Dicen que es simpático. Incluso muy simpático. Es probable. Pero lo cierto es que el cardenal Luis Antonio Tagle, uno de los nombres que circulan con insistencia entre los papables tras la muerte del Papa Francisco, es el típico caso de candidato de escaparate: sonriente, comunicativo, agradable… y teológicamente letal.
Eso sí: tiene una virtud especial, un don poco común, casi prodigioso. Todo lo que toca, lo estropea. Es como el rey Midas, pero al revés.
Durante su breve y desastrosa presidencia de Caritas Internationalis, la institución caritativa más importante de la Iglesia entró en una crisis sin precedentes. Una auditoría vaticana, ordenada por el mismo Francisco en 2022, detectó “deficiencias reales en la gestión y los procedimientos, perjudicando seriamente el espíritu de equipo y la moral del personal”. Resultado: cesado fulminantemente, junto con toda la dirección. No hubo acusaciones de dinero o escándalos sexuales, pero sí de caos organizativo y abusos de autoridad. Para un hombre que debía representar la caridad cristiana, no es precisamente un mérito.
Pero lo más grave no es su currículum ejecutivo, sino su pensamiento teológico. Tagle es uno de los principales exponentes de la llamada Escuela de Bolonia, esa corriente que lleva décadas promoviendo una lectura del Concilio Vaticano II en clave de ruptura. No en continuidad con la Tradición, sino como el inicio de una nueva Iglesia. Tagle formó parte, entre 1995 y 2002, del Comité Editorial de la famosa obra History of Vatican II, editada por Giuseppe Alberigo y publicada por Orbis Books, auténtico manifiesto teológico de esa mentalidad. No se trata aquí de interpretaciones maliciosas: basta leer cómo se describe el Concilio como el «nuevo nacimiento» de la Iglesia para ver la deriva.
La idea es sencilla y desoladora: antes de 1962, la Iglesia era autoritaria, rígida, monolítica; después del Vaticano II, todo debía ser diálogo, fluidez, apertura, novedad constante. El viejo edificio no se renueva: se abandona.
Y no es casualidad que Tagle esté profundamente vinculado también a los círculos jesuíticos contemporáneos. Doctorado en teología en la Universidad Católica de América, ha trabajado en estrecha colaboración con el equipo internacional de teólogos progresistas que orbitan en torno a los grandes centros jesuitas, como la Universidad Gregoriana y diversas revistas como La Civiltà Cattolica. Su «espiritualidad de la escucha», su enfoque «inclusivo» y su defensa del proceso sinodal no son sino ecos más suaves de las posiciones más radicales de ciertos sectores jesuíticos.
Su papel en el Sínodo de la Sinodalidad ha sido también significativo: Tagle ha sido uno de los grandes defensores del modelo «abierto» donde el sensus fidelium parece a veces sustituir al magisterio apostólico, en una confusión de planos peligrosísima para la claridad de la fe católica.
Y ahora, en plena sede vacante, con el próximo cónclave convocado para la semana que viene, su nombre vuelve a sonar como posible sucesor de Pedro. ¿Motivos? Simpatía. Popularidad mediática. Habla inglés. Da bien en cámara. Y eso, al parecer, basta.
Pero convendría que los cardenales recordaran algo: no se elige a un Papa para caer bien, sino para confirmar en la fe a sus hermanos, custodiar la Tradición, enseñar con autoridad y gobernar con prudencia. Tagle ha demostrado que no sabe gobernar, que su teología es errática y que su idea de Iglesia se parece sospechosamente a la que sueñan sus enemigos.
En resumen: que sea simpático, sí. Pero también lo era Judas, probablemente.