El Papa y el arte de las promesas cruzadas

El Papa y el arte de las promesas cruzadas

En un acto que raya entre la comedia y el drama, el Papa Francisco habría recibido, según informan diversos medios, a los periodistas Caccia y Blanco, conocidos defensores de sus decisiones, y también a aquellos que llevan años arremetiendo contra el Sodalicio, la organización en el ojo del huracán. Y, para sorpresa de nadie que conozca su estilo, habría dicho lo mismo a ambos bandos: «Estoy con ustedes, sigan adelante.»

Esto, claro, plantea un pequeño problema de lógica. ¿Cómo puede alguien estar simultáneamente del lado de quienes defienden una causa y de quienes la combaten con vehemencia? La respuesta, según parece, es que Francisco no se detiene a considerar las contradicciones, sino que se limita a decir lo que cada interlocutor quiere escuchar.

Esta estrategia, que funcionó con gran destreza en su época de arzobispo en Buenos Aires, parece estar tropezando en el Vaticano. No porque haya cambiado de táctica, sino porque, a estas alturas, ya no le resulta tan fácil mantener la coherencia entre reuniones privadas y declaraciones públicas.

El problema no es solo que diga una cosa y luego la contraria, sino que ya ni siquiera intenta disimularlo. En un mundo donde las noticias vuelan más rápido que nunca, donde cualquier comentario se filtra en cuestión de minutos, la habilidad para sostener esta doble narrativa se ha convertido en una tarea titánica.

Sin embargo, esto no es nada nuevo para quienes han seguido de cerca su pontificado. Desde el principio, Francisco ha cultivado un estilo ambiguo que a menudo deja a todos contentos y, al mismo tiempo, a nadie satisfecho. Puede condenar los excesos del capitalismo por la mañana y recibir a millonarios en su despacho por la tarde. Criticar la comunión en la boca y luego darla a los fieles que se lo piden con devoción. Ser universal y, a la vez, absolutamente particular.

Lo curioso de este episodio es que pone de manifiesto no solo el patrón, sino también su desgaste. Porque antes, cuando era más ágil y menos expuesto, podía maniobrar con mayor facilidad. Ahora, en cambio, las contradicciones empiezan a ser demasiado evidentes, y no falta quien apunte que el Papa, en su avanzada edad, ya no tiene la destreza para proteger sus “mentirijillas”.

El episodio con Caccia y Blanco, y los críticos del Sodalicio, es un ejemplo perfecto. No es que haya cambiado de opinión de una reunión a otra; es que, simplemente, parece que ha optado por contentar a todos al mismo tiempo. Pero, en este caso, los tiempos ya no le juegan a favor. Lo que antes podía pasar como una habilidad diplomática, ahora se percibe como una falta de coherencia o, peor aún, como una falta de sinceridad.

Tal vez Francisco crea que este enfoque sirve para mantener unido a un rebaño cada vez más dividido. O quizá simplemente ya no le importe tanto que lo pillen en estos enredos. Sea como sea, el resultado es el mismo: confusión entre los fieles y una imagen de liderazgo cada vez más resquebrajada.

La verdad, como siempre, será la primera víctima. Pero, al menos en este caso, el espectáculo ha sido tan evidente que resulta difícil no verlo con algo de ironía. Si algo queda claro de este episodio es que, aunque Francisco intente decirle a cada grupo lo que quiere escuchar, ya no puede esperar que nadie le crea por completo. Y, al final, esa es la peor herida que puede sufrir un líder que se presenta como pastor: la pérdida de la credibilidad.

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