Hace tiempo que «polarización» se ha convertido en una palabra comodín, un mantra que los obispos, ciertos prelados e incluso el mismísimo Papa repiten como si fuera el origen de todos los males. ¡Cuidado con los extremos!, nos dicen, como si los problemas de la Iglesia y del mundo se redujeran a una pelea entre dos posturas igualmente absurdas.
Pero, ¿es eso cierto? Reflexionemos un momento. Si mañana alguien se pone de moda diciendo que 2+2 son 8 y yo insisto en que es 4, no se puede afirmar que el problema es la polarización. La situación no se polariza porque yo me aferre a la verdad. Sin embargo, parece que, para algunos, la solución sería buscar un punto intermedio y concluir que 2+2 son 6. Al fin y al cabo, un consenso en la mentira es mucho más fácil de digerir que un desacuerdo firme basado en principios.
Esta narrativa de la polarización es una trampa peligrosa, y el relato que nos venden es siempre el mismo: la culpa es de quienes no ceden. Y ceder, en este contexto, no es otra cosa que aceptar los postulados de la ideología dominante, cada vez más progresista y alejada del sentido común. En realidad, no es que la sociedad esté polarizada: es la izquierda progre la que ha llevado el discurso al extremo, la que ha abandonado la cordura y ahora pretende convencernos de que la posición razonable es ceder ante sus delirios para no parecer «radicales».
¿Por qué no se atreven los pastores de la Iglesia a decirlo? ¿Por qué prefieren adoptar un discurso tibio, que parece más un comunicado de Naciones Unidas que un mensaje evangélico? Cristo no vino a buscar el aplauso del mundo, ni a sentarse en un punto medio para agradar a los fariseos y a los romanos al mismo tiempo. Vino a proclamar la verdad, aunque incomodara. Y esa verdad, a menudo, divide: “No he venido a traer paz, sino espada” (Mt 10, 34).
¿Estamos polarizados? No. Lo que ocurre es que algunos se han radicalizado en su intento de someter la verdad al consenso. Si insistimos en que el matrimonio es entre un hombre y una mujer, que la vida es sagrada desde la concepción hasta la muerte natural, o que la libertad religiosa no es excusa para diluir la fe católica, no somos nosotros los radicales. Somos los que resistimos.
El problema no es la polarización, sino la cobardía de quienes, para evitarla, estarían dispuestos a decir que 2+2 son 6. Si defender la verdad genera tensión, bendita tensión. Porque, al final, la verdadera unidad no se construye sobre concesiones, sino sobre la fidelidad. Si nos dejamos arrastrar por el miedo a la polarización, no quedaremos en el medio: quedaremos del lado de la mentira.
Cuando los obispos hablan de “dialogar y evitar extremos”, uno no puede evitar preguntarse: ¿con qué fin? Porque el diálogo solo tiene sentido cuando busca la verdad, no cuando trata de camuflarla para que nadie se ofenda. Quizá ya es hora de que algunos entiendan que el problema no es la polarización, sino la pretensión de convertir la verdad en una variable negociable. La verdad no polariza; lo que polariza es la cobardía ante ella
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