Virgil Nemoianu: una luz en tiempos oscuros

Virgil Nemoianu: una luz en tiempos oscuros

Por Robert Royal

No recuerdo con precisión cómo llegué a conocer a Virgil Nemoianu, quien falleció el 6 de junio. Ni siquiera su viuda, Anca, lo tiene del todo claro. Debió de haber sido en uno de esos salones informales que Jude Dougherty, legendario decano de la Facultad de Filosofía de la Universidad Católica de América durante tres décadas, organizaba en su casa. Allí se mezclaban locales de Washington D.C. y eminencias visitantes de Roma, Polonia, el Reino Unido, etc. Pero de algún modo –la Providencia divina suele obrar a través de personas y circunstancias que tal vez nunca alcancen gran notoriedad pública– nos conocimos. Y Virgil se convirtió en una inspiración intelectual, luego en mi director de tesis, y durante cuarenta años, en mi amigo.

Por aquel entonces, yo era un joven vicepresidente de investigación en el Ethics ; Public Policy Center de Washington. Mi jefe y fundador del EPPC, Ernest Lefever, era un distinguido experto protestante en política exterior. Un día me indicó que era «impropio» que yo tuviera investigadores con doctorado a mi cargo mientras yo había dejado el mío incompleto para convertirme en editor de una revista en Princeton, antes de trasladarme al Centro. Jude Dougherty no me permitiría hacer filosofía a menos que dejara el trabajo para estudiar a tiempo completo (una imposibilidad para un padre de familia). Pero Virgil intervino.

Era presidente del departamento de Literatura Comparada en la Universidad Católica, algo que de todos modos se ajustaba mejor a mi perfil. Había estudiado a Dante y literatura en varios idiomas. Pero, aunque muchos en la universidad lo ignoraban, también era Secretario General de la Asociación Mundial de Literatura Comparada, es decir, una figura máxima en la disciplina. Y generosamente hizo posible que yo completara el doctorado sin poner en riesgo a mi familia.

Fue también, para mí en particular, una especie de don de Dios, porque como oriundo de Rumanía (que era comunista cuando él creció), tenía poca paciencia con quienes en los ámbitos académico o político se mostraban condescendientes hacia los soviéticos o coqueteaban –y más que coqueteaban– con diversas formas de marxismo y socialismo. Había visto de cerca a dónde conducía todo eso y no pensaba tolerarlo en un contexto de libertad donde teníamos el don de decir la verdad sobre ilusiones políticas e intelectuales venenosas.

Al mismo tiempo, era intelectualmente sofisticado y estaba desconcertantemente bien leído en lo que parecía, a veces, todo. Y luchaba por la vida intelectual auténtica. Por ejemplo, en aquel entonces los «guerras del canon» agitaban los campus universitarios: los izquierdistas en las universidades sostenían ya entonces que los grandes libros incluidos en los programas de civilización occidental eran (ay) sexistas, racistas, imperialistas, etc., hasta el hastío. Decidió que debíamos editar conjuntamente un volumen de ensayos que presentara una perspectiva distinta.

Revisamos diversas ideas en busca de un título sugerente y él encontró, en Shakespeare por supuesto (Coriolanus I:10), justo lo que queríamos: El canon hospitalario. La inusual palabra «hospitalario» sugería que, en realidad, los grandes textos de Occidente invitan a todos los que deseen participar en «lo mejor que se ha pensado y dicho». El canon incluso está abierto a nuevos escritores y pensadores, si logran superar la competencia para ser parte del gran legado cultural humano.

Cabe destacar que Virgil desarrolló también lo que llamó la «teoría de lo secundario», según la cual el papel propio de la literatura no es integrarse en la cultura política y social dominante, la cual, incluso antes de la DEI y el wokismo, ya empezaba a imponer una hegemonía sobre la edición, el periodismo y, sobre todo, las universidades. Idealmente, al mantener una visión más abierta y plenamente humana, la literatura nos libra de caer en ideologías, sean del marxismo duro o de un liberalismo suavemente autoritario.

Logré convencer a Virgil de que escribiera para nosotros cuando nació The Catholic Thing. De hecho, publicó una columna sobre «El miedo a la muerte» en junio de 2009, casi en la misma fecha, dieciséis años antes de su fallecimiento. En ella expone varias razones por las que tememos nuestro fin mortal, pero esta es la más conmovedora:

Tal vez todos, salvo los creyentes más firmes y profundos, albergan en su corazón al menos una pequeña duda sobre su destino final. ¿Será la nada total? ¿O un paso hacia la plenitud de Dios? Y aunque sea lo segundo, el juicio permanece –y debe permanecer– como una cuestión de verdadero temor. Dies irae [«Día de la ira»] es un término que encontramos con frecuencia en las Escrituras y la tradición. La charlatanería moderna sobre que los difuntos están «con Dios» evita pensar en las grandes cuestiones: el Infierno, el Purgatorio y el Paraíso. Nuestro sentido de la misericordia de Dios sigue siendo tentativo, más asunto de esperanza que de fe. Y así debe ser. La certeza de la salvación es presunción pecaminosa.

También escribió sobre el temor que nos causa cómo tantos de nosotros quedamos ahora postrados en el sufrimiento tras un derrame cerebral o un infarto, haciendo la transición de esta vida a la siguiente –que nunca es fácil– aún más desafiante. Por suerte, ese no fue su caso. Sufrió un derrame en enero y luego una serie de pequeños episodios en los últimos diez días. Pero según Anca, estaba en paz, preparado, y falleció tranquilamente en casa.

Hablé con dos ancianas rumanas tras el funeral que fueron sus primeras ayudantes de cátedra en su país natal. Me dijeron que siempre fue tan brillante que incluso los profesores mayores en Bucarest lo seguían y, como su familia, lo mimaban. Sus amigos lo llamaban con el apodo de Pilu, que significa algo así como «chiquillo». No algo que uno asociaría con el severo adulto rumano.

Virgil tampoco era un nombre común en Rumanía, explicaron, y sonaba un poco elevado. Tal vez. Pero también era adecuado, si uno lo conocía. Solía bromear con él diciendo que si él era Virgilio, yo debía de ser Dante. Ojalá lo hubiera sido.

Descansa en paz, querido amigo. Y gracias sinceras de mi parte y de tantos cuyas vidas enriqueciste.

Sobre el autor:

Robert Royal es editor en jefe de The Catholic Thing y presidente del Faith ; Reason Institute en Washington D.C. Sus libros más recientes son The Martyrs of the New Millennium: The Global Persecution of Christians in the Twenty-First Century, Columbus and the Crisis of the West, y A Deeper Vision: The Catholic Intellectual Tradition in the Twentieth Century.

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