Kiev se convirtió así en la cuna, en el ‘mito de origen’, de lo que hoy son, al menos, tres países: Ucrania, Bielorrusia y Rusia.
A finales del S. X, el emperador de Bizancio Basilio II, asediado por sus enemigos, tuvo una idea que habría de cambiar la historia para siempre y de la que hoy vivimos quizá sus últimas consecuencias: acudir al más poderoso de los príncipes de la Rus, Vladimir de Kiev, para pedirle ayuda. Le ofreció la mano de su hermana, la princesa Ana Porfirogéneta. Había solo un problema: Vladimir, como la inmensa mayoría de su pueblo, era pagano, así que Basilio le puso como condición para emparentar con la familia imperial que se convirtiese al cristianismo.
Así lo hizo Vladimir, que no solo se bautizó sino que ordenó la conversión de todos sus súbditos, con monumentales bautismos colectivos. Era el año 988, que marca el nacimiento de la civilización rusa (en un sentido amplio, del Rus), unificando a los principados de eslavos del norte en una fe y una cultura derivada de Bizancio, es decir, cristiana, pero cismática.
Kiev se convirtió así en la cuna, en el ‘mito de origen’, de lo que hoy son, al menos, tres países: Ucrania, Bielorrusia y Rusia.
Pero el esplendor y poderío de Kiev iría menguando y decayendo, y el relevo habría de recogerlo siglos más tarde un principado que no era ni una aldea cuando ya proliferaban en la actual capital ucraniana decenas de magníficas iglesias: Moscovia.
Moscovia se fue expandiendo, anexionándese o sometiendo a vasallaje a otros principados del Rus hasta que con Iván IV el Terrible (‘Grozny’, en realidad, ‘el tormentoso’) alumbró una idea que habría de ser igualmente crucial en la mentalidad colectiva de su pueblo, la idea de ‘la Tercera Roma’.
Roma era el imperio por excelencia, la civilización cristiana. La primera había sido la que le dio su nombre original; la segunda, Constantinopla, cabeza del Imperio Romano de Oriente, hasta que cayó en manos de los turcos. Pero Roma es eterna, Roma tiene que durar hasta el final. Así que la caída de Constantinopla había cedido el privilegio a la Tercera Roma, la definitiva: Moscú. De hecho, el príncipe Iván cambió su título por el de César (Zar), que habrían de llevar los autócratas rusos hasta la Revolución de Octubre.
Vista desde fuera, toda esta historia puede parecer un cuento de viejas, crónicas polvorientas sin peso alguno en nuestro tiempo hipertecnificado y materialista. Pero para los rusos no lo es. Para los rusos es el origen de lo que son, y ese origen está, en última instancia, en Kiev.
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