Cuatro medidas para acabar con los abusos sexuales de clérigos

Cuatro medidas para acabar con los abusos sexuales de clérigos

Después de estas últimas semanas es ya imposible pretender que hemos dejado atrás el problema de encubrimiento por parte de la jerarquía de los abusos clericales. Tras el tsunami iniciado por el Boston Globe y que ensombreció los últimos años del pontificado de San Juan Pablo II, Benedicto XVI emprendió una valiente purga y elaboró nuevas normas, y su sucesor, Francisco, inició su papado comprometiéndose con una política de ‘tolerancia cero’.

Pero los sucesos de estas semanas en Estados Unidos y Chile deben disipar por completo la ilusión de que hemos superado el terrible problema. He aquí dos casos que no solo se producen después de todo lo que se vivió y se prometió; incluso el Cardenal McCarrick tuvo palabras durísimas para aquellos sacerdotes que actuaban como él seguía actuando, y contra quienes les encubrían como le estaban encubriendo a él.

Nunca podremos contabilizar, no en esta vida, el daño que estos escándalos generalizados -nada de ‘manzanas podridas’ aquí- han podido causar a los fieles y a su salvación eterna, a cuántos ha podido desanimar o llevar a la apostasía, pero sí podemos tener la certeza de que ha sido demoledor.

Este problema debe ser atajado, arrancado de raíz como una mala hierba, y desde Infovaticana queremos sugerir medios para resolverlo. El mal no puede atajarse por completo, pero sí se puede terminar con lo que lo convierte en epidemia.

Obviaré lo evidente, es decir, aquellas soluciones que, en realidad, sirven para esta crisis como para cualquier otra de la Iglesia, desde rezar por los sacerdotes, asistirles, procurar que no estén solos; a llevar una vida más cercana a Cristo, porque los laicos no somos cristianos de segunda.

También me saltaré acciones específicas, algunas de las cuales son necesarias -una gran purga, para empezar- y otras, meramente efectistas. No es en absoluto nuestro cometido y, en cualquier caso, estamos convencidos de que solo actuarán positivamente a largo plazo si hay un cambio radical que las acompañe.

Por último, ignoraré ‘soluciones’ que no son tales, como seguir confiando la vigilancia al vigilante (comisiones de prelados y similares), abolir el celibato -la abrumadora mayoría de los abusos son de carácter homosexual- o la llamada ‘solución biológica’: esperar a que varias generaciones de sacerdotes y obispos formados en la confusión postconciliar pasen a mejor (o peor) vida. Las crisis espirituales no pueden tener una solución meramente biológica, y esa esperanza, por lo demás, impulsa a la pasividad, algo fatal en este asunto.

Propongo cuatro medidas.

Aplicar en serio las instrucciones de Benedicto XVI para que no se ordene a personas con tendencias homosexuales persistentes

Parece cruel, e incluso ha sido fuertemente contestada esta postura por sacerdotes como el jesuita Padre James Martin. Después de todo, el celibato rige tanto para heterosexuales como para homosexuales, y los segundos, que cargan con la cruz añadida de una tendencia que la Iglesia considera en su Catecismo como “intrínsecamente desordenada”, puede convertir su lucha particular en un medio de hacerse santos, algo que se espera de todos y más de un sacerdote.

Pero es inocultable, por otra parte, que en la abrumadora mayoría de los escándalos que hemos tenido que reseñar -desde los del Padre Karadima en Chile a los de McCarrick en Estados Unidos- estamos ante conductas homosexuales, y no meramente abusos genéricos.

Ser sacerdote no es un ‘derecho’, como parecen creer las feministas que exigen el sacerdocio femenino, sino una vocación, al servicio de los fieles. Hay otras condiciones, involuntarias para el sujeto y sin ninguna carga moral, que impiden ingresar en un seminario.

De hecho y tras el gran escándalo de principios de siglo, Benedicto XVI renovó las instrucciones para que los seminarios rechazaran a quienes muestras inclinaciones homosexuales persistentes, ante la evidencia proporcionada por los escándalos.

Pero la homosexualidad en los sacerdotes plantea, además, un problema adicional, aparte de la lucha personal del sujeto con sus inclinaciones y es el efecto de lo que los anglohablantes llaman ‘crowding out’: los homosexuales tienden a crear redes, a ejercer cierto ‘efecto llamada’ y a promocionarse mutuamente.

Eso hace que algunos seminarios resulten hostiles para un heterosexual que sienta la vocación, y también que en no pocos casos de encubrimiento se diera cierta medida de complicidad.

El sacerdocio no existe para que ‘te realices’, no es un derecho: existe para los demás, para la Iglesia. Todo lenguaje sobre ‘no discriminación’ es inaplicable aquí.

Superar el clericalismo

El Cardenal McCarrick pedía a ‘James’, el sujeto del que abusó durante veinte años, desde los 11, que le llamara ‘Tío Ted’, y la víctima fue incapaz de contar a los suyos lo que estaba pasando porque no le creerían: era un sacerdote.

Este esquema se ha repetido en infinidad de casos, y refleja una mentalidad no solo totalmente errónea para un cristiano, sino ideal para que se enquisten este tipo de escándalos hasta el infinito.

Me refiero a la vaga idea de que la Iglesia es cosa de los curas, que los laicos estamos en todo para obedecer y callar (y pagar), y que poner en duda la palabra de un sacerdote o acusarle de un comportamiento escandaloso perjudica a la Iglesia.

Curiosamente, se habla mucho de ‘la hora del laicado’; yo, que no soy exactamente joven, llevo toda la vida oyéndolo, y muy a menudo en boca de los mismos clérigos. Pero, como vemos, nunca llega.

Es hasta cierto punto inevitable que la Iglesia se convierta en una estructura de poder, y que los sacerdotes acaben viendo su misión como una carrera profesional. Pero la Iglesia no es solo ni principalmente una estructura de poder, ni podemos dejar que en ella medren las peores consecuencias de esa situación, y mucho menos permitir que los sacerdotes se conviertan en ‘burócratas de la fe’.

Los sacerdotes son, esencialmente, los administradores exclusivos de los sacramentos. Todo lo demás es un añadido; útil en algunos casos, inevitable, en otros, pero también nocivo en muchos otros. Los laicos no debemos esperar a que los curas y los obispos nos den ‘permiso’; tenemos que entrar en la Iglesia, ocuparnos de las cosas de la Iglesia, sin necesidad de salir de nuestro estado, pero también sin complejos. Es tan nuestra como suya.

‘Empobrecer’ a la Iglesia

No creo que haga falta ser Sherlock Holmes para deducir que tanto el clérigo que comete estos abusos como los superiores que lo encubren no se están tomando demasiado en serio su misión. En los primeros, cuando se trata -como suele ser el caso- de un pecado de actividad, repetido, parece razonable pensar que su vida de piedad, su sentido de misión y su fe no están en condiciones óptimas.

En el caso de los segundos, sobre la solicitud por su grey que debería dominar en un pastor se impone el carrerismo, la ambición y el miedo a perder una posición. Un seminarista que denuncia a sus compañeros puede verse expulsado del seminario; un sacerdote que hace otro tanto con un superior puede verse permanentemente apartado en la parroquia más remota. No es un destino que deba asustar a un sacerdote santo; pero sí a un adocenado burócrata de la fe.

Es el aburguesamiento, la comodidad, la posición. Exactamente lo que se acabaría si la Iglesia fuera pobre como dice desearla Su Santidad, una ‘Iglesia pobre para los pobres’.

Por eso creo que empobrecer a la Iglesia es alejar a una mayoría de carreristas comodones; es atraer de nuevo a sacerdotes santos, es impedir que el sacerdocio siga siendo una ‘opción profesional’ como otra cualquiera.

Las incontables obras de caridad de que se ocupa la Iglesia o la evidencia de que los sacerdotes tienen que comer no pueden ser una excusa para evitar este camino. Es perfectamente posible colaborar con obras de caridad concreta o, aún mejor, participar en ellas con el tiempo y el esfuerzo propios. Repito: los laicos somo Iglesia, es nuestra responsabilidad.

Pero en una Iglesia verdaderamente pobre no tendrían el mismo sentido las luchas de poder o los temores a perder la propia posición. Por lo hablar de que, conforme a las leyes del mercado, se podría castigar económicamente a los prelados tibios y premiar a los celosos.

Una prensa católica verdaderamente profesional

He perdido la cuenta de las veces que nos han dicho desde las filas más ortodoxas que no somos una publicación católica, que somos el enemigo, que solo buscamos hacer daño, solo por exponer los escándalos en la Iglesia.

Pero hay en todo esto pocos datos tan reveladores como el hecho de que, de todos los escándalos hasta la fecha, ni uno solo, ni uno, ha venido por la exclusiva de un medio confesional. Para nuestra vergüenza, han tenido que ser los tribunales civiles los que han sacado a la luz el comportamiento delictivo de nuestros pastores, y los medios seculares los que han informado de los escándalos, medida necesaria para corregirlos.

No, ‘los trapos sucios se lavan en casa’ es un refrán, no una frase evangélica; la frase evangélica es “la verdad os hará libres”. Pero demasiadas publicaciones católicas funcionan como órganos de propaganda a mayor gloria de los pastores, colaborando consciente o inconscientemente con sus desmanes.

No, denunciar los abusos no es ‘sembrar el escándalo’. El escándalo se siembra tapando estas conductas que claman al cielo y permitiendo así que se perpetúen y se enquisten, haciendo que cuando al fin estalla -y siempre acaba estallando- el escándalo sea de magnitud mucho mayor y de mayor gravedad.

La prensa católica debería ser específicamente católica solo en su finalidad última y en su temática; pero en todo lo demás debe ser, sobre todo, periodística, sin más. Debe informar de lo que pasa con la mayor objetividad posible, y solo con eso ya estará prestando un enorme servicio a la Iglesia.

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