La Iglesia Católica se enfrenta a un problema grave, mucho más serio de lo que parece. No se trata de puritanismo ni de morbo, sino de justicia. Cuando se habla de la dimisión del estado clerical —expulsar a un sacerdote e inhabilitarlo de por vida—, no puede ser que la decisión dependa del capricho, la simpatía o los intereses de turno. Sin un estándar probatorio claro y universal, la disciplina eclesiástica se convierte en un arma arbitraria, en manos de quien quiera usarla. Hoy un cura puede ser fulminado por un desliz privado, y mañana otro puede seguir al frente de parroquias mientras vive públicamente en concubinato. La contradicción es sangrante y el daño a la credibilidad de la Iglesia, incalculable.
El caso de José Castro Cea, alias “Josete”
Un ejemplo escandaloso lo encontramos en Madrid con el sacerdote José Castro Cea, conocido como “Josete”. Este apareció en un teatro (vean el video) grabado para redes sociales, acompañado de su pareja homosexual, y allí confesó llevar tres años de relación con él y relató que se conocieron en una orgía sexual. Todo esto, en público, con carcajadas, luces y cámaras. Los hechos encajan claramente con una situación deconcubinato con escándalo público. El Código de Derecho Canónico lo recoge como una de las causas que pueden justificar la dimisión del estado clerical. Aquí no hay dudas: hay reconocimiento explícito, hay publicidad, hay escándalo. Sin embargo, la consecuencia ha sido ninguna. Silencio absoluto. Josete sigue al frente de sus responsabilidades, como si nada.
El contraste: el cura liquidado por tres encuentros secretos
Mientras tanto, otro sacerdote, cuyo expediente completo hemos estudiado en InfoVaticana y que pronto dará que hablar, fue fulminado del estado clerical por tres encuentros privados e inadecuados, en los que ambas partes confirmaron que ni siquiera hubo relaciones completas. Ni concubinato, ni escándalo público. Un desliz, sí; un pecado, desde luego; pero un hecho discreto, secreto, sin difusión ni notoriedad. El resultado fue la dimisión del estado clerical e inhabilitación profesional inmediata. Una condena absolutamente desproporcionada si se compara con la pasividad en el caso de Josete. ¿Qué había detrás?
El vacío legal que abre la puerta a la injusticia
La conclusión es clara: la Iglesia vive instalada en una inseguridad jurídica intolerable. Los sacerdotes no saben qué se considera escándalo público, qué se entiende por concubinato ni qué pruebas hacen falta para aplicar la pena más grave que puede recibir un clérigo. El vacío legal convierte el derecho canónico en un campo minado: al que cae mal, lo liquidas por un desliz privado; al que tiene apoyos, lo mantienes en el cargo aunque viva en escándalo público. Dicho con crudeza: cualquier sicario con alzacuellos puede utilizar el derecho canónico para destruir a quien le estorbe. Y eso es intolerable.
¿Qué hacer para frenar la arbitrariedad?
La Iglesia no puede seguir así. Necesita definiciones claras de “concubinato” y “escándalo público” que no dejen lugar a interpretaciones interesadas. Necesita pruebas sólidas y objetivas antes de aplicar la dimisión: testigos, documentos, reconocimiento público, no simples rumores o sospechas. Necesita además graduar las sanciones: no es lo mismo un desliz privado que un concubinato exhibido ante las cámaras sin rubor. Y sobre todo necesita transparencia y coherencia: que se apliquen los mismos criterios para todos, sin favoritismos ni represalias.
Conclusión
La Iglesia debe dar ejemplo de justicia. No puede castigar con saña a quien cae en una falta privada y, al mismo tiempo, mirar hacia otro lado cuando un sacerdote vive públicamente en escándalo. Esa doble vara de medir destruye la confianza, hiere a los fieles y humilla al propio clero. El problema ya no es moral, es jurídico. Sin un estándar probatorio único, la disciplina eclesiástica se convierte en un instrumento de arbitrariedad. Y con la arbitrariedad, lo que se impone no es la justicia del Evangelio, sino la ley del más fuerte.