El Concilio Vaticano II (1962-1965) ha polarizado a la Iglesia católica. Para algunos, esta asamblea episcopal marca el punto de partida hacia la creación de una nueva Iglesia, que sigue en su contenido el espíritu de la época poscristiana. Para otros, está vinculada a los textos del Concilio y tratan de aplicarlo en continuidad con la doctrina de fe eclesial transmitida.
Juan Pablo II y Benedicto XVI, como representantes de la continuidad, no lograron superar las divisiones surgidas. Francisco, como contrapunto a sus predecesores, ha profundizado aún más las fracturas. Esto se debe a que, mediante cambios en el ámbito de la doctrina de la fe, ha puesto en su contra a sectores considerables de la Iglesia, especialmente en Europa del Este, Estados Unidos y África. No obstante, como jesuita astuto que es, evitó revertir la doctrina vigente de forma directa, ya que esto habría llevado a una ruptura abierta.
En la vida política, los programas de los partidos se consideran obras humanas y pueden reescribirse casi a voluntad. En cambio, con la fe cristiana es diferente. Ya en el siglo V, el teólogo Vicente de Lérins sabía que la doctrina de fe eclesial, si bien puede progresar, se desarrolla de forma análoga al cuerpo humano: este se diferencia, pero sigue siendo el mismo en todas las etapas de la vida. Por lo tanto, los contenidos de fe pueden ser comprendidos con mayor profundidad a lo largo de la historia, pero no pueden ser modificados en su sustancia.
Francisco se enfrentó al dilema de tener que respetar la doctrina eclesial, pero al mismo tiempo querer adaptarla a las expectativas del Occidente poscristiano. Para ello, adoptó un enfoque que a lo largo de su pontificado mostró un patrón claro. En su discurso navideño a la Curia en 2019 subrayó que no se trataba de “ocupar espacios”, sino de “iniciar procesos”. En este sentido, por un lado siempre reafirmó la doctrina vigente. Por ejemplo, en la exhortación Amoris Laetitia de 2016, se mantuvo la indisolubilidad del matrimonio. Pero al mismo tiempo, Francisco puso en marcha una práctica pastoral contraria, al permitir “en casos individuales”, tras un “discernimiento pastoral”, que fieles que viven en relaciones extramatrimoniales puedan recibir la Eucaristía. Desde entonces, la indisolubilidad del matrimonio sigue vigente en teoría, pero se ve socavada por una práctica opuesta.
También en Amoris Laetitia se enfatizó que “no existe ningún fundamento para establecer analogías, ni siquiera de forma remota, entre las uniones homosexuales y el plan de Dios sobre el matrimonio y la familia”. Por eso, en 2021, el Dicasterio para la Doctrina de la Fe rechazó la bendición de parejas del mismo sexo. Sin embargo, la declaración Fiducia supplicans, aprobada por Francisco en 2023, permitió tales bendiciones. Aquí también se puso en marcha una práctica contraria a la doctrina eclesial.
Siguiendo el mismo patrón, Francisco mantuvo la imposibilidad de la ordenación sacerdotal de mujeres, como Juan Pablo II la había declarado definitiva. Pero en enero de 2025, Francisco nombró a una mujer como “prefecta” de un dicasterio romano. No obstante, según la doctrina reafirmada por el Concilio Vaticano II, el ejercicio de autoridad eclesial, como corresponde al cargo de prefecto de la Curia, requiere haber recibido la ordenación sacerdotal o episcopal. También en este caso, pues, se inició a nivel práctico un “proceso” que contradice la doctrina de la Iglesia.
El Sínodo de los Obispos de 2021 a 2024 sobre la “sinodalidad” no alteró la doctrina del Concilio Vaticano II. Por lo tanto, sigue vigente que existe una diferencia esencial entre el sacerdocio común de los fieles, derivado del bautismo y la confirmación, y el sacerdocio sacramental, conferido mediante la ordenación sacerdotal y episcopal. Sin embargo, por orden de Francisco, se puso en marcha una práctica contraria: decenas de laicos pudieron participar sin distinción junto a los obispos en el “Sínodo de los Obispos” y votar con igual derecho.
La insistencia en la ortodoxia tradicional, mientras se introduce al mismo tiempo una práctica contraria, se justificó según el tema, ya fuera por la necesidad de prudencia pastoral (matrimonio, homosexualidad) o con el objetivo de lograr una actualización de la Iglesia (cuestión femenina, “sinodalidad”). Sin embargo, se trató siempre del intento de iniciar un proceso para cambiar la doctrina de la Iglesia.
Francisco ya insinuó este enfoque en 2013, en la exhortación apostólica Evangelii Gaudium, bajo el subtítulo “La realidad es más importante que la idea”. Este teorema pseudofilosófico no era otra cosa que la traducción de la doctrina marxista de la base (realidad) y la superestructura (idea).
En el Manifiesto Comunista de Marx y Engels de 1848 se dice: “¿Acaso se necesita una profunda comprensión para darse cuenta de que con las condiciones de vida de los hombres, con sus relaciones sociales, con su existencia social, cambian también sus representaciones, concepciones e ideas, en una palabra, también su conciencia? ¿Qué otra cosa demuestra la historia de las ideas, sino que la producción espiritual se transforma con la producción material?”. Y en su obra Crítica de la economía política, Marx explicó en 1859: “El conjunto de estas relaciones de producción constituye la estructura económica de la sociedad, la base real sobre la cual se eleva una superestructura jurídica y política y a la que corresponden formas determinadas de conciencia social. No es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino por el contrario, su ser social el que determina su conciencia”.
En este sentido, se pretendía que mediante el inicio de una práctica contraria a la doctrina, se creara una nueva base. Esta base transformada debía con el tiempo llevar a un cambio de la superestructura de la doctrina eclesial.
Sin embargo, hay razones para dudar de que esto funcione. El modelo marxista ha fracasado porque es ajeno a la realidad. Y donde pudo mantenerse temporalmente, fue solo mediante el uso de la violencia, lo cual no es precisamente una buena referencia.
Es aún menos prometedor trasladar este modelo de pensamiento a la Iglesia. Porque las condiciones económicas y las instituciones políticas son de origen humano. En cambio, una praxis pastoral errónea (la base) se opone a contenidos de fe (la superestructura) que se consideran revelados y que no están a disposición de la Iglesia, ni siquiera del Papa.
La Iglesia universal ha demostrado en gran parte ser resiliente frente a este proceder durante los últimos doce años. Los obispos recordaron a Juan Pablo II, quien en 1984 afirmó: “Lo pastoral no está en contradicción con la doctrina, ni puede la acción pastoral prescindir del contenido de la fe, del que obtiene más bien su substancia y verdadera fuerza” (Reconciliatio et paenitentia 26). Por el bien de la unidad de la Iglesia, fue sensato por parte de los obispos mantenerse firmes en la línea de la doctrina eclesial y guardar silencio en lo demás, aunque ello haya dejado solos a sacerdotes y fieles. Sin embargo, esta actitud no pudo evitar que, especialmente en algunas partes de Europa, se diera una coexistencia entre doctrina ortodoxa y praxis contraria.
El nuevo Papa deberá enfrentarse a la anglicanización o balcanización de la Iglesia universal provocada por ello. De lo contrario, amenaza un cisma, ya que la unidad de la Iglesia no solo se basa en su estructura, sino también en su doctrina de fe, con la que la praxis eclesial debe concordar. En su ardua tarea de unir una Iglesia dividida, al nuevo Sumo Pontífice le conviene más inspirarse en Vicente de Lérins que en Karl Marx.
Martin Grichting fue Vicario General de la diócesis de Chur (Suiza) y publica en cuestiones filosóficas y teológicas.
Ayuda a Infovaticana a seguir informando