Sinodalidad, Instrumentum Laboris y las “guerras culturales”

Sinodalidad, Instrumentum Laboris y las “guerras culturales”

(Gavin Ashenden/Catholic Herald)-Hace cuarenta años asistí a un servicio de la Comunión Anglicana en Canadá y me encontré por primera vez con una mujer sacerdote anglicana celebrando la liturgia. Estaba bastante emocionada.

No hacía mucho que había salido de la facultad de teología anglicana y nadie entendía muy bien a qué venía tanto alboroto. La cuestión del sacerdocio se había planteado de forma muy simple y simplista: “Si los hombres pueden, ¿por qué no las mujeres?”.

La experiencia que viví aquel día fue tan fuerte como extraña. Me encontré viviendo un grave e incomprensible choque entre racionalidad e intuición, cabeza contra corazón, que iba a servirme para reflexionar sobre el futuro tanto de la Iglesia como de la sociedad.

De hecho, he tardado cuarenta años en comprender las implicaciones de aquel momento y en “unir los puntos”.

Incluso ahora, muy pocos son capaces de unir los puntos entre el deseo de la Iglesia de tender la mano para contentar a una cultura secular progresista, y lo que se nos muestra como una paradójica depravación sexual combinada con un grado de control social y exclusión ejercido contra los cristianos y los tradicionalistas en general.

Depravación puede parecer una palabra muy dura. Pero las marchas del Orgullo, en particular, parecen celebrar la superación de las fronteras de la desviación sexual hasta nuevos límites. Este mes de junio, «Mes del Orgullo», la última celebración del Orgullo en Nueva York vio a una multitud de «Alphabet people», formada por drag queens en topless mostrando sus pechos, gritar con júbilo: «estamos aquí, somos maricas y venimos a por vuestros hijos». Mientras tanto, al otro lado de los Estados Unidos, en Seattle, la marcha del Orgullo se componía de hordas de ciclistas desnudos que exhibían alegremente sus genitales delante de niños.

Tenemos derecho a preguntarnos si existe una conexión entre esta agresiva cultura sexualizada y el hecho de que nos embarquemos en un acto de síntesis cultural con una cultura subcristiana o anticristiana por medio del proceso de Sinodalidad.  La pregunta que deberíamos hacernos es si la Sinodalidad tiene la energía para convertir esta cultura secular a la fe, o si por el contrario son las prioridades de la cultura secular las que subvierten la fe y la cambian.

Teniendo en cuenta lo que ha estado ocurriendo en el Reino Unido en el ámbito de la educación sexual ahora que descubrimos que a los niños de primaria se les enseña la masturbación en las clases de educación sexual, nunca podremos decir que «ellos» mantuvieron en secreto que el proyecto progresista trataba, en última instancia, de la sexualización de nuestros hijos. Los eslóganes de las drags de Nueva York eran verdad.

Pero, ¿qué tiene eso que ver con la sacerdotisa anglicana canadiense?

La Iglesia se enfrenta a un dilema. ¿Cómo debe reaccionar ante esta cultura secular progresista? ¿Puede aprender de ella para evangelizar sin dejarse capturar y ser transformada por ella?

La respuesta que demuestra la experiencia de las iglesias protestantes es que han subestimado gravemente la fuerza y la ambición de la cultura progresista. Un movimiento que pensaba que se trataba simplemente de conseguir una mayor justicia ha resultado no ser, después de todo, metafísica o teológicamente neutro.

Lo que ha alarmado a tantos católicos es que el proceso sinodal y su última expresión, el Instrumentum Laboris, parecen, conscientemente o no, estar llevando a la Iglesia católica por la misma trayectoria y hacia los mismos resultados de las iglesias protestantes.

Uno de los fenómenos más extraños ligados al proceso sinodal es la falta de comentarios sobre la capitulación del protestantismo ante lo que ha resultado ser un movimiento social anticristiano. La Iglesia anglicana ha ido adoptando cada vez más los valores morales y filosóficos del nuevo y turboalimentado secularismo de izquierdas, pero las desastrosas consecuencias heterodoxas no parecen importar mucho a los católicos por lo que se deduce de un proceso sinodal que se embarca en un viaje en la misma dirección.

Una vez más, el tenor de la ideología y el lenguaje empleado bebe de la cultura terapéutica, solo que ahora el lenguaje usado es una mezcla más sofisticada de lo terapéutico y lo político.

La propuesta y el proceso de acompañamiento y el «acercarse» a las periferias para escuchar las historias y las verdades del feminismo y de las personas con orientaciones sexuales alternativas ha llevado a rendirse a una filosofía diferente y a lo que ha resultado ser una religión diferente.

Lo que me lleva de nuevo a mi primer encuentro con la sacerdotisa tras del altar.

Fue una experiencia extraña e inquietante. Racional y superficialmente estaba encantado. «Por fin», pensé, «puedo ver y juzgar de qué va todo este lío. Allá vamos».

Litúrgicamente, todo fue muy bien. Dirigió el oficio con competencia, leyó las Escrituras, predicó una pequeña homilía, ofreció algunas intercesiones y yo me encontré diciendo: «¿qué hay de malo en todo esto?».

Y entonces ella se trasladó tras el altar como celebrante y la mejor manera en que puedo describir lo que sucedió es decir que mi estómago dio un respingo y sentí algo parecido al vértigo y una fuerte indigestión. Experimenté un conflicto entre la mente y el corazón, la racionalidad y el instinto, lo profano y lo sagrado.

Mi mente estaba profundamente ofendida. «¿Qué te pasa?» me pregunté. «¿Es mi inconsciente secretamente misógino? Si no es así, entonces compórtate. O te explicas o paras de hacer todo esto».

Uno de los problemas de ser mezclas compuestas de lo consciente y lo inconsciente como seres humanos es que lo inconsciente o instintivo no puede utilizar un lenguaje racional. Y por eso es muy difícil para la mente hacerse una idea de lo que está pasando cuando algo va mal. Puede oír las alarmas, pero no sabe por qué suenan.

Pero esta extraña perturbación fue el escenario de las tensiones de lo que vendría después, cuando la Iglesia se enfrentó a las demandas y asunciones del feminismo.

No hay espacio aquí más que para unas breves reflexiones. Pero quizá una de las primeras debería ser el hecho de que el lenguaje que elegimos para expresarnos o analizar nuestro juicio determinará en parte nuestras conclusiones. Lo que nos lleva, por supuesto, al lenguaje y al proceso de sinodalidad.

El lenguaje sinodal utiliza un tono de voz y un lenguaje particulares, extraídos principalmente de la cultura de lo que podríamos llamar la psicopolítica.

El «acompañamiento» y la «integración de los alienados» son una mezcla de las preocupaciones y prioridades de la psicoterapia y del análisis marxista. El «acompañamiento» se hace eco del ethos que no juzga ni dirige propio del método del counseling de Carl Rogers. El reconocimiento y el empoderamiento de los marginados, aunque tiene débiles ecos de las preocupaciones de los Profetas, es una de las bases de la redistribución de las relaciones de poder propia de la política progresista de izquierdas.

De hecho, la ordenación de mujeres en el protestantismo resultó ser tanto causa como síntoma de la secularización de la fe en Occidente.

En pocas palabras, las mujeres que se ordenaban eran feministas. Las mujeres occidentales de las tres últimas generaciones han estado inmersas en esta ideología tanto a través de la cultura como de la educación.

Y aunque el feminismo es complejo, y ahora ha alcanzado su cuarta ola de desarrollo, siempre ha mantenido ciertos rasgos integrales.

En primer lugar asume el relativismo filosófico. Reflejando el mantra de que hombres y mujeres son intercambiables, esto va acompañado de una visión del mundo que sugiere que todos los puntos de vista son tan buenos como los demás. Esto ha contribuido poderosamente a socavar las pretensiones del cristianismo y de la Iglesia. Su preferencia por el universalismo hacía casi imposible cualquier ejercicio del don del discernimiento, la distinción entre el bien y el mal.

Ni la terapia ni la preferencia secular por culpar de todo mal a las desventajas sociológicas permiten el reconocimiento del mal metafísico.

Desde hace mucho tiempo existe una alianza entre el feminismo y la rehabilitación política y ética homosexual. Así que no debería sorprender que la causa de la ordenación de mujeres vaya de la mano de la normalización de la identidad, la cultura y el matrimonio homosexuales.  Escuchar y acompañar sólo puede tener el efecto de impedir la crítica y el análisis teológico y metafísico. Lo hace promoviendo un intercambio de categoría filosófica. La santidad se cambia por la curación psicológica y el utopismo político.  Las categorías del juicio de la Iglesia, enraizadas en la Escritura y la Tradición, se convierten en expresión de opresión e injusticia. Todo esto se consigue simplemente haciendo del acompañamiento, la escucha y el no juzgar el lenguaje del encuentro.

En otras palabras, el lenguaje de la consulta determina el contenido del resultado.

¿Cómo ha afectado esto al último documento que el proceso sinodal ha generado para que lo examinemos y reflexionemos sobre él, el Instrumentum Laboris?

En nuestro próximo artículo examinaremos lo que propone a la Iglesia como receta para abrirnos camino hacia un futuro renovado.

Ayuda a Infovaticana a seguir informando