La verdad en plenitud

La verdad en plenitud

Por: Stephen P. White

Acabo de pasar dos semanas estudiando la doctrina social de la Iglesia con un grupo de jóvenes en Cracovia, Polonia. Los estudiantes provenían de todo el mundo: en su mayoría de Estados Unidos y Polonia, pero también de Camerún, Filipinas, Finlandia, Hungría, Ucrania y Eslovaquia.

Uno de los mayores desafíos al enseñar a los estudiantes la doctrina social católica es hacerles entender que no se reduce a un conjunto de exhortaciones morales y prohibiciones, aunque ciertamente las incluya. Como siempre subrayo, la doctrina social de la Iglesia es descriptiva antes que prescriptiva.

Es decir, si queremos comprender lo que la Iglesia dice sobre lo que nos debemos unos a otros como personas, o cómo debemos ordenar nuestra vida común al servicio del bien común, primero debemos entender qué significa ser persona y qué significa formar parte de una sociedad, y qué entiende la Iglesia por bien común.

A lo largo de los años, la Iglesia ha identificado lo que llama los cuatro «principios permanentes» de la doctrina social católica: la dignidad de la persona humana, la solidaridad, la subsidiariedad y el bien común. Si se comprenden estos principios y cómo aplicarlos, la doctrina social católica se convierte en un marco poderoso para pensar algunos de los problemas más espinosos de la vida contemporánea. Comienza con principios generales y aplícalos a los detalles. Suena sencillo, ¿verdad?

No del todo.

Conocer los principios que deben guiar nuestra acción moral y aplicarlos es obviamente importante, pero en una época marcada por el escepticismo y el relativismo, los propios principios deben ser justificados. Una cosa es que la Iglesia hable, por ejemplo, de «dignidad humana» o «ley natural», y que los fieles los den por axiomas en virtud de la autoridad de la Iglesia. Otra cosa es ser capaces de defender, justificar y proponer esos principios a un mundo que no reconoce la autoridad de la Iglesia.

Entre los católicos, a veces hay tendencia a tratar la teología moral –incluyendo la doctrina social– como una especie de matemática moral, un algoritmo. Se empieza con principios fijos, se introducen determinados insumos y el cálculo moral produce juicios concretos. Todo el proceso se ve como deductivo, derivando certeza en juicios particulares a partir de principios generales inmutables.

El problema no es que trate ciertos principios como fijos y verdaderos, ni que considere la verdad moral como algo que podamos conocer, sino que relativamente pocas decisiones morales pueden tomarse únicamente sobre la base de razonamientos deductivos.

La mayoría de lo que aprendemos lo aprendemos por inducción: empezamos observando cómo son las cosas y, a partir de esos hechos particulares, derivamos principios generales. Esta manera de llegar a la verdad no siempre sigue las leyes de la lógica deductiva, pero no por ello deja de llegar a la verdad. Por ejemplo, es una falacia formal de la lógica deducir que la palabra de una persona poco fiable debe considerarse poco fiable. Pero todos sabemos por experiencia que a los mentirosos no hay que creerles. Es razonable no confiar en los mentirosos, aun reconociendo que el carácter de quien formula un argumento no determina la validez lógica del argumento que hace. Una persona razonable utiliza tanto el razonamiento deductivo como el inductivo porque ambos nos conducen a la verdad. Si dependemos exclusivamente de uno u otro, limitamos nuestra capacidad de reconocer la verdad.

Un gran maestro mío solía decir que los seres humanos somos «dativos de la verdad», es decir, que nuestra capacidad de recibir y reconocer la verdad es lo más distintivo de nosotros. Es prácticamente la definición de la persona humana: fuimos hechos para la verdad.

Comprender la verdad sobre la persona humana requiere utilizar todo el espectro de la razón humana, del mismo modo que comprender la ley natural exige prestar mucha atención a la naturaleza de las cosas. Comprender la doctrina social de la Iglesia requiere prestar mucha atención a cómo y por qué se forman las sociedades. Comprender las enseñanzas de la Iglesia sobre política o economía exige algo más que aplicar principios abstractos (por verdaderos que sean esos principios). Exige prestar mucha atención a cómo la vida política y la actividad económica se desarrollan realmente en la vida de las personas y de la sociedad.

La gracia se apoya y perfecciona la naturaleza. Por tanto, nos corresponde prestar mucha atención a la naturaleza, a cómo son las cosas, para comprender mejor cómo aplicar los principios ganados con tanto esfuerzo que la Iglesia ha desarrollado a lo largo de dos milenios de reflexión sobre la Escritura y la Tradición.

Hoy, una generación de católicos jóvenes está descubriendo o redescubriendo el patrimonio de la Iglesia por sí misma. Lo vemos, por ejemplo, en los innumerables ministerios catequéticos y apologéticos, podcasts, canales de YouTube y demás que han surgido por todo Internet. El hecho es que muchas personas, en particular los jóvenes, están aprendiendo los principios de la doctrina social de la Iglesia pero se preguntan constantemente cómo aplicarlos en circunstancias concretas. El deseo de solidez es bueno y debe fomentarse.

Pero la solidez que ofrece la Iglesia consiste, en gran medida, en la manera en que su enseñanza se conforma y refleja la realidad del mundo creado y el estado caído del hombre. La Iglesia afirma tener experiencia no sólo en los principios que deben guiarnos en nuestra vida común; afirma tener experiencia en la propia humanidad. Comprende plenamente las realidades concretas de la vida humana porque ve al hombre a la plena luz de la Encarnación.

En consecuencia, no hay circunstancias concretas en las que la Iglesia no pueda llevar la presencia de Cristo resucitado. Esto, en última instancia, es la prueba y la garantía más segura de la verdad de la doctrina social de la Iglesia: lleva a cada circunstancia lo que el Papa Juan Pablo II llamaba «la respuesta existencialmente adecuada al deseo en cada corazón humano de bondad, verdad y vida», es decir, lleva a Cristo mismo.

Acerca del autor

Stephen P. White es director ejecutivo de The Catholic Project en la Universidad Católica de América y académico en estudios católicos en el Ethics and Public Policy Center.

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