No divide el rito, divide la exclusión: juzguemos por los frutos

Sacerdote celebrando la Misa tradicional relacionada con Summorum Pontificum, mientras fieles rezan pidiendo que Santidad restablezca la unidad litúrgica.

Primero se recluye a quienes aman la Misa tradicional, y luego se les acusa de estar recluidos. Se les aparta y después se usa esa marginación como prueba de que dividen. Es un círculo perfecto de exclusión y culpabilización. Pero la realidad debería ser precisamente la contraria: cuando el Vetus Ordo convive con la forma ordinaria, no genera fractura, sino un equilibrio fecundo. Así lo expuso Benedicto XVI en Summorum Pontificum y en su carta a los obispos: ambas formas del rito romano no deben enfrentarse, sino coexistir en paz. Allí donde se ha aplicado correctamente, se han llenado de nuevo las parroquias y los seminarios.

Desde 1969, la liturgia ha atravesado crisis notorias: abusos, improvisaciones, banalización de lo sagrado, pérdida del sentido del sacrificio. En este contexto, el rito tradicional actúa como un katejón litúrgico, una fuerza de contención que preserva la continuidad de la fe, la centralidad de la adoración y el respeto por el misterio. Su presencia no divide, sino que equilibra; y recuerda a toda la Iglesia que la liturgia no es un experimento humano, sino un don recibido. A la vez, el Novus Ordo facilita que ciertos textos y plegarias se escuchen y se entiendan mejor en una sociedad descristianizada, sin renunciar por ello a la profundidad que ha dado forma al culto católico durante siglos.

Una falacia sin salida

A las comunidades que viven la Misa tradicional se les imputan culpas que no pertenecen a los ritos, sino a la fragilidad humana. Se las acusa de sentirse superiores, de juzgar o de dividir, como si un modo de celebrar arrastrara consigo pecados morales. Es una falacia que nace de un error lógico: se toman palabras o actitudes de individuos y se proyectan sobre un rito milenario. Ese criterio opera de modo asimétrico: nadie juzga el Novus Ordo por los excesos de quienes banalizan el misterio o difunden opiniones abiertamente contrarias a la doctrina; en cambio, basta que un fiel del Vetus Ordo se exprese torpemente para que se atribuya al rito entero un espíritu de división.

Esa asimetría delata que el problema no está en la liturgia, sino en la lectura ideológica de la liturgia. Es una falacia sin salida porque no apela a la razón ni a la verdad, sino a impresiones y temores. Los ritos no juzgan ni se envanecen; los hombres sí. Y allí donde el hombre es débil, la liturgia —celebrada con reverencia— precisamente corrige, educa y eleva.

Por los frutos los conoceréis

Este asunto no debe resolverse con sospechas o sentimientos, sino a la luz de los frutos. ¿Cuántas vocaciones sacerdotales y religiosas surgen en comunidades ligadas al Vetus Ordo? ¿Cuántas familias numerosas, fieles a los sacramentos, viven la fe con alegría, orden y espíritu de servicio? En términos proporcionales, los frutos espirituales nacidos tras Summorum Pontificum son de tal magnitud que sólo se explican sobrenaturalmente. Donde se celebra la liturgia tradicional, florecen vocaciones, crece la confesión frecuente, se fortalece la vida familiar.

Ignorar estos hechos es cerrar los ojos a la acción del Espíritu Santo. No se puede seguir discutiendo con acusaciones vagas mientras se silencian frutos visibles de gracia. Vayan a los seminarios tradicionales, peregeinen a Chartres, a Covadonga, a Luján o a cualquier peregrinación donde la Misa tradicional convoca a miles de jóvenes: se respira amor a la Iglesia, fidelidad al Papa, devoción a los sacramentos y la alegría de pertenecer al Cuerpo de Cristo. No hay división ni exclusivismo, sino comunión vivida con intensidad. Es imposible que un espíritu de soberbia o ruptura produzca semejantes vidas de entrega.

El miedo búmer y el ocaso de un argumentario

Buena parte de la resistencia al Vetus Ordo proviene de un miedo generacional, más sociológico que teológico, heredero de los años setenta: temor a que el cura me dé la espalda, a un idioma que no entiendo, o a que la comunidad pierda protagonismo. Quienes hemos nacido a partir de 1990 no compramos ya esa mercancía setentera. No aspiramos a ser ministros eucarísticos ni a protagonizar un rito horizontal. No sentimos la Misa más cercana porque un parroquiano lea las lecturas o porque el sacerdote improvise. Buscamos lo contrario: lo permanente, lo eterno, el misterio, la intemporalidad, una forma que nos trascienda y nos desplace del centro.

Ese argumentario con el que se desmanteló la Misa tradicional ha envejecido mal. Las grietas son visibles a la luz del tiempo y de los frutos. Aunque algunos —perfiles como Cupich— sigan redactando cartas con aquellos viejos eslóganes, un análisis sereno e intelectualmente honesto ya no sostiene ese marco. Los jóvenes que llenan seminarios vinculados al rito tradicional no añoran un pasado idealizado: buscan profundidad, coherencia y Verdad. Por eso la Misa tradicional, lejos de ser una reliquia, aparece hoy como un signo de esperanza y de unidad real.

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