Ayer, Antonio Pelayo —cura corresponsal de Antena 3, siempre con corbata— dejó escapar en COPE, desde la Plaza de San Pedro, una racistada épica que resume a la perfección el estado mental de toda una generación.
Ante la pregunta de si es posible un papa africano, contestó: “No, porque ahora mismo no hay ninguna personalidad religiosa importante en África”. En su descargo cabe decir que no fue una frase meditada, sino más bien un acto reflejo, nacido de esa ansiedad tan típica del catolicismo setentero ante todo lo que huela a tradición. Y ahí, sin filtros, emergió el viejo miedo: ¿y si el próximo pontífice no solo cree en Dios, sino también en el rito, la sacralidad y el silencio?
La frase, por supuesto, fue tan desafortunada como reveladora. No fue malintencionada, sino peor: fue automática. Fue la reacción nerviosa de una sensibilidad eclesial que, como Pelayo, se formó entre cursillos de pastoral progresista. Él no es culpable. Él es, simplemente, el paradigma.
Si los cardenales quieren entender el momento en el que estamos, más vale que se sacudan la caspa setentera antes de encerrarse en la Capilla Sixtina. Porque una parte de la Iglesia sigue operando con los códigos estéticos, pastorales y emocionales de hace cincuenta años, como si el tiempo se hubiera detenido en 1975 y la solución a todos los problemas siguiera siendo quitarle solemnidad a todo, no vaya a ser que alguien piense que somos demasiado católicos.
Durante los años 70 y 80, una generación eclesial vivió con pánico todo lo que sonara a tradición. El rito, el silencio, lo sagrado: todo eso era sospechoso. Había que correr, ansiosos, hacia lo nuevo: liturgias experimentales, estética de sala parroquial multifunción, homilías con tono de profesor de EGB y una música litúrgica que hoy sólo emociona en las reuniones de antiguos alumnos de seminario. Era una pastoral marcada no tanto por la fe como por el complejo. Se quería agradar al mundo. Se quería ser moderno. Y se acabó siendo… rancio.
Esa generación aún ocupa puestos de poder. Y muchos de sus miembros siguen reaccionando con angustia cada vez que un joven cura menciona el misal antiguo o se pone una casulla digna. Viven cualquier gesto de recuperación litúrgica como si fuera un asalto al Vaticano II. Y no se dan cuenta de que ese miedo ya no es compartido. Que su pánico ha caducado.
Porque lo que muchos cardenales quizá no han terminado de entender es que hay una generación nueva –crecida después del 68ismo– que no arrastra esos traumas. Jóvenes laicos, seminaristas, sacerdotes que no tienen miedo al rito, que no se avergüenzan de la tradición, que buscan precisamente lo que durante décadas se despreció: belleza, reverencia, sentido, verticalidad.
Y lo verdaderamente irónico es que, mientras algunos siguen creyendo que romper con el pasado es vanguardia, son justamente los nuevos quienes están marcando el futuro. Lo moderno ya no es lo improvisado, sino lo eterno. El progresismo de parroquia hoy suena a casete, a moqueta y a ansiedad pastoral.
Por eso, a los cardenales les convendría mirar a estas nuevas generaciones sin prejuicios. Porque el tiempo del complejo ya pasó. Y la Iglesia que viene no quiere parecer simpática, quiere parecerse a sí misma.
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