¿Por qué el Vaticano II no habla del Infierno?

‘Un Concilio también puede cometer errores’

El 14 de septiembre de 1964, Pablo VI abrió la tercera sesión del Concilio Vaticano II. Como señala el historiador italiano Roberto de Mattei en el libro Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita, la cantidad de cuestiones que se encontraba sobre la mesa era tan grande que, en enero de 1964, la Comisión de Coordinación había decidido limitar el debate a los temas esenciales: la Iglesia, los Obispos, el ecumenismo, la Revelación, el apostolado de los laicos y la Iglesia en el mundo moderno, o sea, seis de los trece esquemas previstos en el calendario. Respecto a los otros siete, tan solo se harían propuestas y sugerencias a la Asamblea, redactadas por las diversas Comisiones que las estaban examinando.

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Al abordar la tercera sesión del Concilio Vaticano II, Roberto de Mattei menciona en su libro la reacción de algunos padres conciliares ante la falta de referencias al Infierno en el Capítulo VII del esquema De Ecclesia. Una omisión que consideraban inadmisible por parte de un Concilio Ecuménico encargado de reafirmar la totalidad de la doctrina y al tratarse de una cuestión de gran importancia para todos los hombres.

Así se recoge en el libro Concilio Vaticano II. Una historia nunca escrita:

«Entre los primeros problemas del orden de los trabajos, figuraba también el problema de los fines últimos del hombre, punto central del Capítulo VII del esquema De Ecclesia. El Cardenal Ruffini hizo notar que en ese capítulo no se mencionaba nada acerca del Infierno, reservado para aquellos que mueren en pecado mortal. La falta de referencias al Infierno también fue destacada por Mons. Nicodemo, Arzobispo de Bari, Mons. Biagio d’Agostino, Obispo de Vallo di Lucania, y Mons. Gori, Patriarca Latino de Jerusalén. La intervención de este último merece ser recordada por la claridad con la que expuso el problema.

Mientras el texto, de forma muy oportuna, sí hace mención al Juicio que espera a todo hombre, y se muestra la perspectiva de la Felicidad eterna, se calla, de forma sorprendente, respecto a la otra alternativa, es decir sobre la infelicidad eterna que la Revelación y toda la Tradición destina a los pecadores impenitentes.

La omisión de una clara mención a la infelicidad eterna me parece inadmisible por parte de un Concilio Ecuménico, cuyo objetivo es reafirmar la totalidad de la doctrina, tratándose de una cuestión de gran importancia para todos los hombres, y principalmente para los católicos. Así como se afirma la existencia del juicio y de la felicidad eterna, debe afirmarse abiertamente la certeza de la infelicidad eterna para cuantos han despreciado la amistad divina. Me parece que hay tres motivos que lo exigen:

El primero es que la existencia del infierno es una verdad indiscutible de la Relevación cristiana. El mismo Salvador, que ciertamente conocía mejor que nadie el mejor método de proponer su doctrina, y que, al mismo tiempo, era la propia bondad en persona, proclamó muchas veces, de forma clara y apasionada, la existencia y la eternidad del infierno. En la exposición preliminar de este capítulo escatológico, junto con la existencia del juicio y de la felicidad eterna, debe integrarse expresamente aquella verdad revelada que la completa, que es el estado de la infelicidad eterna.

El segundo motivo de la necesidad de recordar expresamente esta verdad es la grandísima importancia que esta horrenda hipótesis tiene para cada hombre. En efecto, los hombres, que de manera tan fuerte se sienten atraídos por la concupiscencia, al punto de despreciar la amistad divina, seguramente sienten la necesidad de ser disuadidos del pecado mediante el temor de esta infelicidad eterna que amenaza a todo pecador impenitente. Como siempre se ha hecho en la tradición cristiana, enseñada por el mismo Cristo y los apóstoles, también nuestro Concilio, en esta exposición escatológica, debe recordar expresamente a todos y cada uno de los hombres la funesta posibilidad de esta verdad.

El tercer motivo de esta mención expresa es una necesidad especial de nuestro tiempo, que debe imponerse a nuestros cuidados pastorales. En efecto, en nuestro tiempo el deseo hoy dominante de una mejor vida material y el hedonismo generalizado hacen disminuir gravemente a los ojos de muchos hombres el valor de la amistad divina y el sentido del pecado. De esto se deriva el hecho de que la existencia del infierno, o de la infelicidad eterna, es alejada de los pensamientos, y habitualmente rechazada como una consideración inoportuna, y de hecho cada vez más combatida como contraria a la mentalidad de nuestros días. Como muchos advirtieron dolorosamente, no pocos predicadores de hoy no osan evocar ya esta verdad terrible y se callan respecto a ella. Y, como consecuencia de ese temor de los predicadores, es de temer que prevalezca entre los fieles la convicción práctica de que esta pena es una doctrina ya obsoleta, de cuya realidad se puede dudar sí así les parece. Y de este modo se favorece la corrupción de las mentes y de las costumbres.

Por este motivo, pido con vehemencia, venerables Hermanos, que en el texto propuesto del art. 48, se afirme brevemente, siguiendo las palabras de la Biblia, pero de forma clara, junto con el juicio, la alternativa que se presenta a cada hombre, es decir, la felicidad, pero también la infelicidad eterna.

El infierno es la eterna perdición para quienes mueren en estado de pecado mortal, sin haberse arrepentido, rechazando el amor misericordioso de Dios. Se trata de una verdad de fe siempre enseñada por la Iglesia y confirmada por la misma Virgen en el Mensaje de Fátima, que se abre con la terrorífica visión del Infierno, en la cual los tres pastorcitos ven caer una multitud de almas que les aparecen como brasas transparentes y negras o estatuas de bronce con forma humana, semejantes a las centellas de los grandes incendios, entre gritos y gemidos de dolor y desesperación, que los aterrorizaban, hasta tal punto que habría bastado un solo minuto más para que se desmayasen.

Fátima–comenta la misma Sor Lúcia–ha ofrecido una prueba más como garantía de que verdaderamente existe el Infierno y de que allá van las almas de los pobres pecadores, uniendo, sin embargo, a esta terrible verdad, la verdad salvífica de la devoción al Corazón Inmaculado de María.

En los años del Concilio y en los siguientes fueron muchos los teólogos, desde Hans Küng hasta Karl Rahner, desde Urs von Balthasar hasta Edward Schillebeeckx, que redujeron el infierno a una representación mitológica o que, aún admitiendo su realidad, consideraron que estaba vacío. La negación o el redimensionamiento del infierno fue la consecuencia de una insistencia, muchas veces obsesiva, sobre la misericordia divina, que llevó a dejar completamente a un lado el papel de la divina justicia. Las consecuencias estaban destinadas a ser desastrosas, en orden a la responsabilidad personal de los hombres respecto a la fe y a la moral de la Iglesia.»

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