Jerez de la Frontera, 14 de octubre de 2025
Excelentísimo y Reverendísimo, y muy querido señor Obispo de esta diócesis de Asidonia-Jerez;
reverendos señores Sacerdotes;
muy apreciadas Misioneras de las Doctrinas Rurales;
señoras y señores:
Con sumo gusto me dirijo a todos ustedes en esta tarde otoñal y en este siempre primaveral Jerez, ciudad de fe, de arte y de nobleza. Y lo hago para presentar el libro Estoy enamorada del Señor, fruto de una larga y agradecida investigación sobre la vida de María Isabel González del Valle, la mujer ovetense que trajo a Andalucía el alma culta y musical del Oviedo y la entregó a los pobres, a los niños, a los sencillos, en forma de fe, de educación y de ternura.
El título del libro —Estoy enamorada del Señor— no es un adorno ni un hallazgo literario. Es una frase suya, dicha con la naturalidad de quien la vive. Contiene toda su biografía y todo su secreto. En ella se resumen sus raíces, su vocación y su destino: la hija de una familia asturiana, pudiente, culta y musical, que acabó muriendo pobre, desconocida y alegre en una humilde vivienda de esta ciudad de Jerez de la Frontera, después de haber gastado su vida por amor a Cristo y a las almas.
El itinerario de una vida luminosa
María Isabel nació en Oviedo en 1889, duodécima de quince hermanos, en una familia donde la música era lengua paterna. Su padre, don Anselmo González del Valle, pianista y mecenas, había dado a la ciudad su primera Sociedad Filarmónica. En aquel hogar se respiraban la cultura, la elegancia y el sentido del deber, tres rasgos que ella transformó más tarde en apostolado y caridad.
En 1920, en Madrid, durante unos Ejercicios espirituales de San Ignacio, sintió la llamada interior de Dios con una claridad que ya no la abandonaría nunca. A los pocos meses conoció al jesuita Padre Tiburcio Arnáiz, con quien iniciará la Obra de las Doctrinas Rurales, una de las aventuras espirituales más bellas, apostólicas y discretas de la Iglesia española del siglo XX.
Aquella obra no fue una congregación al uso, sino un movimiento de evangelización sencilla y heroica, donde se unían la enseñanza, la catequesis, la promoción humana y la presencia eucarística. María Isabel entendió que la pobreza del campo andaluz precisaba algo más que recursos: necesitaba dignidad, belleza y fe. Así lo había aprendido en su casa asturiana: la belleza educa, ennoblece y eleva. Y con esa convicción recorrió aldeas y cortijos, subió caminos polvorientos, enseñó a leer y a rezar, fundó pequeñas escuelas, y cuidó con infinito esmero la liturgia de cada pobre iglesia.
Siempre enferma, con una salud quebradiza desde joven, trabajaba sin descanso. Sus viajes eran penitencia y apostolado. Dormía en casas humildes, comía lo que había, vestía con sobriedad. Pero en medio de todo ello irradiaba una serenidad que impresionaba. Sabía que la alegría es el perfume del alma que ama a Dios.
El tránsito hacia Jerez
Tras la muerte del Padre Arnáiz en 1926, María Isabel continuó la obra bajo la dirección de otro jesuita, el Padre Bernabé Copado, S. J., que sería su nuevo guía espiritual. Cuando la Guerra Civil sacudió España y la Compañía de Jesús fue disuelta y dispersada, el Padre Copado fue destinado a Jerez de la Frontera, y María Isabel —ya muy enferma, agotada por los años de sacrificio— lo siguió movida por la obediencia y por la fidelidad al espíritu de la Obra.
Llegó a Jerez sin medios, sin casa propia, sin contactos, confiando sólo en la Providencia. Encontró refugio en una modesta vivienda alquilada, de paredes desnudas, donde se instaló con tres jóvenes compañeras que compartían su ideal de vida. Eran tiempos de penuria, de martirio y de silencio. En esa casa, casi sin muebles, dormían sobre jergones, comían con dificultad, y pasaban horas en oración.
La pobreza era extrema. A veces no podían pagar el alquiler. En ocasiones carecían incluso de pan. Pero María Isabel sabía que el Señor paga al contado. apenas podía levantarse, su cuerpo estaba consumido, su rostro pálido, pero su sonrisa era inalterable. Tenía el hígado destruido por los constantes cólicos nefríticos y los incesantes cálculos que le producían dolores constantes y atroces, pero su alma ardía.
En esa atmósfera de abandono, en medio de una España desgarrada por el odio, vivió sus últimas semanas como un canto suave y silencioso a la esperanza. No se quejaba. No pedía nada. Rezaba, escuchaba, enseñaba a las tres jóvenes a amar al Señor y a los pobres. Les repetía que fuesen alegres, porque el amor sufre, pero no se lamenta.
Murió el 6 de junio de 1937, un domingo, en plena guerra, sin auxilios médicos, sin comodidades, sin más testigos que las tres jóvenes que la acompañaban, que la vieron morir dulcemente, con la mirada fija en el crucifijo. Tenía cuarenta y siete años. Ninguna autoridad, ninguna comunidad, solo un sacerdote que pudo asistirla en su agonía. Murió pobre, enferma y desconocida, pero abrazada al Amor de su vida.
Su entierro fue tan humilde como su habitación: un sencillo féretro, un breve responso, un carro que la llevó al cementerio entre el silencio de una ciudad herida. Pero aquel cortejo pobre fue, a los ojos de Dios, una procesión de ángeles.
Años más tarde, cuando la paz ya había vuelto a España, sus restos fueron trasladados a la Sierra de Gibralgalia, en Málaga a aquella coqueta inglesita que su empeño, unido al del Beato Tiburcio Arnáiz consiguió levantar para sus queridos serranos. Era el lugar donde había nacido la primera Doctrina Rural. Allí reposa su cuerpo, pero algo de su alma quedó sobrevolando en este Jerez, donde había vivido su “viernes santo” de amor entregado y pobreza feliz.
El libro
El libro que hoy presentamos es el resultado de varios años de trabajo paciente, no principalmente mío. Lo he elaborado a partir de un abundantísimo material —cartas, crónicas, notas manuscritas, recuerdos orales y documentos inéditos— que me ofrecieron generosamente las Misioneras de las Doctrinas Rurales, herederas y testigos del espíritu de su venerada María Isabel, cuyo proceso de canonización han logrado incoar hace poco más de un año en Málaga. Puedo decir, con gratitud y asombro, que el material recibido hubiera permitido escribir un volumen diez veces mayor.
He procurado ordenar todo ese caudal con fidelidad, respeto y cariño, trazando un hilo narrativo que permitiera al lector descubrir el alma de María Isabel en su propio itinerario vital, sin artificios y sin retoques. No he querido hacer un libro piadoso, sino verdadero. Ni un retrato idealizado, sino humano y lleno de luz. He intentado que el lector escuche su voz, sienta su estilo, vea su sonrisa y comprenda cómo una mujer educada entre partituras y tertulias se convirtió, por amor a Cristo, en misionera de aldeas, maestra de pobres y madre de almas.
La redacción del libro se apoya en tres ejes: la formación cultural y espiritual recibida en Oviedo; la conversión ignaciana y el encuentro con el Beato Arnáiz; y, finalmente, la madurez apostólica y la consumación en Jerez, donde la belleza se hizo sacrificio y el sacrificio se hizo canto.
En sus páginas se entrelazan historia y contemplación. Se suceden los escenarios —Oviedo, Madrid, Málaga, Gibralgalia y otros cien pueblos andaluces y por fin, Jerez— como pentagramas de una misma composición melódica. Todo en ella suena a armonía, incluso el dolor. La suya fue, verdaderamente, una existencia musical: afinada por la gracia, templada por la enfermedad, sostenida por la fe.
El sentido de esta presentación
Venir a Jerez con este libro es volver al santuario oculto de su entrega. Aquí, donde se apagó su cuerpo, brilla su espíritu. Aquí, donde vivió su pobreza más profunda, alcanzó su libertad más alta. Esta ciudad fue para ella el altar del sacrificio, pero también la cuna de una obra que no ha dejado de dar fruto.
Hoy, las Misioneras de las Doctrinas Rurales continúan su misión en aldeas y pueblos, enseñando, rezando, sirviendo, con la misma dulzura y el mismo fuego. Ellas son el milagro permanente de su vida, la prueba de que la semilla que se entierra en lágrimas brota siempre en resurrección.
En María Isabel se cumple lo que el Evangelio dice del grano de trigo: “Si no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere, da mucho fruto.” María Isabel murió casi sola, y su soledad floreció en comunidad. Murió pobre, y su pobreza se volvió fecunda. Murió en silencio, y su silencio se ha convertido en palabra viva para toda la Iglesia.
La frase que da título a este libro, Estoy enamorada del Señor, ilumina hoy esta tarde jerezana. En esa exclamación espontánea que, orando en la iglesia de Gibralgalia, ella comunicó al Padre Arnaiz, caben el apostolado y la pobreza, la enfermedad y la alegría, la cultura y la caridad. No era una frase para ser dicha; era una vida para ser vivida.
Y por eso, porque vivió enamorada del Amor, su muerte tuvo la transparencia de un amor consumado. En esta ciudad que tanto se le parece —fuerte y delicada, generosa y creyente, alegre y abierta, clara y fecunda, culta y popular— resuena aún su voz joven y serena, repitiendo desde el cielo, con la misma sonrisa que tuvo en la tierra:
“Estoy enamorada del Señor.”
Conclusión
Al concluir esta presentación, no puedo sino expresar una profunda satisfacción interior: la de ver finalizado un trabajo largo y entrañable, que nació de la admiración y se alimentó del agradecimiento. Cada página de este libro ha sido escrita ante la presencia de Dios, y en comunión con tantas hermanas que, desde el silencio, prolongan la obra y el espíritu de María Isabel.
Mi gratitud se dirige, ante todo, al señor Obispo de esta diócesis de Asidonia-Jerez, por su presencia gentil y obsequiosa; a las Misioneras de las Doctrinas Rurales, que mantienen viva la llama; y a todos ustedes, fieles de esta tierra mariana, simpática y rumbosa, que saben acoger con alma grande lo que nace del Evangelio.
Agradezco a Jerez, esta ciudad tan rica en historia y tan humana en su fe, su belleza alegre y serena, su arte y su hondura, su cría de caballos señoriales, sus viñas centenarias y sabrosas, su don de hospitalidad y su regusto a verdad, en medio de mil chalaneos de aquella restallante feria de abril que cantara Pemán, uno de sus mejores hijos. Aquí todo parece decir, con nobleza y sencillez, que la vida merece ser vivida cuando se ofrece por amor. Aquí, donde reina María Santísima, Señora del Carmen y de la Merced, dos nombres que son caricia y refugio, María Isabel descansó, envuelta en la ternura de la Virgen.
Doy gracias, sobre todo, a Dios Uno y Trino, por Su hermosura inefable, por Su bondad que atrae y transforma, y por la gloria que refleja y trasmina en Sus santos. Porque al contemplar a María Isabel —mujer frágil y fuerte, culta y sencilla, alegre y crucificada— comprendemos mejor la hermosura de Dios mismo, que reverbera en los que Le aman.
Que Él reciba, como ofrenda, este libro nacido del amor; que bendiga a quienes lo lean, y que permita que el ejemplo de María Isabel González del Valle siga despertando vocaciones de belleza, de servicio y de santidad.
Y que, al salir de aquí, podamos decir también, con alegría y con verdad, junto a ella:
“Estoy enamorado del Señor.”
Muchas gracias.
Alberto José González Chaves
