La dimisión clerical como argucia para evadir la justicia: una práctica ilegal y escandalosa

La dimisión clerical como argucia para evadir la justicia: una práctica ilegal y escandalosa

En algunas diócesis ha sido desgraciadamente frecuente un recurso tan cómodo como ilegítimo: fomentar que Roma acepte la dimisión voluntaria del estado clerical de sacerdotes acusados de abusos o delitos graves con el pretexto de “resolver” cuanto antes un asunto incómodo. Con esta vía de escape se evita abrir un proceso penal canónico, se prescinde de documentar los hechos y se cierra el caso en falso, como si todo quedara reducido a una simple renuncia administrativa.

Esta práctica, que desgraciadamente se ha tendido a ensayar en casos especialmente embarazosos, constituye un fraude a la justicia eclesial y una afrenta a las víctimas. El Código de Derecho Canónico es claro: la pérdida del estado clerical no es un derecho automático del sacerdote, sino una concesión que puede darse por rescripto pontificio, pero jamás como artimaña para escapar de un proceso judicial que corresponde a la Iglesia llevar adelante.

Aceptar la dimisión en tales circunstancias no solo es una cobardía pastoral, sino una violación directa de la legalidad canónica. Roma lo ha reiterado en numerosas ocasiones: cuando hay un proceso penal pendiente, la solicitud de reducción al estado laical debe rechazarse o, al menos, suspenderse hasta que concluya el juicio. De lo contrario, se convierte en un subterfugio para evadir una posible condena y privar a la comunidad eclesial de la verdad.

La tentación de ciertos obispos resulta evidente: aceptar la dimisión significa evitar declaraciones dolorosas, escándalos mediáticos o documentación de hechos escabrosos. Pero ese aparente alivio pastoral es en realidad una claudicación de la misión episcopal. La Iglesia no puede predicar el Evangelio de la verdad y de la justicia mientras permite que quienes están acusados de crímenes gravísimos se marchen discretamente, sin rendir cuentas y sin que quede constancia oficial de sus delitos.

El daño que provoca esta práctica es doble: se niega justicia a las víctimas y se transmite a los fieles la idea de que la institución se protege a sí misma antes que a los inocentes. Se fomenta además un incentivo perverso: todo clérigo acusado sabe que puede intentar “escapar” solicitando la dispensa, confiando en la comodidad de su diócesis para aceptar el trámite.

No se trata de un mero error de gestión interna, sino de un escándalo con graves consecuencias espirituales y jurídicas. La justicia de la Iglesia no puede ser sacrificada en el altar de la conveniencia. Los obispos tienen el deber de instruir procesos, esclarecer los hechos y garantizar que la verdad prevalezca. Lo contrario es complicidad activa con la injusticia.

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