Cuando se cumple un año del explosivo testimonio hecho público por el arzobispo Carlo Maria Viganò, antiguo nuncio vaticano en Estados Unidos, todo ha cambiado y, sin embargo, todo sigue igual. Podría decirse que todo ha cambiado precisamente porque todo sigue igual.
Aparte del disputadísimo argumento central -que Roma conocía perfectamente las acusaciones contra el entonces cardenal McCarrick y que había sido disciplinado por Benedicto XVI, y el Papa Francisco, lejos de actuar, volvió a poner al pederasta en activo-. Viganò pintaba en su testimonio un cuadro desolador del estado de la Iglesia y daba la voz de alarma sobre la infiltración de una red gay en el alto clero que estaba minándolo.
“Obispos y sacerdotes, abusando de su autoridad, han cometido crímenes horrendos en detrimento de sus fieles, menores, víctimas inocentes, hombres jóvenes deseosos de ofrecer su vida a la Iglesia, o han permitido, con su silencio, que dichos crímenes siguieran siendo perpetrados”, escribía el arzobispo en su largo pliego de acusaciones.
Solo dos días, con la crisis de McCarrick ya iniciada, y unida a los escándalos de Chile, el Papa había hecho público un ‘mensaje al pueblo de Dios’ en el que afirmaba: “Con vergüenza y arrepentimiento, reconocemos como comunidad eclesial que no estuvimos donde deberíamos estar, que no actuamos a tiempo, advirtiendo la magnitud y la gravedad del daño infligido a tantas vidas. No mostramos solicitud hacia los pequeños; lo abandonamos”. Su Santidad no podía saber entonces hasta qué punto resultaría significativo ese uso de la primera persona del plural, porque Viganò, precisamente, venía a confirmar ese mismo mensaje con una acusación: sí, los abandonasteis.
¿Qué no ha cambiado? Lo que se esperaba que cambiase inmediatamente, lo que, incluso, se dijo que iba a cambiar. La reacción del Papa, a bordo del avión que le traía de vuelta a Roma tras participar en el Encuentro Mundial de las Familias en Irlanda, desconcertó a propios y extraños: dijo que lo había leído, que no pensaba decir una sola palabra, y que confiaba que los periodistas “hicieran su trabajo”. Es decir, como en el caso de los Dubia presentados por cuatro cardenales, optó por dar la callada por respuesta.
Pero la ocasión era demasiado grave para eso, por no hablar de que Viganò había sido puntilloso en la documentación de sus acusaciones. Las pruebas, dijo, estaban en los archivos conservados en la Nunciatura y en la Congregación para los Obispos en Roma. Con lo que Su Santidad, para permitir que “los periodistas hicieran su trabajo”, no tenía más que ordenar la apertura de los archivos correspondientes.
No se hizo. Menos de un mes después, y contradiciendo un tanto la política de silencio, el consejo de cardenales que asesora al Papa en la reforma de la Curia, entonces C9, anunció una investigación en profundidad sobre el ‘caso McCarrick’ que pusiera todo el asunto en claro. Tampoco se hizo. Mejor: ni siquiera ha vuelto a comentarse el asunto.
Hubo, el pasado febrero, una minicumbre sobre los abusos. No solo no se citó el testimonio, sino que ni siquiera se mencionó uno de los aspectos más llamativos de los abusos: que en más del 80% de los casos denunciados eran de naturaleza homosexual, concordando con la alarma de Viganò sobre una infiltración gay en la jerarquía eclesiástica. Solo lo mencionó, para la prensa, el organizador del minisínodo, el cardenal Blase Cupich, arzobispo de Chicago, y fue para negar que hubiese relación alguna. De fide, suponemos.
Y, hablando de Cupich, otra cosa que ha quedado igual. Uno supondría que de un cardenal que ha sido durante décadas verdadero factotum de la Iglesia americana y que ha sido despojado de la condición clerical tras décadas de acosos y abusos homosexuales se miraría con recelo sus nombramientos y a sus protegidos. Lejos de ello, los clérigos más cercanos al defenestrado McCarrick, los que deben la púrpura a sus buenos oficios, en ocasiones sin prestigio alguno que los avale, tienen hoy más poder que nunca en la Iglesia americana.
Cupich es, como hemos dicho, arzobispo de Chicago, se le encargó la organización de la cumbre y ya hace y deshace a su antojo en el episcopado nacional. Kevin Farrell, que fue su auxiliar en Washington y vivió seis años con él, es hoy prefecto del Dicasterio de Familia y Vida. Joe Tobin es arzobispo de Newark, y Wilton Gregory ha sustituido al sucesor de McCarrick, Donald Wuerl, al frente de la primera diócesis del país, Washington.
Podría decirse que ha cambiado mucho para McCarrick, primer cardenal al que se le retira del ministerio público, supuestamente retirado en una vida de oración y penitencia. Pero, siendo público su pecado, no ha habido un correspondiente arrepentimiento público. El ex cardenal nunca ha pedido perdón. Más aún: ni siquiera se le ha escuchado, ni siquiera se le ha dado el beneficio debido de un proceso canónico formal en el que pudiera aclarar algo de todo este feo asunto.
En cuanto a que la advertencia de Viganò haya podido hacer extremar la prudencia de Roma para no nombrar prelados sospechosos de homosexualidad u homosexualismo, nada de nada. A Gustavo Zanchetta, uno de los primeros nombramientos episcopales de Francisco -como obispo de Orán, en Argentina-, se le procuró un prestigioso y suculento puesto en la APSA, viviendo con el mismo Papa en Santa Marta. Battista -“¿Quién soy yo para juzgar?”- Ricca, nombrado como prelado del IOR, el banco vaticano, ha visto reforzado su poder en la entidad con la reciente reforma emprendida por Su Santidad. Se ha nombrado para el cargo de ‘sustituto’ de la Secretaría de Estado, considerado el ‘número tres’ en la jerarquía curial, a monseñor Peña Parra, denunciado por abusos homosexuales en su Venezuela natal.
Pero, precisamente porque no se ha querido cambiar nada de lo que denuncia Viganò, muchas cosas han cambiado a pesar de las intenciones de la Curia.
Ha crecido la desafección entre los fieles, muchos de los cuales creían de buena fe en las palabras de un Papa que llegó prometiendo ‘Tolerancia Cero’ frente a los abusos. Es difícil seguir creyéndolo, cuando lo poco que se ha podido saber en este año viene a confirmar lo declarado por Viganò -que, otra cosa que no ha cambiado, sigue en paradero desconocido- y nada a contradecirlo.
Ha aumentado la división entre esos mismos fieles hasta extremos que muchos no temen calificar de cisma tácito.
Han aparecido las primeras grietas en la entusiasta defensa del Papa de la prensa secular. Esa misma prensa se había colgado la medalla -no sin razón- de haber destapado la cloaca de encubrimiento eclesial de abusos de 2002, como se relata en la película oscarizada ‘Spotlight’. No van a alinearse con el Papa en esto, de ninguna manera.
En Roma parecen ávidos de dar cerrojazo al asunto, dejar que se olvide, pasar página y centrarse en las nuevas obsesiones de la Curia: a corto plazo, mantener a Salvini fuera del poder y a los peronistas, dentro; a largo, abrir las fronteras a la inmigración ilegal masiva y seguir a la niña Greta en sus ‘instrucciones’ para detener un Cambio Climático presentado cada día en tonos más apocalípticos. Y, por supuesto, avanzar hacia ese ‘acercamiento’ a otras religiones que ha alcanzado su paroxismo en el Instrumentum laboris del sínodo amazónico de octubre, para muchos difícil de distinguir del sincretismo puro y duro.
“Imploro a todos, sobre todo a los obispos, para que rompan el silencio y, así, derrotar esta cultura de omertà tan difundida, denunciando a los medios de comunicación y a las autoridades civiles los casos de abuso de los que tengan conocimiento”, declaraba hace un año Viganò en su testimonio. Y si algo ha cambiado a ese respecto en este año es para hacerse mucho más improbable.
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