga lo mismo. Necesitamos con urgencia ese tipo de liderazgo fiel, porque —según el ensayo antes citado de Del Noce— el progresismo católico de hoy, renacido durante los años de Francisco, representa el “inverso exacto” de los esfuerzos de León XIII. Por el contrario, busca “poner al catolicismo en línea con el mundo moderno”.
Esto es más evidente —aunque no exclusivo— en materia de sexualidad. Hay un abismo entre respetar a las personas con atracción al mismo sexo y su dignidad dada por Dios, y afirmar conductas sexualmente destructivas. Canalizando a Del Noce en el Sínodo de los Obispos de Roma de 2018, el arzobispo Charles Chaput, entre otros, subrayó que “lo que la Iglesia sostiene como verdad sobre la sexualidad humana no es un obstáculo. Es el único camino real hacia la alegría y la plenitud”.
Prosiguió argumentando que:
No existe tal cosa como un “católico LGBTQ” o un “católico transgénero” o un “católico heterosexual”, como si nuestros apetitos sexuales definieran quiénes somos; como si estas designaciones describieran comunidades distintas, pero de igual integridad, dentro de la verdadera comunidad eclesial, el Cuerpo de Jesucristo. Esto nunca ha sido cierto en la vida de la Iglesia, y no lo es ahora. Se sigue que “LGBTQ” y lenguaje similar no deberían usarse en documentos de la Iglesia, porque su uso sugiere que se trata de grupos reales y autónomos, y la Iglesia sencillamente no categoriza a las personas de ese modo.
Sin embargo, éste es precisamente el lenguaje divisivo y engañoso que la izquierda cultural de hoy —dentro y fuera de la Iglesia— busca emplear.
¿Así que cuál es el punto de todas las palabras anteriores?
Sólo éste: el diablo es real. Y no es un diablillo caricaturesco y correoso. Si quieres una idea de la grandeza y el poder angélicos, incluso en estado corrompido, lee el poema de Rilke, “The Angels”. Ese es el tipo de criatura, fuera del espacio y del tiempo, cuya genialidad y belleza quedaron envenenadas por su propio pecado de soberbia, que odia al género humano y busca contagiarnos exactamente con su mismo odio a la Creación y a la vida encarnada.
A la vista de los asesinatos en masa a escala industrial del siglo pasado, su promedio es perfecto. Lo único “misterioso” acerca de Satanás es cuánta gente se niega a creer en él; lo cual, por supuesto, sirve muy bien a sus fines. Lo encontramos ahora en el graznido descerebrado de nuestro discurso político (“¡Fascista! ¡Racista! ¡Odiador!”), en el duckspeak de nuestros medios de masas, en el cinismo disfrazado de nuestras ciencias del comportamiento, en el uso tóxico de nuestra sexualidad, en nuestra indiferencia hacia los débiles y sufrientes, y en la mutilación de nuestros cuerpos, que Dios se hizo Hombre para redimir.
Octubre se desliza suavemente hacia el espectáculo grotesco de Halloween en el césped del vecino. Es un mes extraño, lleno de brujas y duendes y pensamientos raros como éstos. Pero me recuerda que, al final —quizá en toda época—, sólo tenemos una elección: el duckspeak, en todas sus muchas formas y vocabularios, o decir la verdad con amor.
Sobre el autor
Francis X. Maier es investigador senior en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center. Es autor de True Confessions: Voices of Faith from a Life in the Church.
