La plaza medio vacía por el alma de Francisco

Imagen oficial de Vatican News de cómo estaba la plaza de san Pedro durante el rezo del Rosario por el alma del Papa Francisco

La imagen habla por sí sola. Unas pocas filas de fieles, encajonadas en el centro de la Plaza de San Pedro, asistieron hoy al rosario por el alma del Papa Francisco. Ni multitudes espontáneas, ni fieles rompiendo cordones policiales, ni cánticos emocionados. Solo algunos grupos organizados, un puñado de turistas despistados, y mucho, muchísimo cemento vacío.

Podría parecer un detalle menor, una simple anécdota logístico-climatológica. Pero no. Es un signo de los tiempos. Francisco, que tantas veces prefirió la ovación del mundo al aplauso del cielo, ha terminado cosechando la indiferencia de ambos. Porque cuando tú siembras vientos —de ambigüedad doctrinal, de desprecio a la tradición, de aplausos fáciles en foros globalistas— recoges tempestades. O, en este caso, soledades.

Curioso destino para quien se burló una y otra vez de los cuentadores de rosarios, como si la fidelidad sencilla del pueblo creyente fuera una superstición molesta o una costumbre farisaica. Hoy, esos mismos a los que caricaturizó con desprecio eran los pocos que sostenían las cuentas con los dedos entumecidos, rezando por su alma en una plaza vacía. Porque los que cuentan rosarios también saben contar ausencias. Y esta fue clamorosa.

El que tanto insistió en no hacer proselitismo, en no «contar cabezas» ni en medir la eficacia pastoral en términos numéricos, seguramente no hubiese querido que se hiciera este recuento. Pero el contraste con otros pontífices recientes es, por decirlo suavemente, apabullante. La Plaza de San Pedro lloró a Juan Pablo II con un clamor que estremecía a los más escépticos. Lloró a Benedicto XVI con silenciosa gratitud. Hoy, en cambio, solo el eco de los altavoces devolvía las letanías que parecían perderse en el cielo romano.

Esto no es una burla. Es un lamento. Porque un Papa es, siempre, el Vicario de Cristo. Pero cuando el Vicario se desdibuja, cuando deja de recordar al Dueño y Señor que representa, entonces hasta el pueblo sencillo, ese que huele a oveja y a sensus fidei, se distancia con una mezcla de dolor, desconcierto y pudorosa tristeza.

Hay quien dirá que es pronto para juzgar. Que hay que esperar. Que la historia pondrá todo en su sitio. Bien. Esperaremos. Pero de momento, hoy, el juicio silencioso de los fieles ha sido tan claro como el cielo crepuscular que cubría Roma: el pueblo católico no ha sentido que se haya ido un padre. Solo que se ha cerrado un paréntesis.

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