Los acontecimientos recientes han puesto de relieve dos maneras de entender la relación entre el cristiano y quienes le hostigan o incluso le destruyen. En pocas horas hemos visto, por un lado, el llamado del Papa León XIV a una “cultura de la reconciliación” donde se afirma que “no existen enemigos: hay solo hermanos y hermanas”. Y por otro, la reacción del obispo Joseph Strickland invitando a rezar por el asesino de Charlie Kirk, con palabras profundamente evangélicas: “El mayor tributo que podemos hacer a Charlie es orar para que su asesino se convierta a Jesucristo, Nuestro Señor y Salvador”.
Ambos mensajes nacen de una preocupación pastoral auténtica, pero no significan lo mismo. Y aquí se juega una cuestión teológica de fondo que no es secundaria: ¿existen o no existen enemigos?
La Escritura y el enemigo
El lenguaje bíblico es claro. Desde los salmos hasta las cartas paulinas, la Escritura habla una y otra vez del “enemigo”. El salmo 42, con el que comienza la misa tradicional latina, pone en labios del sacerdote: “Júzgame, oh Dios, y defiende mi causa contra gente impía; líbrame del hombre inicuo y engañoso” (Sal 42,1). El salterio es abundante en súplicas contra quienes hostigan al justo. Jesús mismo, en el Evangelio, no niega la existencia de enemigos, sino que, precisamente por reconocerlos como tales, enseña algo inaudito: “Amad a vuestros enemigos y orad por los que os persiguen” (Mt 5,44).
Si no hubiera enemigos, este mandato perdería todo su filo. Amar a un hermano que te ama no es difícil ni exige gracia especial; amar a quien te persigue, a quien quiere tu mal, a quien te odia, sí lo es. El mérito y la radicalidad evangélica se encuentran aquí.
El peligro de la ingenuidad
Decir que “no existen enemigos” puede sonar compasivo, pero teológicamente es problemático. La revelación cristiana no es ingenua respecto a la existencia del mal. Existe un enemigo por excelencia —Satanás, el adversario—, y existen personas que, en mayor o menor medida, se alinean con el mal y obran en su nombre. Negar esta realidad es desarmar al cristiano de la vigilancia espiritual a la que continuamente invita el Nuevo Testamento: “Sed sobrios y vigilad: vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quién devorar” (1 Pe 5,8).
La historia de la Iglesia está marcada por persecuciones, mártires y hostilidad. El Señor advirtió: “Si a mí me han perseguido, también a vosotros os perseguirán” (Jn 15,20). En ese sentido, la enseñanza de que no existen enemigos no solo es ingenua, sino peligrosa: expone a la comunidad cristiana a perder conciencia de la batalla espiritual real en la que está inserta.
Amar al enemigo: la paradoja cristiana
La grandeza del Evangelio no está en negar la enemistad, sino en transformar la relación con el enemigo. El obispo Strickland, en su tuit, expresa con crudeza evangélica esta verdad: reconocer que un asesino es enemigo, y sin embargo orar por él, pedir su conversión, buscar su bien. No se trata de dulcificar la realidad, sino de trascenderla por la gracia.
Aquí se encuentra la auténtica teología del amor cristiano: el enemigo es real, y por eso mismo es más real aún la llamada a querer su salvación. Quien nos persigue no deja de ser persona amada por Dios y redimida por la sangre de Cristo. Negar su condición de enemigo hace irrelevante el mandato de Cristo. Afirmar su enemistad, pero amarle, es la radicalidad que escandalizó al mundo antiguo y que sigue siendo piedra de tropiezo.
La teología cristiana no puede permitirse la superficialidad ni la ingenuidad. Sí tenemos enemigos, como enseña la Escritura y como lo demuestra la experiencia histórica de la Iglesia. Pero la victoria del Evangelio consiste en no odiarlos, sino en desear su bien y su conversión. En este punto, la postura del obispo Strickland se alinea mejor con la tradición bíblica y patrística que el discurso demasiado naíf del Papa León XIV.
El cristianismo no diluye el mal ni lo oculta bajo palabras de fraternidad abstracta. Lo afronta de cara: reconoce al enemigo, y precisamente porque lo reconoce, se atreve a amarle. Esa es la paradoja gloriosa de la cruz y la auténtica radicalidad del Evangelio.
