Ayer publicamos dos noticias que retratan, con crudeza insoportable, la situación del clero en España. Una exclusiva de InfoVaticana: el vídeo de «Josete», el sacerdote que durante años se paseó por Madrid como referente progresista, apareciendo ahora en un bar de ambiente de Chueca, presumiendo en público del tamaño del miembro de su pareja. Y otra noticia, salida en la prensa nacional: la detención de Carlos Loriente, canónigo de la Catedral de Toledo, que además ejercía de inquisidor, sorprendido en Torremolinos con cocaína rosa y camino de una orgía homosexual.
Dos escándalos en un mismo día. ¿Dos casos aislados, una simple casualidad? ¿O la confirmación de lo que llevamos años denunciando en solitario, entre cuchilladas, insultos y desprecios: que la Iglesia en España está tomada por una mafia de clérigos homosexuales y encubridores, que viven a cuerpo de rey mientras destrozan la fe de los fieles?
El silencio que mata
A raíz de estas publicaciones, un buen número de sacerdotes nos han escrito. Mensajes de apoyo, lamentos, incluso lágrimas compartidas. “Qué razón tenéis”, “qué duro es esto”, “qué vergüenza”, “qué mal está todo”. Pero aquí surge la pregunta que no podemos dejar en el aire: ¿y vosotros qué hacéis?
Porque los sacerdotes buenos existen, los conocemos, los queremos y los apoyamos. Pero si su papel se limita a mandarnos mensajes de palmadita en la espalda mientras en público callan, obedecen órdenes injustas de vicarios abiertamente homosexuales o de obispos y cardenales encubridores, si lo único que hacen es lamentarse en privado y luego en público poner a parir a quienes destapamos estas cloacas, ¿no se convierten también en cómplices?
¿Víctimas o encubridores pasivos?
El silencio de los buenos no es neutral. Es atronador. Es el cemento que mantiene en pie el edificio podrido. Es la coartada que permite a estos clérigos corruptos seguir viviendo como quieren, seguros de que nadie de dentro les plantará cara.
También son culpables, menos, los que, sabiendo lo que pasa en sus arciprestazgos, en sus vicarías, en sus reuniones pastorales, prefieren mirar al suelo y seguir obedeciendo.
Cada día me conmueve menos el sufrimiento de esos curas que dicen “no puedo hacer nada”. Sí pueden. Pueden levantar la voz, pueden negarse a obedecer órdenes inmorales, pueden denunciar a sus superiores, pueden unirse entre ellos. Lo que no pueden es seguir callados y pretender que su silencio les absuelve.
El silencio de los buenos es hoy la mayor victoria de los malos. Y si no lo rompen, si no se rebelan, pasarán a la historia no como víctimas, sino como cómplices de una Iglesia que se hundió entre aplausos hipócritas y silencios cobardes.