El Papa Francisco ha muerto. Y en lugar de resonar un “Requiem aeternam dona ei, Domine”, lo primero que escuchamos es al camarlengo anunciando que “ha vuelto a la casa del Padre”. Así, sin más. Como si el juicio particular fuera un trámite burocrático. Como si la eternidad se resolviera en una frase con olor a PowerPoint catequético.
Lo que debería ser un momento de súplica, temblor y silencio —un alma ha sido llamada ante Dios— se convierte en una beatificación exprés de micrófono y titulares. En lugar de invitar a los fieles a rezar por el alma del Papa difunto, se da por hecho su destino eterno con una seguridad impropia de quienes creemos en el juicio divino.
No, Eminencia. El Papa no “ha vuelto a la casa del Padre”. Ha muerto. Y como todo hombre, está siendo juzgado por Cristo, que no es un terapeuta emocional sino el Señor de la Historia. Lo verdaderamente caritativo, lo verdaderamente católico, es pedir oraciones, ofrecer misas, implorar misericordia. No repartir certificados de salvación antes siquiera de que el cuerpo haya sido amortajado.
En tiempos donde la muerte se edulcora y el pecado se oculta, es más urgente que nunca recordar la verdad: nadie se salva automáticamente. Ni siquiera un Papa. Y si amamos al Papa, si creemos que su alma es preciosa, entonces no la entreguemos al olvido sentimentalista. Roguemos por él, como la Iglesia ha hecho durante siglos. Porque eso es lo que se hace por un alma cuando de verdad se espera su salvación.
