El Salón del Trono sin Trono 

El Salón del Trono sin Trono 

Imaginemos el Salón del Trono de un Palacio Real, donde el rey recibe a sus súbditos. El portavoz de éstos se adelanta y, acercándose al trono, rinde homenaje al rey en nombre del pueblo. Todos mantienen ante el rey un comportamiento respetuoso y solemne, acorde con la circunstancia. Los movimientos son ordenados y silenciosos, en contraste con el ajetreo y el bullicio de la vida fuera de palacio, con el fin de remarcar que se ha penetrado en otro ámbito, distinto del ámbito de la vida común.

Imaginemos ahora que un grupo de cortesanos considera que es necesario adaptarse a los nuevos tiempos. Piensan que la monarquía pertenece al pasado, que los tiempos han cambiado y que hoy los hombres no necesitan inclinarse ante nadie más alto que ellos mismos. No quieren una revolución, porque ese pueblo podría volverse contra ellos, y prefieren introducir los cambios sutilmente, de modo que vayan penetrando poco a poco en la mentalidad de los hombres hasta convertirse en la nueva normalidad, a medida que se vaya olvidando la verdadera normalidad.

Para ello decretan una ley por la cual se informa al pueblo que, en adelante, dada la edad y el estado de salud de Su Majestad, el rey no estará presente en esos actos de homenaje. El trono real será trasladado a una pequeña salita anexa al Salón del Trono, desde la cual el rey podrá escuchar cómodamente el homenaje de sus súbditos. En consecuencia, el portavoz leerá su homenaje de cara al pueblo, dado que el rey ya no está presente (con lo que, en realidad, el verdadero homenajeado será el propio pueblo). En cuanto a la etiqueta que deberá guardarse en el salón del trono sin trono, se considera que no es necesaria una excesiva formalidad, por lo que la gente podrá comportarse con naturalidad. Podrán hablar y moverse libremente, siempre con mesura, por supuesto, porque ya no debe haber apenas distinción entre el ámbito de palacio y el de la vida común.

Por otra parte, las fórmulas del homenaje serán simplificadas y traducidas a un lenguaje mucho más comprensible, eliminando las partes más tradicionales que no corresponden a la mentalidad de hoy, de modo que todo resulte mucho más sencillo y acorde con los tiempos.

Puedo imaginar el sentimiento del rey de ese modo ultrajado, y la perplejidad de las buenas gentes que deben aceptar esa nueva situación e incluso asumir que es mejor que la anterior, ya que se hace en su nombre.

Si sustituimos el trono por el Tabernáculo, en el que el verdadero Rey del mundo está siempre presente, y aunque la analogía no sea perfecta (no puede serlo), eso es lo que ha sucedido con el Novus Ordo Missae. El Sagrario, que presidía la iglesia desde su posición central encima del altar, ha sido reubicado en cualquier rincón de la nave o en una capilla anexa. El celebrante que, en nombre de todo el pueblo, se dirigía al Rey, ahora da la espalda al lugar que éste ocupaba y se dirige al pueblo. La modestia y solemnidad del comportamiento de los fieles en el lugar sagrado ha sido sustituido por las idas y venidas, las conversaciones en voz alta, la indistinción de los ámbitos y de las funciones, en claro detrimento de la sacralidad del lugar y de lo que en él acontece.

La simplificación de la liturgia la ha dejado reducida a su mínima expresión, sustrayéndole el espíritu que la ha impregnado durante más de dos mil años y que ha constituido el puente que ha saltado por encima de los siglos y que ha supuesto su unidad a través de los tiempos.

La supuesta Primavera de la Iglesia se ha convertido en realidad en el más crudo Invierno. Y hay quien se pregunta por qué ha sucedido. Otros, en cambio, no se preguntan nada, y siguen hablando de Primavera.

Pedro Abelló

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