Por: Fr. Benedict Kiely
La evidencia anecdótica, aunque no carece necesariamente de valor o veracidad, necesita hechos sólidos para confirmarse como realidad. Durante los últimos años se ha hablado mucho del aumento de jóvenes, especialmente hombres, que se acercan al cristianismo ortodoxo y, en particular, a la fe católica. Estas historias ahora tienen una base factual. Más de 10 000 personas fueron bautizadas o recibidas en la Iglesia en Francia el año pasado. En otros países europeos y en Estados Unidos, más personas se incorporaron a la Iglesia en la Vigilia Pascual que en décadas.
Algo de lo que se habla está sucediendo realmente.
Quizá sea demasiado pronto y demasiado dramático hablar de un «renacimiento religioso» en el occidente tan secularizado. Pero el deseo, entre muchos que saben poco o nada de Cristo, de descubrir las antiguas verdades de la fe cristiana es –si la Iglesia debe leer los «signos de los tiempos»– algo que no sólo debe ser acogido, sino también fomentado con los tesoros de belleza, verdad y bondad que posee la historia bimilenaria de la Iglesia.
La familiaridad, como dice la vieja frase, «engendra desprecio». Pero Chesterton, escribiendo hace más de ochenta años, hablaba del «cansancio de la familiaridad». Escribía en una época en la que, aunque no hubiera una práctica generalizada de la fe en Gran Bretaña, cualquiera con un mínimo de educación, incluso con educación primaria, tendría un conocimiento general de los hechos sencillos de la fe cristiana.
Como escribió una vez el novelista estadounidense John Dos Passos, la «lectura constante de la Biblia en cientos de miles de familias humildes mantenía un nivel básico de alfabetización en la lengua en general y en la lengua inglesa».
El argumento de Chesterton, en lo que llamó el «caso especialmente cristiano», era la casi imposibilidad de hacer que los «hechos resultaran vívidos, porque los hechos son familiares; y para el hombre caído es a menudo cierto que la familiaridad es cansancio». Añadía que, si Cristo se presentara como un héroe chino (en otras palabras, como una figura esotérica), la gente estaría más dispuesta a responder.
Esa familiaridad sencillamente ya no existe, y no sólo en Gran Bretaña. En todo el mundo occidental, tres o cuatro generaciones han sido educadas con éxito en la ignorancia, no sólo de los fundamentos de la civilización occidental, que es el cristianismo, sino también de las obras de literatura, música y arte que son producto de esa civilización.
Citas de la Biblia o de Shakespeare, cuyo conocimiento podía darse por sentado en la época en que escribía Chesterton, son hoy tan desconocidas como los versos sánscritos. Hablar de «ver a través de un espejo oscuro» o de «ciegos guiando a ciegos» no resonará en personas que son producto de cuatro años de costosa privación intelectual, conocida como una licenciatura.
Todo esto, sin embargo, no debe verse como un obstáculo, sino como una magnífica oportunidad, de hecho, como un momento providencial.
Ya no existe el «cansancio de la familiaridad», porque los hechos del cristianismo no sólo son poco familiares, sino desconocidos.
El sociólogo católico Stephen Bullivant ha hablado de la necesidad de una «inmunidad de rebaño» al Evangelio antes de que la fe pueda proclamarse de nuevo con mejores perspectivas de éxito. A menos que yo lo entienda mal, parece ser exactamente al revés. Las masas, especialmente los jóvenes, no son inmunes a un Evangelio que nunca han oído; están maduras para infectarse.
San Pablo entró en el Areópago, donde los Hechos de los Apóstoles nos dicen que la gente no hacía «nada más que decir o escuchar algo nuevo». Así, en este nuevo momento del Areópago, el Evangelio, siempre antiguo y siempre nuevo, puede encender el mismo fuego en un grupo de personas sorprendentemente similar, separadas por el tiempo pero no por el deseo.
Es cierto que muchos, como entonces, se burlarán. Pero otros dirán –y lo dicen– «te escucharemos sobre esto otra vez». Sabemos que un Dionisio y una mujer llamada Dámaris se convirtieron por la predicación de la Palabra a ellos, el kerigma, de Pablo. Hoy no tenemos sólo una Dámaris y un Dionisio. Donde la Palabra se predica correctamente, hay muchos.
En este momento providencial, no deberíamos sorprendernos de que el mundo esté matando vidas humanas inocentes al principio y al final, y que los suicidios adolescentes estén en su punto más alto. Como dijo T.S. Eliot, se está intentando «formar una moral civilizada pero no cristiana», un intento que, decía él, fracasará.
La frescura del Evangelio, la Buena Nueva de la vida después de la muerte, del verdadero significado de lo que es un ser humano, hombre y mujer creados a imagen y semejanza de Dios, de la Encarnación y la Resurrección, es, de hecho, la única inoculación contra la desesperación.
Un obstáculo importante, por supuesto, es que muchos de los encargados de la dirección en la Iglesia, tanto clérigos como obispos, son en realidad los que más sufren el «cansancio de la familiaridad».
Este cansancio se demostró ampliamente durante el brote de COVID‑19. Sólo un grupo profundamente fatigado de hombres se habría apresurado, en ese momento crucial, a cerrar las iglesias y negar a la gente los sacramentos.
Salvación, Encarnación y redención no son palabras ni conceptos en el léxico moderno. Pero precisamente porque éste es un nuevo momento del Areópago, un Pablo, o un ejército de evangelistas paulinos, con el apoyo y la comprensión de la jerarquía, debe ahora desarrollar un vocabulario completamente ortodoxo que hable con audacia, como Pablo hizo en Atenas, a la gente de hoy.
Ahora es el momento, como solía decir San Juan Pablo, de que la Iglesia «proponga» el mensaje de esperanza y, una vez más, en una sociedad poscristiana y posmoderna, capture corazones y mentes ávidos y en espera de la liberación de esos antiguos enemigos: la muerte y la desesperación.
Acerca del autor
Fr. Benedict Kiely es sacerdote del Ordinariato de Nuestra Señora de Walsingham. Es el fundador de Nasarean.org, que ayuda a los cristianos perseguidos.
