Fundamento bíblico y experiencia eclesial
Desde el Antiguo Testamento, el pueblo de Dios ha experimentado que el Creador escucha las súplicas de sus hijos. Ana, estéril, clama a Dios y recibe a Samuel (1 Sam 1,11). Elías, tras años de sequía, ruega con insistencia y la lluvia vuelve a regar la tierra (1 Re 18,41-45). San Pablo exhorta a que “se eleven súplicas, oraciones e intercesiones” por todas las necesidades (1 Tim 2,1). Esta continuidad muestra que la oración de petición no es un resto arcaico, sino un modo esencial de vivir la relación con Dios: reconocerse dependiente de Él y esperar su intervención.
La Iglesia, en los siglos posteriores, recogió esta tradición en las misas votivas y en las rogativas: oraciones públicas y comunitarias en tiempos de peste, guerra o sequía. No se trataba de una mentalidad mágica, sino de integrar lo cotidiano en la liturgia, de reconocer que nada en la vida humana queda fuera del ámbito de la gracia.
La explicación de los teólogos
Los grandes doctores de la Iglesia no despreciaron jamás esta práctica. Santo Tomás de Aquino lo expresó con claridad: Dios no necesita nuestras súplicas, pero quiere que oremos para que, al pedir, crezcamos en humildad y aprendamos a confiar en Él. La oración de petición, decía, no busca cambiar la voluntad de Dios, sino ordenar nuestro corazón a su Providencia.
La misa votiva no es, por tanto, un adorno supersticioso, sino la actualización concreta de la gracia de Cristo en las circunstancias de la vida. Expresa la catolicidad de la fe: lo eterno se hace presente en lo temporal, y lo universal en lo particular.
Desprecio y confusión
Llamar “ridícula” a esta tradición no es una objeción teológica, sino un insulto a la fe de generaciones enteras. Es desconocer la hondura bíblica, minimizar la liturgia y despreciar la experiencia viva del pueblo cristiano. La auténtica “mala teología” es la que convierte la oración en absurdo y la liturgia en un gesto vacío.
Además, descalificar como “fake” a quien defiende esta herencia no contribuye a un debate serio, sino que lo sustituye por la lógica de la caricatura y la descalificación. No es así como se hace teología; es, en todo caso, una renuncia a ella.
Una tradición viva
Las misas votivas y las rogativas siguen siendo hoy plenamente actuales. En un mundo herido por la sequía, la guerra o la enfermedad, ¿qué puede ser más humano y más cristiano que suplicar a Dios ayuda y consuelo? La oración no garantiza la supresión inmediata del mal, pero sí abre la historia a la acción misteriosa de la gracia y educa el corazón en la confianza.
Quien se burla de estas expresiones no ridiculiza a unos cuantos campesinos piadosos, sino a la misma fe de la Iglesia. Y la fe de la Iglesia —que sabe pedir, suplicar y confiar— ha sostenido durante siglos a los cristianos en medio de la prueba.
En definitiva, si algo merece el calificativo de ridículo no es la súplica confiada de los fieles, sino la soberbia de quien desprecia con un gesto lo que nunca se ha tomado la molestia de comprender.