Realmente puede decirse que nuestra época está impregnada de un feroz determinismo según el cual ciertas cosas deben ser de una manera y no pueden ser de otra. Parece extraño en una época en la que el lema de que todo es posible es uno de los eslóganes de moda.
Tomemos el arte: no eres un artista moderno si no eliges lo abstracto, o lo atonal para los que son músicos. Los que intentan seguir los pasos de los antiguos son vistos con desprecio, como si no fueran más que un siniestro manierista cuyo tiempo hace mucho que quedó atrás.
No es en absoluto nuestra intención despreciar los logros que la modernidad nos ha traído incluso en el ámbito artístico, pero solo pueden apreciarse cuando se injertan en una tradición. Esto es aún más cierto cuando hablamos de arte sacro, de música sacra. Nadie rechaza lo nuevo por prejuicio. Los que se refugian en el pasado por miedo no son ciertamente dignos de elogio. Pero no se puede olvidar el importante principio de que no se puede ser moderno si antes no se ha sido antiguo.
El artista sagrado sabe bien que debe referirse a ciertas cosas que proceden no solo de la tradición, sino también de la Escritura. El acontecimiento de la encarnación ha elevado la dignidad de la figura humana no solo en cuanto a su esencia espiritual, sino también en cuanto a la figura misma. Recordemos lo que dice san Pablo en la Epístola a los Filipenses: «Tened entre vosotros los sentimientos propios de Cristo Jesús. El cual, siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz. Por eso Dios lo exaltó sobre todo y le concedió el Nombre-sobre-todo-nombre; de modo que al nombre de Jesús toda rodilla se doble en el cielo, en la tierra, en el abismo, y toda lengua proclame: Jesucristo es Señor, para gloria de Dios Padre» (Fil 2,5-11). Cristo, en la encarnación, exaltó al hombre en cuerpo y alma, materia y espíritu, y el arte sagrado, a través de la materialidad de los sonidos, las formas y los colores, penetra en lo más profundo del alma.
Un texto muy significativo del escritor Martin Mosebach se titula: La herejía de lo informe. En efecto, es un título muy apropiado, aunque el libro se refiera principalmente a la liturgia. Para nosotros, es importante reflexionar sobre el hecho de que lo informe es el caos y que el arte y la música dirigidos a Dios deben reflejar, en cambio, el orden y la belleza que tienen su culminación y su fuente en el Creador.
He aquí, en la pintura, la importancia del dibujo, que ciertamente puede tener rasgos modernos, pero que no debe traicionar la lógica de la encarnación. El gran crítico de arte inglés John Ruskin, en un texto que trata de los elementos del dibujo, afirma: «Estoy convencido de que si vemos con suficiente agudeza, encontraremos poca dificultad en dibujar lo que vemos; pero, suponiendo que la dificultad sea grande a pesar de todo, creo que ver es todavía más importante que dibujar; y prefiero enseñar a mis alumnos a dibujar para que aprendan a amar la Naturaleza, que enseñarles a observar la Naturaleza para que aprendan a dibujar».
El arte nos enseña a mirar el mundo, la música a escucharlo. Y propósitos aún más nobles tienen el arte y la música sagrados, porque nos ayudan a hacerlo elevándolo todo en Dios, teniendo esa mirada sagrada que esperaba el gran pensador católico brasileño Plinio Corrêa de Oliveira: «La inocencia siempre busca algo; aquello que está lleno de luz, paz, orden, concatenación y fuerza, pero, al mismo tiempo, de tranquilidad. Ese algo posee la capacidad de moverlo todo sin moverse a sí mismo. Tiene algo inefable, divino, interior y secreto; debe ser, por tanto, la luz y la gloria, el marco fundamental y la piedra angular de los siglos futuros. Debe iluminar a toda la humanidad, debe inspirar los sistemas filosóficos, las instituciones y las costumbres, debe despertar las escuelas de arte y, mucho más que eso, debe inspirar a los santos y dar a la Iglesia días nuevos, más iridiscentes, de gloria. Será un reflejo de la mirada, la sonrisa y la majestad de la Virgen». El arte desfigurado que a menudo tenemos que soportar es hijo de estos tiempos desgraciados, tiempos en los que el desorden se eleva a modelo y la informalidad a dogma.
Sin embargo, no podemos dejar de mirar y escuchar esa armonía de sonidos y colores que nos conduce a la contemplación de las cosas divinas. Aunque no quisiéramos, también nosotros deberíamos responder a la pregunta de san Agustín: «Quid est corporis pulchritudo? congruentia partium cum quadam coloris suavitate» («¿Cuál es la belleza del cuerpo? Es la proporción de las partes acompañada de una cierta dulzura de color»). (San Agustín, Carta 3, CSEL 34/1: 8 en U. Eco, Arte y belleza en la estética medieval). También nosotros buscamos proporciones para elevar nuestros ojos y nuestros oídos a la contemplación de Dios.
Publicado por Aurelio Porfiri en la Nuova Bussola Quotidiana
Traducido por Verbum Caro para InfoVaticana