Por Andrew Shivone
Recientemente asistí a un partido de béisbol profesional en Texas. El juego se llevó a cabo en un estadio completamente nuevo, de varios miles de millones de dólares, que posee todas las comodidades imaginables. Se jugaba bajo techo, a unos agradables 21 grados, y los refrigerios podían pedirse desde una aplicación gratuita y llegar en menos de cinco minutos.
Sin embargo, lo que más me llamó la atención fue lo difícil que resultaba ver el partido. Salvo cuando la pelota estaba en juego, las pantallas gigantes y los altavoces estaban constantemente “entreteniendo” al público o vendiendo algún producto.
No hubo —y lo digo literalmente— ni un solo momento de silencio en toda la velada. El drama pausado del béisbol, que sólo puede disfrutarse con atención, fue ahogado por un tsunami de ruido.
Es curioso que toda esta actividad, supuestamente diseñada para generar emoción y participación, tenía un efecto sedante sobre la multitud. Apenas si alguien parecía estar entretenido.
Después del partido, recordé un ensayo breve pero iluminador del filósofo Josef Pieper, titulado “Aprender a ver de nuevo”, en su libro Only the Lover Sings: Art and Contemplation. Allí, Pieper señala que el asalto incesante de imágenes y ruido adormece nuestra sensibilidad hacia la realidad.
Él propone dos remedios que, a mi juicio, son especialmente valiosos para las escuelas católicas hoy.
En primer lugar, propone que emprendamos un régimen personal de abstinencia y ayuno frente al bombardeo de ruido. El objetivo aquí es mantener a distancia el “ruido de las banalidades diarias” para abrir un espacio a la observación y recepción silenciosa y cuidadosa.
Pero no basta con estar en silencio y en actitud pasiva. Por eso, Pieper añade una segunda sugerencia: el remedio más eficaz es “ser activo en la creación artística, produciendo formas y figuras visibles”. Escribe que “el simple intento de crear una forma artística obliga al artista a mirar con nuevos ojos la realidad visible; requiere una observación auténtica y personal.”
Lo que Pieper describe aquí es precisamente lo que las escuelas católicas deberían intentar realizar en sus aulas. Primero, buscamos crear una cierta tranquilidad, un ambiente de paz en las aulas y demás espacios escolares, que requiere al principio algo de abstinencia y dominio de sí. Pero eso es solo la condición inicial para aprender. Lo segundo es lograr que los propios estudiantes creen activamente: participando en conversaciones reales, cantando, dibujando un objeto o argumentando una tesis.
Aunque los estudiantes no lleguen a ser compositores, ni pintores, ni siquiera tengan que argumentar en público, estas actividades son sumamente valiosas. Porque no se hacen únicamente para desarrollar habilidades o aprender una materia, sino para aprender a estar atentos y a cuidar de la realidad que los rodea.
Al aprender a crear, aprendemos a percibir y atender. Podríamos incluso decir que aprendemos algo del sufrimiento propio del amor.
Vayamos un poco más lejos aún que Pieper. El esfuerzo por crear y conocer no sólo nos ayuda a atender al mundo y a las personas, sino también a aprender a atender a Dios en la oración.
El hábito del estudio y de la creación cuidadosa da su fruto más alto en la unión amorosa y contemplativa con Dios. Ciertamente, la capacidad de hacer esto es una gracia, pero como toda gracia, actúa también a través y en nuestros propios esfuerzos.

La gran filósofa judía Simone Weil lo señala en su hermoso ensayo sobre el estudio y la oración:
Si concentramos nuestra atención en intentar resolver un problema de geometría, y después de una hora no estamos más cerca de la solución que al comienzo, sin embargo, hemos avanzado cada minuto en otra dimensión más misteriosa. Sin saberlo ni sentirlo, ese aparente esfuerzo estéril ha llevado más luz al alma. El resultado se descubrirá un día en la oración. Es más, puede que se haga sentir en alguna parte de la inteligencia sin relación alguna con las matemáticas. Quizás quien hizo ese esfuerzo fallido un día sea capaz de captar con más viveza la belleza de un verso de Racine. Pero es seguro que ese esfuerzo dará fruto en la oración. No hay ninguna duda al respecto.
Por eso es tan importante que nuestras escuelas católicas sean lugares de verdadera creatividad y estudio, y también por eso las escuelas católicas no deben jamás someterse a la tiranía de la tecnología ruidosa. Por encima de todas las demás tareas, debemos cultivar el hábito de la atención y la humildad que nos permita sentarnos a los pies de nuestro Salvador y atenderlo a Él.
Acerca del autor:
El Dr. Andrew Shivone es presidente del St. Jerome Institute en Washington, D.C. Obtuvo su doctorado en Teología en el Instituto Pontificio Juan Pablo II, con una tesis sobre la filosofía de la educación y la infancia en el pensamiento del tomista alemán Ferdinand Ulrich. Ha publicado artículos y traducciones en Humanum Journal y Communio, y prepara actualmente una traducción del libro de Ulrich sobre infancia y educación, Der Mensch als Anfang (El hombre como comienzo).
