(Gavin Ashenden/The Catholic Herald)-Judas Iscariote, el apóstol fallido, no es un santo. Pero si tuviera que ser nombrado patrón de algo, quizá pudiera serlo no sólo de la apostasía, sino de la politización de la espiritualidad. Podría ser el patrón de todos aquellos que se niegan a seguir a Jesús por el camino de la transformación espiritual y prefieren la vía política.
¿Por qué hizo Judas lo que hizo? La respuesta metafísica que da San Juan es que Satanás se introdujo en su corazón. La respuesta teológica es que buscaba una solución política al problema de la nación judía, que Jesús frustró al no cumplir sus expectativas.
Pero el secuestro de la ética cristiana con diferentes fines políticos, la opción Judas, ha continuado a lo largo de los siglos, y nunca con tanto éxito como hoy.
La política woke es el ejemplo clásico de la opción Judas aplicado a los valores cristianos. Los tres lemas “Diversidad/Inclusión/Igualdad” tienen sus raíces en la visión ética cristiana.
Los tres han sido objeto de una conquista hostil y se han utilizado para engañar a las personas desprevenidas y moralmente crédulas con el fin de crear una utopía política que sea una alternativa más accesible al Reino de los Cielos.
La diversidad como valor espiritual es totalmente diferente de su aplicación política. Refleja la abundante variedad existente en la creación de Dios. Describe la exquisita complementariedad de hombres y mujeres, los dones del Espíritu en la Iglesia, el inagotable ingenio redentor de Dios ante el fracaso y el dolor humanos. La uniformidad es aburrida y poco imaginativa, pero la diversidad es la huella de lo generoso y creativo.
Pero también puede servir de anzuelo para incautos éticamente poco informados.
En términos políticos, la diversidad se presenta como una generosidad creativa, pero en realidad se utiliza como un arma restrictiva contra determinados objetivos: los blancos, la heterosexualidad, la religiosidad, el conservadurismo, la masculinidad, la experiencia, la competencia.
El léxico político sigue las reglas orwellianas de prometer una cosa pero cumplir realmente otra muy distinta. La diversidad espiritual refleja la generosidad de la creación. La diversidad política representa la exclusión de la ética y la cultura cristianas y su sustitución por otras alternativas.
La inclusión, en términos espirituales, representa la promesa de que la soledad que nace de ser excluido, expulsado, alienado y rechazado, puede ser superada. La venida de Jesús es el mayor acto de inclusión. Hace posible la reconciliación de un pueblo impío con su Dios santo mediante un acto de sacrificio supremo. El precio es el arrepentimiento y la confianza, la inclusión en el perdón sanador del amor de Dios es la promesa del Evangelio. Traza los contornos de una sonrisa en el rostro de una Iglesia evangelizadora.
La inclusión política, por el contrario, es uno de los más perversos mecanismos. La inclusión política se consigue prohibiendo la discriminación. Esta ética pseudouniversalista impide una de las tareas teológicas más importantes que se han encomendado a la humanidad: «la discriminación del bien y del mal», que significa la capacidad de discernir lo verdadero de lo falso y lo auténtico de lo falaz.
La prohibición de la discriminación en nuestro discurso social, proscribiendo uno de los ejercicios más importantes que tenemos que realizar, nos convierte en bobos crédulos listos para ser timados por cualquier vendedor de saldos éticos que se cruce en nuestro camino.
La inclusión es, por supuesto, un burdo truco que pretende incluir a todo el mundo menos a los representantes de la Cristiandad en Occidente.
La igualdad como concepto espiritual describe el igual valor de cada miembro de la raza humana a los ojos y en el corazón de Dios Padre. Pero ahí termina. A cada uno le da diferentes dones y diferentes responsabilidades. A los más dotados les da más responsabilidad y más obligación de rendir cuentas, como nos recuerda la parábola de los talentos.
Pero la igualdad política es otra herramienta profundamente peligrosa de manipulación social. La igualdad forzada de resultados que define el utopismo de la izquierda política conduce cada vez más a un gobierno autoritario que impone su voluntad a la población para producir resultados artificiales e ineficaces. Conduce al «síndrome de la amapola sobresaliente», en el que los más destacados son sacrificados y el resto de la sociedad queda reducida al mínimo común denominador.
La igualdad política es el motor que lleva al totalitarismo y a la extinción de la singularidad de cada individuo.
La gran estafa de nuestra época es el modo en que el utopismo progresista ha capturado la ética de la espiritualidad del cristianismo y, al politizarla y vaciarla de su significado, ha trocado su poder de transformación interior por una presión social para crear una cultura contraria a la fe, la visión y los valores cristianos.
Hace mucho tiempo que la Iglesia debería haber despertado ante la ofensiva woke y, al detectar su gran atraco verbal y ético, luchar por recuperar las palabras que han sido politizadas y combatir su mal uso.
Si somos capaces de distinguir entre Judas, patrón de la politización del Evangelio, y San Pedro, la roca sobre la que se fundó la Iglesia, deberíamos ser capaces de distinguir entre las palabras y las ideas que sirven a Jesús como él quería y las que no.
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