En los primeros meses del pontificado de León XIV comienzan a dibujarse los contornos de una política litúrgica que, sin declararlo abiertamente, parece querer reconducir la práctica tradicional hacia una forma más “homogénea” de culto. El Papa mantiene el latín, los ornamentos tradicionales y la solemnidad, pero todo indica que el marco normativo preferido será el Misal de 2002, es decir, el Novus Ordo celebrado en latín. En paralelo, el Misal de 1962, forma secular del rito romano, está siendo progresivamente restringido o directamente suprimido en distintas diócesis.
El analista estadounidense Taylor Marshall ha advertido esta tendencia, señalando un patrón que no parece casual: las restricciones no provienen de obispos veteranos ni de las diócesis tradicionalmente reacias al Vetus Ordo, sino de una nueva generación de prelados nombrados durante la etapa del cardenal Robert Prevost al frente del Dicasterio para los Obispos (desde 2023). Y es precisamente entre estos nombramientos recientes —en Estados Unidos, donde Prevost ha tenido especial peso— donde se ha iniciado la ofensiva más visible contra la Misa tradicional.
Los ejemplos son elocuentes. En Knoxville (Tennessee), el obispo Beckman, instalado en julio de 2024, anunció la transición de la Misa de 1962 a la del 2002 en latín en nombre de la “unidad eclesial”. En Charlotte (Carolina del Norte), el obispo Martin, ordenado apenas dos meses antes, adoptó el mismo discurso pastoral y suprimió los grupos estables del rito antiguo. En Austin (Texas), el nuevo obispo García, instalado en septiembre de 2025, repitió la fórmula casi al pie de la letra: primero suprimió la Misa tradicional en su anterior diócesis de Monterey (California) y, al llegar a Texas, volvió a hacerlo en cuestión de semanas. Incluso en Detroit (Michigan), bajo el también recién llegado Weisenburger (marzo de 2025), se han tomado medidas similares.
Todos ellos comparten el mismo perfil: obispos jóvenes, nombrados bajo la gestión de Prevost, formados en un ambiente episcopal de nueva generación y con un discurso común que equipara la “unidad” con la uniformidad ritual. Los documentos que acompañan estas decisiones suelen repetir la misma estructura: reconocimiento de la “riqueza de la tradición”, promesa de mantener el latín y la reverencia, y a continuación la sustitución del Misal de 1962 por el de 2002 “con todas las opciones tradicionales permitidas por sus rúbricas”. Se trata, en definitiva, de una operación de reemplazo litúrgico envuelta en lenguaje de comunión.
Marshall resume este fenómeno con la expresión “corral theory”, una suerte de “teoría del corral”. Según esta visión, Roma habría decidido dejar que los fieles apegados a la liturgia tradicional se concentren en un espacio cada vez más reducido: institutos específicos como la FSSP o el Instituto de Cristo Rey, mientras que las parroquias diocesanas ordinarias quedarían reservadas al Novus Ordo, aunque revestido de latín y solemnidad. El objetivo sería acotar, no dialogar; canalizar, no acompañar. El resultado es que, poco a poco, la Misa tradicional deja de ser una opción viva dentro de la estructura ordinaria de la Iglesia y pasa a ser un “indulto” marginal, un gueto controlado.
El discurso oficial, sin embargo, evita hablar de supresión. Se invoca la “unidad”, se denuncia la “polarización” y se promete que los “tesoros de la tradición” serán conservados. Pero en la práctica, el mensaje a los fieles es claro: quien desee el latín, lo tendrá en el Novus Ordo; quien insista en el 1962, queda fuera del camino de la unidad. En el nuevo marco semántico, la fidelidad a una forma litúrgica milenaria se traduce en desobediencia, y la obediencia consiste en aceptar la versión reformada como única legítima.
La paradoja es evidente. Las comunidades que hoy pierden sus misas tradicionales suelen ser las más vivas: familias numerosas, jóvenes practicantes, vocaciones sacerdotales y religiosas, alta participación dominical. Son núcleos de fe ferviente y fidelidad doctrinal. Y, sin embargo, son presentadas como un problema pastoral o un foco de división. Mientras tanto, abundan las diócesis donde la comunión eclesial se confunde con experimentación litúrgica y relativismo moral, sin que nadie hable de “unidad”.
Detrás de todo esto se perfila un cambio de estrategia. Si el pontificado de Benedicto XVI apostó por la coexistencia pacífica de las dos formas del rito romano —la “mutua enriquecedora” de Summorum Pontificum—, el nuevo rumbo parece apuntar a una uniformidad de facto, con latín permitido pero bajo control, y una única expresión litúrgica reconocida: la reforma postconciliar. No se trata de un ataque frontal, sino de un desplazamiento progresivo, discreto y burocrático, ejecutado diócesis por diócesis por obispos que comparten la misma hoja de ruta.
Quizá la palabra clave del momento sea precisamente “unidad”. Pero una unidad entendida como uniformidad no es comunión, sino disciplina. Y una disciplina que margina lo que durante siglos ha sido fuente de santidad y vocaciones no fortalece a la Iglesia, sino que la empobrece. El peligro no es el latín —que el propio León XIV valora—, sino que el latín se convierta en un ornamento vacío, despojado del alma que lo sostenía: la liturgia tradicional.
Por eso, más allá de simpatías o estilos, el debate actual no es entre “viejos” y “modernos”, sino entre una Iglesia que integra su herencia y otra que la administra.
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