InfoVaticana accede en exclusiva a los autos judiciales que archivan la causa penal promovida por el Arzobispado de Madrid contra el anterior equipo gestor de las fundaciones. Las resoluciones dejan en muy mal lugar al actual arzobispo, José Cobo, quien en su momento avaló las decisiones objeto de la querella, para luego respaldar unas acciones penales contra las mismas. Un movimiento absurdo que evidencia falta de prudencia y conocimiento impropios de todo un cardenal licenciado en Derecho.
Durante años, la gestión de las fundaciones del Arzobispado de Madrid fue uno de los secretos mejor guardados de la Iglesia española: más de 70 entidades jurídicas vinculadas a la archidiócesis, con cientos de trabajadores, decenas de millones en patrimonio y una organización que combinaba lo público, lo eclesial y lo privado. Todo empezó a cambiar en 2017, cuando el cardenal Carlos Osoro encargó a la consultora PwC una auditoría para racionalizar esta estructura compleja.
Lo que se planteaba como una reforma técnica se convirtió, con el tiempo, en una guerra sin cuartel por el control del poder institucional, cuyo eco ha llegado hasta Roma.
Fue en ese contexto que emergió la figura de José Cobo. Por entonces obispo auxiliar, presidía la Comisión Diocesana de Fundaciones, conocía al detalle las estructuras que ahora quería reformar y participaba activamente en los nombramientos.
Junto a él, David López Royo actuaba como Delegado Episcopal de Fundaciones, Antonio Javier Naranjo coordinaba la gestión y el despacho Fernández Clemente Abogados asesoraba legalmente a más de veinte de estas entidades. Todos trabajaban bajo el paraguas del cardenal Osoro, y todos, sin excepción, contaban con poderes amplísimos otorgados por los respectivos patronatos.
El equilibrio se rompió cuando Javier Belda, un sacerdote recomendado desde Roma pese a su trayectoria opaca, desembarcó en Madrid como nuevo asesor del cardenal. Su plan fue fulminante: interponer querellas penales contra el equipo anterior, acusarlos de blindajes abusivos, y reconstruir la red de poder en torno a su propio despacho, que luego facturaría cifras millonarias a las fundaciones.
Fue en ese momento cuando Cobo tomó una decisión clave: en lugar de defender la legalidad de lo que él mismo había respaldado, viajó a Roma, expuso el supuesto caos en Madrid y se presentó como el único capaz de poner orden. Meses después, fue nombrado arzobispo de la capital.
Desde entonces, todo se movió en una sola dirección: blindar a los nuevos responsables, mantener a Belda como asesor jurídico pese a no ser jurista titulado, y consolidar una narrativa en la que los anteriores gestores eran los culpables de un desfalco institucional. Para dar apariencia de legitimidad, tres fundaciones canónicas interpusieron una querella penal contra los responsables anteriores.
Era, en apariencia, el ajuste de cuentas final. Pero la querella llegó al Juzgado de Instrucción nº 24 de Madrid. Y la justicia, cuando trabaja sin presiones, tiene una virtud: pone todo en su sitio.
En mayo y junio de 2025, el juez Javier Martín Borregón dictó dos autos que suponen una demolición controlada de la estrategia de Cobo y su entorno.
El primero, de fecha 12 de mayo, decretaba el sobreseimiento provisional de la causa. El segundo, dictado el 17 de junio tras una anulación formal de la Audiencia Provincial, reafirma con más fuerza el archivo.
En ambos, el juez no solo considera que no hay delito alguno de administración desleal ni estafa, sino que expone con claridad que todas las decisiones fueron adoptadas dentro de la legalidad y con pleno conocimiento de los patronatos.
Y más aún: deja constancia expresa de que tanto el cardenal Osoro como José Cobo sabían, autorizaban o incluso sugerían las contrataciones y adendas ahora cuestionadas.
Todo se hacía por indicación del cardenal y con el conocimiento del coordinador de fundaciones, Excmo. Sr. Cobo (hoy cardenal)”, recoge literalmente el auto.
Y añade:
Es difícil creer que el cardenal no estuviera detrás de los nombramientos”.
El juez incluso lamenta que no se haya propuesto a tiempo la declaración de Osoro y Cobo como testigos, lo que habría servido para aclarar definitivamente su implicación. La omisión procesal impidió que quedara plasmado en acta lo que todos los documentos apuntan: que los firmantes de los contratos y quienes aprobaban los poderes eran los mismos que luego iniciaron las querellas.
Los autos judiciales desmontan además todas las acusaciones:
- Las contrataciones eran legales, estaban motivadas por el volumen de trabajo y fueron aprobadas por los patronatos.
- Las indemnizaciones pactadas no eran delictivas, sino propias de la alta dirección en entornos de reorganización.
- Las cuentas anuales eran aprobadas por unanimidad.
- No hay simulación contractual ni voluntad de enriquecimiento ilícito.
En definitiva, la justicia ha dicho lo que muchos sabían y pocos se atrevían a escribir: que no hubo desfalco, que todo estaba autorizado, y que quienes promovieron la causa penal lo hicieron para desviar la atención y reescribir la historia.
José Cobo no está imputado. Pero ha quedado retratado.
Retratado como el coordinador que avaló una estructura y luego negó conocerla. Como el prelado que viajó a Roma para acusar a su predecesor mientras escondía su propia participación.
Como el arzobispo que mantuvo a su asesor de confianza mientras alimentaba una operación de derribo institucional.
El caso de las Fundaciones, lejos de ser una limpieza, ha resultado ser un espejo. Y en ese espejo, el cardenal Cobo aparece nítido: no como víctima del caos heredado, sino como actor del montaje y arquitecto del relato.
Si Roma quiere ver, ya tiene los autos. Y si el papa León XIV busca restaurar la credibilidad, Madrid es un buen lugar para empezar.
