Hace cinco o seis años llamé por teléfono al hijo de una persona asesinada por ETA en Bilbao en 1982. Le expliqué que era periodista y que me gustaría quedar con él para que me contase la historia de su padre y de su familia. Titubeó un poco, pero aceptó que nos viésemos unos días después en su casa. “Me abriré el alma y sé que me va a doler, pero creo que debo hacerlo”, me dijo.
Yo me he sentado a escribir estas líneas con esas mismas disposiciones.
La Audiencia Provincial de Bizkaia condenó la semana pasada a José María Martínez a once años de cárcel por un delito continuado de abuso sexual. En el apartado de “Hechos probados” el documento explica que, siendo profesor del colegio Gaztelueta, se valió de su ascendencia sobre un alumno que entonces cursaba primero y segundo de ESO para intimidarle y forzarle de un modo que me siento incapaz de detallar.
La sentencia me ha dejado entre confundido y triste por distintas razones. Y lo peor es que se trata de razones casi enfrentadas. Por decirlo con pocas palabras: no sé a qué atenerme. He leído en algún sitio que el colegio “acata” el fallo de los jueces y supongo que yo tampoco puedo dejar de hacerlo. Pero “acatar” no equivale a dar por bueno todo lo que afirman en los 70 folios del texto.
Vaya por delante que conozco al condenado, que yo también pertenezco al Opus Dei y que seguramente no me hubiera interesado tanto por el caso de no concurrir ambas circunstancias.
Casi me duele físicamente escribirlo, pero estoy dispuesto a aceptar la posibilidad de que Chema sea realmente culpable de todo aquello que la sentencia considera probado.
Hace unos años salí a defender en Twitter a una persona que ―según creía yo― estaba siendo injustamente vapuleada por un texto que había escrito. A partir de ese momento, algunos de los críticos también me criticaron a mí. “Además, tú la defiendes porque la conoces”, me dijeron varios contendientes. “Exactamente ―les respondí―. La conozco y sé que es incapaz de albergar las intenciones que le estáis atribuyendo”. Estaba entonces muy seguro.
También ahora hay algo de eso. No he hablado con Chema de lo ocurrido ―apenas he coincidido con él en los últimos años― y no sé qué sucedió. Quiero creer que es incapaz de haber perpetrado las tropelías que le atribuyen, pero reconozco que me asalta una duda que no puedo resolver físicamente. Parte de mi tristeza y de mi desconcierto proceden de esa inquietud.
Sin embargo, tengo otras dudas más dolorosas. El ponente de la sentencia admite en las primeras páginas que se trata de la palabra del acusador contra la del acusado, y cita dos sentencias del Supremo que establecen que la versión incriminatoria del denunciante puede “enervar” la presunción de inocencia del denunciado.
Pienso que ahí está el quid de la cuestión: no hay otras pruebas directas.
Seguí con interés el recorrido periodístico del caso y la celebración del juicio, y me hice algunas preguntas que la sentencia ha reactivado. He escrito que estoy dispuesto a aceptar que Chema sea culpable. Sin embargo, tendría que resolver todas las incertidumbres antes de afirmarlo. Es un planteamiento que he aprendido del propio sistema judicial: “In dubio, pro reo”.
Hay un apartado concreto de la sentencia que me parece revelador: el de los “hechos probados no exclusivamente por el testimonio del querellante”. Se trata de tres aspectos. El primero es el “mayor número de ‘preceptuaciones’ del encausado con el querellante en relación con el resto de los alumnos de la clase y mayor duración de las mismas”. Chema Martínez era el asesor personal del alumno ―en el colegio Gaztelueta todos los alumnos tienen un asesor― y sus entrevistas con él eran más frecuentes (dos por semana en algunas ocasiones) y extensas (hasta 50 minutos, al menos una vez) que en los demás casos. El condenado y los responsables del colegio adujeron que se trataba de un alumno que faltaba con frecuencia a clase, algo que la sentencia reconoce. Yo también tengo alumnos asesorados ―universitarios, eso sí― y el hecho descrito no me llama especialmente la atención. En general, creo que siempre he prestado más atención a aquellos que pensaba que necesitaban más ayuda.
El segundo hecho probado más allá de la declaración del denunciante es que este fue acosado virtualmente (a través de Tuenti y de mensajes de Whatsapp) por algunos compañeros del colegio, también cuando ya se había marchado a otro centro escolar. Y el tercero, que el alumno sufre todavía hoy un síndrome de estrés postraumático. Pienso que se trata de dos aspectos incuestionables.
En todo lo demás, es la palabra de uno contra la de otro. Es cierto que el tribunal ―citando a los distintos peritos que intervinieron en el juicio― insiste en la verosimilitud del testimonio de la víctima e incluso justifica el tiempo transcurrido hasta que presentó la denuncia (varios años), sus omisiones iniciales o algunas imprecisiones de su relato. Se considera que todo lo que ha contado es verdad y se justifica este planteamiento ―el de los jueces―a lo largo de decenas de folios. “Si la mente nubla el desarrollo de la propia vivencia traumática porque está oscura, confusa, y perdida, y no es capaz de entender ni lo que está sucediendo ni el porqué, difícilmente se puede exigir una precisión en detalle de la vivencia traumática porque en alguna medida se carece de ella”, afirma en algún momento la sentencia. En cambio, los jueces se limitan a dejar constancia casi telegráficamente de que el acusado aseguró no haber abusado “nunca jamás” del alumno. No me parece un tratamiento equitativo.
Más allá de la sentencia, el sentido común y la experiencia me conducen a otras reflexiones. Siendo yo docente, si tuviese la más mínima sospecha de que alguno de mis compañeros está haciendo algo indebido, pienso que sería el primer interesado en aclararlo y en ponerlo en conocimiento de quien hiciera falta para depurar responsabilidades. Sí, imagino también que intentaría proteger a alguien de mi familia, y algo de eso me empuja a escribir estas líneas. Sin embargo, lo haría hasta unos límites razonables: con cierta edad, uno ya ha se ha visto sorprendido muchas veces. Por otra parte, los antecedentes revelan que los comportamientos como el que se atribuye al acusado suelen repetirse con otras víctimas y prolongarse en el tiempo, algo que no parece haber sucedido esta vez. Me llama igualmente la atención que ninguno de los compañeros del alumno afectado haya avalado su versión, ni siquiera con sospechas o recelos. O que algunos colegas defiendan la inocencia del profesor cuando lo más fácil y lo más políticamente correcto en los tiempos que corren hubiese sido desmarcarse de sus (presuntas) actuaciones.
Sin embargo, lo que más me ha sorprendido es que los jueces le hayan impuesto al acusado una condena que se acerca a la solicitada por la familia (10 + 4 si se incluían los agravantes de abuso de superioridad y confianza) y que multiplica la que pedía el fiscal. Siempre habíamos oído decir que es mejor dejar libres a cien culpables antes que condenar a un inocente. Mi gran tristeza ―mayor que todas las expuestas hasta ahora― es que ya no me siento muy seguro de que esto sea así. Tengo la impresión de que, especialmente en algunos ámbitos y en relación con algunos delitos, el objetivo de garantizar la seguridad y castigar a los culpables puede permitir que se produzcan algunos “falsos positivos”. En los últimos años han aflorado demasiados casos de abusos y agresiones sexuales a menores. Hemos sabido además que muchas denuncias se ignoraron y que ciento de episodios se negaron o se trataron de ocultar. Es necesaria una política de ‘tolerancia cero’, desde luego, pero no a cualquier precio, me parece.
Yo confío en ‘el sistema’. He visto cómo en nuestro país ingresaban en prisión personas muy cualificadas y muy poderosas: ministros, directores generales, banqueros, el cuñado del Rey… Soy consciente de que hay a la vez errores y carencias, y no es difícil recordar antecedentes ominosos. También los hubo en algunos juicios decisivos de la Historia. Ha sido justamente uno de esos errores el que me ha animado a escribir.
En fin. Nunca había tenido la sensación de que alguien pudiera ser condenado a once años de cárcel por la posibilidad de ser culpable. Y creo que no podía dejar de decirlo, aunque sea en Facebook.
Publicado originalmente en Facebook por Javier Marrodán Ciordia
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