Los curas «influencers», entre abandonos y narcisismo

padre damián smdani

Por cada sacerdote que abandona la barca de Pedro en plena tormenta, hay otros que —como en el Titanic— cantan y bailan, perfectamente a gusto con la situación actual. El papel de las redes sociales alimentando el narcisismo; y el de la Iglesia, cuyo enfoque hoy es boomer y poco prudente.

Por Roberto Marchesini

Es ya un goteo constante: después de don Minutella y el padre Giorgio Maria Farè, también don Leonardo Maria Pompei ha sido gravemente sancionado por la Iglesia católica por sus reacciones al pontificado del papa Francisco y, en general, a la orientación que la Iglesia ha tomado sin titubeos en las últimas décadas, consideradas por las legítimas autoridades incompatibles con la pertenencia eclesial. Cierto, se trata de posiciones distintas, más o menos comprensibles y justificables; pero el hecho es que el primero ha sido excomulgado —lo que decreta la ruptura de la comunión con la Iglesia— y además dimitido del estado clerical; el padre Farè recibió una excomunión por vía extrajudicial del Superior de los Carmelitas, actualmente suspendida por haber sido recurrida; el último está suspendido a divinis. En todo caso, los tres han desorientado a un número nada despreciable de fieles, creando fracturas y divisiones en el Cuerpo místico de Cristo.

Esta actitud, que deja atónitos, recuerda reflexiones ya compartidas con los amables lectores de la Bussola. La barca de Pedro está a merced de la tormenta y la tentación de abandonarla es fuerte; se eleva un grito: «Maestro, ¿no te importa que perezcamos?». Y el Maestro responde: «Hombres de poca fe». Sí, porque este es un problema de fe. ¿Puede el Dios omnisciente ignorar lo que sucede a su Iglesia? ¿Es posible que ocurra algo que Él no haya permitido? ¿No existe, pues, la Divina Providencia? ¿Y si todo esto fuera para «una alegría más cierta y más grande», como escribía Manzoni? ¿Y si hubiéramos comenzado el descenso hacia la definitiva «plenitud de los tiempos», preludio de la segunda venida de Cristo?

Sin embargo, al parecer, por cada sacerdote que entra en conflicto con la barca de Pedro en la tormenta, hay otros que —como en el Titanic— cantan y bailan, perfectamente a gusto con la situación actual. Pienso en algunos sacerdotes protagonistas del «Jubileo de los influencers católicos y de los misioneros digitales», algunos de los cuales han publicado reels (breves vídeos en redes sociales) haciendo toques con el balón en el presbiterio: «No son los chicos los que tienen que ir a la iglesia, es la Iglesia la que debe ir a los chicos». La Iglesia «en salida», precisamente; que deja solo al Santísimo Sacramento.

Por no hablar de los curas DJ o de las posturas bastante discutibles del cura youtuber más célebre. En este caso, el foco parece ponerse en la animación, en el entusiasmo, para «implicar a los jóvenes». ¿Con qué fin? ¿O es que la animación, el entusiasmo mismo, son el fin? Alguien más entrado en años debería explicar a estos jóvenes sacerdotes llenos de brío que cancioncillas y animación no son ninguna novedad; es un enfoque pastoral que la Iglesia adoptó hace décadas. Y los resultados no parecen tan arrolladores.

Pero quizá estos sean dos caras de la misma moneda: la exposición de lo sagrado en las redes sociales.

Hoy todos parecen percatarse de los daños espantosos provocados por los medios digitales; a modo de ejemplo, cito un documento del Senado de la República: «Están los daños físicos: miopía, obesidad, hipertensión, trastornos musculoesqueléticos, diabetes. Y están los daños psicológicos: adicción, alienación, depresión, irascibilidad, agresividad, insomnio, insatisfacción, disminución de la empatía. Pero lo que más preocupa es la progresiva pérdida de facultades mentales esenciales, las facultades que durante milenios han representado lo que sumariamente llamamos inteligencia: la capacidad de concentración, la memoria, el espíritu crítico, la adaptabilidad, la capacidad dialéctica… Son los efectos que el uso —que en la mayoría de los casos no puede sino degenerar en abuso— de smartphones y videojuegos produce en los más jóvenes. Nada diferente de la cocaína. Las mismas, idénticas, implicaciones químicas, neurológicas, biológicas y psicológicas».

De ello se ha dado cuenta el ministro de Educación y Mérito, que ha dispuesto la extensión de la prohibición de uso de smartphones también a la enseñanza secundaria, con entrada en vigor a partir del nuevo curso escolar 2025/26.

No se ha dado cuenta la Iglesia, que sigue teniendo, frente a las herramientas digitales, una actitud boomer, de entusiasmo por las «felices suertes y progresivas» que las redes sociales ofrecerían a la evangelización; o quizá por los sonidos y luces de colores que salen de las pantallas. Ninguna advertencia, ninguna prudencia, respecto a ellas. ¿Y si los abandonos sacerdotales por un lado y las «exageraciones sensacionalistas» por el otro fueran un efecto de estas herramientas? ¿El hecho de que los likes y los followers creen fenómenos de narcisismo, inflen una burbuja de omnipotencia, hagan olvidar el sentido común… estas cosas valen solo para los chicos? ¿O también la autocelebración y la búsqueda de validación externa son efectos en los que pueden incurrir los sacerdotes que utilizan de modo despreocupado estos instrumentos?

Esperamos —ojalá no en vano— una palabra de sabiduría por parte de la Iglesia sobre las herramientas tecnológicas digitales y sus peligros. Con retraso respecto al mundo, como siempre le ocurre a quien va a remolque.


Artículo publicado en La Nuova Bussola, traducido por InfoVaticana.

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