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La contemplación permanente en la actividad y en el descanso

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La contemplación es uno de los valores básicos, tal vez el principal y el que fluye directamente de lo específico del ser humano, o sea, de su racionalidad. Al mismo tiempo quizás sea el más dificultoso y raro en nuestros días, dominados por las imágenes cinematográficas, televisivas, radiofónicas e Internet, imágenes de anuncios en movimiento de luces y colores cambiantes sin cesar, así como por las prisas del activismo que dificulta, a veces casi imposibilita, la reflexión, la oración, la adoración transcendente y el ser contemplativos del Señor de día y de noche, o sea, en la actividad y en el descanso. Se tiende a mirar y a hacer todo en orden al «bienestar» (paganismo), al «biensentirse» (Nueva Era), a la utilidad y a la eficacia. Estamos perdiendo el sentido del estupor, de la alabanza, de la gratuidad, del gozo, del misterio, en una palabra, de la contemplación.

De ahí la oportunidad de esta bitácora, dedicada a la contemplación. En ella se expone en primer lugar la contemplación en la antigüedad griega y luego de la cristiana. El contraste hará resaltar la sublimidad de la contemplación específicamente cristiana.

Como bibliografía general, baste la siguiente y la reseñada en los estudios citados a continuación: Charles BAUMGARTNER, Contemplation en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II/2, Beauchesne, París 1953, col. 1643-2193; A. J. Festugiere, Contemplatio et vie contemplative selon Platons, París 1950 2 ; M. Guerra, Antropologías y teología. Antropologías helénico-bíblicas y su repercusión en la teología y espiritualidad cristianas, Eunsa, Pamplona 1975, pp. 479-524; IDEM, Contemplativus in actione;, un valor, un talante y un destino, Altar Mayor 168 (noviembre-diciembre 2015) 994-104.

1. LA FELICIDAD, ASPIRACIÓN Y DESTINO DEL SER HUMANO

1.1. La felicidad se enmarca en el hacer, que configura el ser, no en el tener:

El valer, por no decir valor, de una persona tiene tres fuentes principales, a saber, la del tener, la del hacer y la del ser.

Lo que alguien tiene (la cartera, el bolígrafo, la buena fama), lo puede dejar de tener, porque lo pierde o porque otro se lo arrebata. No obstante, es muy difícil ser feliz si no se tiene lo elemental para subsistir (Aristóteles, EN1.8.1099b).

Operari sequitur esse, “el obrar -el hacer- fluye del ser”, afirma una sentencia escolástica. Los animales irracionales y el racional -el hombre- obran de acuerdo con su ser tanto genérico: racional o humano e irracional como específico o propio de cada especblogcontemplativosie o clase. El comportamiento de los animales varía según sean cuadrúpedos, aves y peces; estén o no domesticados. Precisamente, según Aristóteles (siglo IV a. C.), el carácter específico, la condición, el ser de cada animal, también del humano, define y fija su éthos, su forma habitual de obrar, de comportarse, su conducta. La observación y el estudio de la especificidad del ser o animal humano es el objeto de la ética.

La contemplación es uno de los valores básicos, tal vez el principal y el que fluye directamente de lo específico del ser humano, o sea, de su racionalidad. Al mismo tiempo quizás sea el más dificultoso y raro en nuestros días, dominados por las imágenes cinematográficas, televisivas, radiofónicas e Internet, imágenes de anuncios en movimiento de luces y colores cambiantes sin cesar, así como por las prisas del activismo que dificulta, a veces casi imposibilita, la reflexión, la oración, la adoración transcendente y el ser contemplativos del Señor de día y de noche, o sea, en la actividad y en el descanso. Se tiende a mirar y a hacer todo en orden al «bienestar» (paganismo), al «biensentirse» (Nueva Era), a la utilidad y a la eficacia. Estamos perdiendo el sentido del estupor, de la alabanza, de la gratuidad, del gozo, del misterio, en una palabra, de la contemplación.

De ahí la oportunidad de esta bitácora, dedicada a la contemplación. En ella se expone en primer lugar la contemplación en la antigüedad griega y luego de la cristiana. El contraste hará resaltar la sublimidad de la contemplación específicamente cristiana.

Como bibliografía general, baste la siguiente y la reseñada en los estudios citados a continuación: Charles BAUMGARTNER, Contemplation en Dictionnaire de Spiritualité, vol. II/2, Beauchesne, París 1953, col. 1643-2193; A. J. Festugiere, Contemplatio et vie contemplative selon Platons, París 19502 ; .M. Guerra, Antropologías y teología. Antropologías helénico-bíblicas y su repercusión en la teología y espiritualidad cristianas, Eunsa, Pamplona 1975, pp. 479-524; IDEM, «Contemplativus in actione», un valor, un talante y un destino, «Altar Mayor» 168 (noviembre-diciembre 2015) 994-104.

1. LA FELICIDAD, ASPIRACIÓN Y DESTINO DEL SER HUMANO

1.1. La felicidad se enmarca en el «hacer», que configura el «ser», no en el «tener»

El valer, por no decir valor, de una persona tiene tres fuentes principales, a saber, la del tener, la del hacer y la del ser.

Lo que alguien tiene (la cartera, el bolígrafo, la buena fama), lo puede dejar de tener, porque lo pierde o porque otro se lo arrebata. No obstante, es muy difícil ser feliz si no se tiene lo elemental para subsistir (Aristóteles, EN1.8.1099b).

Operari sequitur esse, “el obrar -el hacer- fluye del ser”, afirma una sentencia escolástica. Los animales irracionales y el racional -el hombre- obran de acuerdo con su ser tanto genérico: racional o humano e irracional como específico o propio de cada especie o clase. El comportamiento de los animales varía según sean cuadrúpedos, aves y peces; estén o no domesticados. Precisamente, según Aristóteles (siglo IV a. C.), el carácter específico, la condición, el ser de cada animal, también del humano, define y fija su éthos, su forma habitual de obrar, de comportarse, su conducta. La observación y el estudio de la especificidad del ser o animal humano es el objeto de la «ética».

La felicidad, más que al ser, pertenece al hacer, en cuanto es resultado de la actividad de cada ser en el desarrollo armónico y la maduración plena de todas sus facultades o potencialidad. En cuanto al obrar o hacer del hombre (la actividad profesional, etc.,), su importancia depende asimismo del modo de hacer lo que se hace: “Despacito, y buena letra:/ el hacer las cosas bien/ importa más que el hacerlas” (Antonio Machado, Proverbios y cantares, 24).

En fin, lo que alguien es, resulta esencial para él, pues lo que se es, se es mientras uno es o existe. Y se es al menos exigitivamente. De ahí que los oligofrénicos e incluso los locos son hombres, o sea, animales racionales. El hombre es eso: «hombre» (no mono, ni loro, ni cometa) y, además, criatura e hijo de Dios. Lo que uno es lo es siempre, también tras la muerte, incluso en el infierno.

1.2. El hombre, “animal, racional, religioso”

Invito a cada lector a que imite a san Agustín: “Hablé conmigo mismo y me dije: tu autem, Augustine, tu, quis est? Et respondi: homo, “pero tú, N. N., tú, quién eres? Y respondí: hombre, un hombre”. Es sabido que el latín homo abarca tanto a los viri/varones como a las mulieres/mujeres. ¿Pero, qué es el hombre? Una definición generalmente aceptada desde el siglo IV a. C., es la aristotélica: “animal racional”.

Estos dos rasgos definitorios necesitan el complemento de un tercero: “religioso”, incluido ya en su ser racional, pues, de los seres dotados de materia solamente el ser humano es capaz de religiosidad, y lo es precisamente por su racionalidad, por su capacidad de formularse preguntas sobre la transcendencia, sobre lo divino. Precisamente por eso el hombre es capaz de ser contemplativo. No es este el momento demostrar esos tres rasgos definitorios del ser humano, algo que ya he hecho en El enigma del hombre (Eunsa, Pamplona 1999, 3ª edición, pp. 217- 232).

1.3. Todos hemos sido creados para ser felices y aspiramos a la felicidad permanente y perpetua

¿Habrá alguien que no desee ser feliz? San Agustín responde a esta pregunta: «Todo hombre, quienquiera que sea, desea ser feliz. No hay nadie que no lo desee, ni que no lo desee por encima de las demás cosas. Más aún, todo el que desea cualquier otra cosa, la desea con la mirada puesta en la felicidad». (Sermo 306; Cf. De moribus eccl. cathol et de moribus manich I.3.4). Sin embargo, «la vida feliz, que todos proclaman buscar, pocos se alegran de haberla realmente encontrado» (De Magistro 14, 46).

Todos y cada uno deseamos ser felices. El hombre ha sido creado para ser feliz. Dios quiere hacernos felices. Jesucristo mismo se encarnó para hacernos partícipes del Amor y Bienaventuranza, de la Felicidad, que es Dios. San Agustín, en sus Confesiones (2.2.2 y siguientes) nos descubre el hervidero de su corazón al fuego ardiente de sus ansias de «amar y ser amado», de felicidad, así como de su torpeza por buscar la felicidad donde no está.

Varios siglos antes, Aristóteles expone su pensamiento ético en sus tres obras: Magna Moralia (= MM) o «Gran Ética», Ética a Eudemo (= EE) y Ética a Nicómaco (= EN) o «Ética nicomaquea» («nicomaquía», transcripción más correcta por tener en cuenta el itacismo). Como es lógico, varía la sistematización de cada una de estas tres «éticas», pero coinciden en su enfoque, pues estudian la actividad humana no en cuanto buena en sí misma, sino en cuanto conducente a la felicidad del hombre. Más aún, son idénticos los libros V, VI y VII de la Ética a Nicómaco y el IV,V, VI de la Ética a Eudemo. De las tres, la que refleja mejor y más completo el pensamiento de Aristóteles es la dedicada a «Nicómaco», nombre de su hijo, también de su padre.

Hay acuerdo unánime en que la felicidad es -con palabras aristotélicas- «el bien supremo, el fin de los bienes y de todo lo humano, el más completo y el más agradable» (EN 10-6-1176a; MM 1.4.1184,3s; EE 1.1.1214a). Lo es porque es «deseable por sí misma», buscada por sí misma, «no por otra cosa» al mismo tiempo que la causa de la búsqueda de otros bienes (EN 10.6.1177a). Aristóteles afirma que la felicidad es el fin de la conducta humana, más aún de la vida humana misma. Desde la fe cristiana, sabemos que la felicidad verdadera, definitiva y plena es la bienaventuranza o felicidad eterna en Dios. Más acá de la muerte, la felicidad no es plena ni definitiva y casi siempre está «crucificada», es decir, entreverada de malestar, frustraciones, fracasos, dolencias, en una palabra de desgracias e infelicidad. Además, la confundimos fácilmente con el placer que es transitorio y nunca plenamente satisfactorio.

2. LA CONTEMPLACIÓN EN LA ANTIGÜEDAD GRIEGA

En griego, «contemplación» se dice «theoría«. Tal vez porque, según Platón, «el objeto de la contemplación es Dios» (Teeteto 16 a-b) y por cierta similitud gráfica algunos relacionan etimológicamente theoría (“contemplación”) con theós (“Dios”); entre otros, el Pseudo-Plutarco, De musica, 27. Más aún, antes de Platón (siglo V-IV a.C.,), theoría significaba «embajada enviada a una fiesta religiosa», también «para consultar a un oráculo» (cf. Pierre Chantraine, Dictionnaire étymologique de la langue grecque. Histoire des mots, Klincksieck, Paris 1968, s. v. theorós). Pero su verdadera etimología parece relacionarse con la del verbo griego que significa “ver”, «mirar y admirar».

2.1. Origen sagrado de la palabra «contemplación»

La palabra española “contemplación” proviene de la latina contemplation(em), que es religiosa, sagrada, hasta por su etimología. Designaba “la acción” de “cortar” o “acotar” (= tém-no en griego, étimo de “templum, templo”) un espacio rectangular en el firmamento para observar atentamente las aves, que por él pasaran, con fines “auspiciales” (> au/em, “ave”, spicere, “mirar”). Lo trazaba el augur con la varita curvada en la cima capitolina. Con el tiempo el término con-templa-tio, tras un proceso de secularización semántica, significó simplemente “mirada, examen, observación atenta, reflexión”; proceso aplicado también a una palabra afín: con-sidera-tio, ”acción de observar los astros (= sidera, plural de sidus, sideris, “astros, estrellas”) con fines augurales. La palabra “contemplación” recuperó –muy ennoblecida- su proyección religiosa gracias a su presencia en la espiritualidad y mística cristiana.

2.2. La contemplación, el género de vida más perfecto

2.2.1.La felicidad no es un modo de ser, sino una actividad

Según Aristóteles (EN 10.6.1177a),»la felicidad no es un modo de ser», no pertenece al ser, sino al hacer. Pues, si lo fuera, «podría pertenecer también al hombre que pasara la vida durmiendo o viviera como una planta». El hombre puede poner su felicidad en tres clases de actividades, en tres tipos de bienes, a saber, corporales, sociopolíticos e intelectivos, contemplativos. Por eso, una y otra vez habla de tres géneros de vida.

2.2.2. Los «tres géneros de vida»

La felicidad o «el sumo bien, que busca la filosofía, no es el del árbol, ni el de la bestia, ni el de la divinidad, sino el del hombre». Por eso hay que preguntarse: ¿qué es el hombre mismo?». Conocida la realidad del hombre y su concepto, o sea, la antropología, no será difícil averiguar «el sumo bien del hombre, que le hace beatus (bienaventurado, feliz)» (san Agustín. Ciuit Dei 19.3.1).

Desde el punto de vista antropológico, las tres clases de vida presuponen la tricotomía, si no en su sentido más diferenciado, al menos la distinción de los tres aspectos del alma, a saber, concupiscible, irascible y racional. De aquí deriva Platón las tres clases de «vida» y de «felicidad» (Resp 9.580d y siguientes). De hecho, la vida, cuyo objeto es la gloria y la encaminada al placer son dos aspectos de la vida práctica de los hombres, considerados en su vertiente pública y privada.

Los tres géneros de vida quedarían así reducidos a dos, que corresponderían al otium y al negotium de los romanos. Otium significaba no el «ocio», palabra evidentemente derivada de la latina, ni la «ociosidad», sino el estado de los dedicados a la filosofía, libres de servidumbres, de las distracciones, inherentes al negotium, que, de acuerdo con su etimología (nec otium), es la carencia del otium necesario para «la contemplación de la verdad», propio de la filosofía y «tarea del filósofo» (Séneca, De otio 2.1). «Te recomiendo el otium para que hagas cosas mayores y más bellas que las que dejaste de hacer» (Epist 68,10), dice Séneca al destinatario de sus cartas, su amigo, Lucilio, pues qui nihil agere uidentur, maiora agunt, «los que parecen no hacer nada, hacen las cosas más importantes» (Epist 1,1.8.6; cf. 7,68.2). El ideal ciceroniano de vida era el otium cum dignitate, o sea, la entrega a las tareas filosóficas y jurídicas junto con «la dignidad», es decir, el «resplandor», la aureola, del cursus honorum o escalafón político, en el cual él había pisado el peldaño más elevado: el del honor consularis (Cicerón, Orat 1.1; Sext 98.100; Epist.Lent 1.8.4, etc.,) (cf. M. Guerra, Cambio de terminología de «servicio» por «honor, dignidad» jerárquicos en Tertuliano y san Cipriano, Teología del Sacerdocio» 4, 1972, 295-313).

Aristóteles describe los «tres géneros de vida», a saber, la «vida del disfrute o de goce y del placer»(bíos apolaustikós); «la vida con los otros» (bíos politikós) y «la vida contemplativa o con las ideas, con la mente» (bíos theoretikós)» (EN 1095b; cf. también Plutarco, De educac. puer 10 -siglos I-II d.C.,-), o sea, la específica de los dedicados a los placeres corporales, al lucro y ganancias; a las nobles acciones, la gloria y el honor, o sea, a la política y, en fin. a la contemplación, a la sabiduría, es decir, a la filosofía (EE 1.4.12-15a-b). Séneca (siglo I d. C.,) lo traduce al latín cuando distingue la vida dedicada al placer (uoluptas), a la contemplación (contemplatio) y a la acción (actio). Pero, entre ellas, no hay línea divisoria infranqueable, sino una cierta intercomunicación, pues el partidario (epicúreos) del «placer, no está sin contemplación, ni hay contemplación sin complacencia (académicos), ni acción sin contemplación (estoicos) (…). Ni se contempla sin acción, ni se actúa sin contemplación, ni hay placer inactivo (…). La contemplación agrada a todos» (De otio 7,1-2).

¿Pero, dónde está la felicidad? ¿Qué es la felicidad? Los griegos en general, también Aristóteles, así como la fe cristiana, como respuesta, recurren a la misma palabra: theoría, contemplación en esta vida, que la fe cristiana la sublima en «visión beatífica».

2.2.3. El hombre de la Grecia clásica podía ser “contemplativo”, pero si era libre, ciudadano y no dedicado al trabajo manual o servil

Las personas que quieren vivir en otro tiempo caen en una especie de locura que se llama `ucronismo´. Un poeta alemán, Hörderlin, sufrió esta enfermedad: él quería ser griego, de la época de Pericles, y no vienés del 1800, y sufrió enormemente” (Manuel García Morente, La función de la mujer en la cultura actual en sus Obras completas, Anthropos, Madrid 1986, vol. II/2, 106). El gran poeta Hörderlin, además de ucronismo, “padeció” de admiración sin matizaciones y a la vez desconocimiento de la Grecia clásica.

Si Hörderlin hubiera vivido en tiempo de Pericles (siglo V a. C.) y hubiera sido esclavo (ni ciudadano ni libre) o meteco (hombre libre, pero no ciudadano), no habría sido poeta. Varrón (De ling. lat. 1, 17, 1) (siglo III a. C.) afirma la existencia de tres clases de “instrumentos, a saber, el uocale (“dotado de habla: los serui = “siervos, esclavos”), semiuocale (los animales) y el mutum (“mudo, por ejemplo el arado”, las cosas), todos ellos al servicio de los libres, especialmente de los ciudadanos.

En la Grecia clásica –como norma general- el hombre no podía ser “contemplativus in actione, “contemplativo en la acción/actividad”, o sea, en el trabajo manual (propio de los esclavos) ni en el profesional-comercial (metecos, que eran libres pero no ciudadanos). Los esclavos eran “oficialmente” ateos, aunque en realidad fueran cristianos o se hubieran iniciado en alguna de las religiones mistéricas. Solamente una minoría, la de los ciudadanos, podía dedicarse a la política, a la filosofía, a la literatura, etc., o sea, ser contemplativos.

Según los documentos conocidos, ya en las comunidades apostólicas los cristianos celebraban actos de culto especial en el domingo, día de la resurrección del Señor. La Iglesia impuso –por vez primera- la obligación de participar en los actos del culto dominical en el concilio de Elvira (Granada/España, año 305-306, canon 21) y, más tarde, en favor de los esclavos, la Iglesia consiguió que los emperadores cristianos prohibieran en domingo los trabajos manuales, llamados “serviles” por ser propios de los “siervos”, no los intelectuales, criterio que seguramente convendría revisar ahora.

2.2.4. La contemplación, propiedad de los filósofos

En la parábola de la “panegiria” Pitágoras concibe la vida de los ciudadanos como una “asamblea” (panégyris en griego) peculiar en la cual concurren “todos”, unos por amor de las riquezas, otros por el anhelo de la gloria y algunos –“los menos, pero los más nobles”- “miran sin adquirir nada para sí y llevan una vida de contemplación de las cosas”. Estos son los “filósofos” o “amantes de la sabiduría”, palabra inventada por Pitágoras (siglos VI-V a. C.), quien no se atrevió a llamarse “sophós/sabio”, título que reserva para los «Siete sabios» de Grecia. ¿Razón? “Pues nadie es sabio, sino Dios” (Cf. Heráclides de Ponto, Fragm 87, discípulo de Platón; Cicerón,Tusculanae disputationes 5.3.8-10).

Platón eleva el plano de la contemplación desde las cosas a las Ideas. Pero, para Platón la ideas son solo eso: “ideas” (con minúscula inicial), o sea, conceptos de existencia simplemente mental, aunque abstraídos de la realidad (plano gnoseológico), y, además, “Ideas”, es decir realidades independientes. Las Ideas llegan a existir “por y en sí mismas” (plano ontológico). Más aún, se incrustan en lo divino, pero no se contentan con ser “atributos” de Dios (la Verdad, la Belleza, la Bondad, la Justicia, etc.,), como a veces se dice, sino que se sitúan incluso por encima de los dioses y diosas del panteón politeísta de la religión oficial griega. No solo las almas, también los dioses guiados por el supremo olímpico, Zeus, aspiran a la contemplación de las Ideas (plano teologal) (Platón, Fedro 246d-248c. Cf. M. Guerra, La ”conversión” según Sócrates y Platón. (La ”conversión”, “huida” del mundo y “vuelta-retorno” a la ”contemplación de las Ideas” o un proceso de “asemejación a la divinidad”), “Revista Agustiniana, 27, 1982, 63-115).

Según Platón, la “contemplación” es uno de los cuatro “peldaños” (Symp 211c. La palabra griega sympósion suele ser traducida por “banquete”, aunque sería más acertado “tertulia», después de una comida o banquete), el más sublime del conocimiento, a saber, la conjetura, la creencia (fe), el conocimiento racional o razonado y la contemplación (pura inteligencia) (Platón, Resp 510 b-511 a; cf. en general la analogía de la línea proporcional y el mito de la caverna en los libros VI y VII de esta obra. Respublica en latín –politeía en griego- significa “Estado”, no un sistema político concreto, distinto de la monarquía, etc.,). Explícitamente afirma que el “objeto” de la contemplación es Dios (Teeteto 176 a-b). La dialéctica ascendente de la Respublica (en los pasajes ya citados) en cuanto a la verdad y del Banquete (210e-212a) respecto del bien convierte la contemplación platónica en una visión gozosa, en una especie de intuición y contacto con la Verdad, con la Bondad y con las Belleza, o sea, con las Ideas y lo divino, que desborda cualquier otro modo de conocimiento y fruición.

También el neoplatónico Plotino (siglo III d. C.) describe la contemplación (theoría) como preferible a la ciencia (Enéadas, 6,9,4), como un estar en presencia mutua o unidos (En 6.7,34; 6,9,2,3,7 y 9), ver al Uno (lo divino) e identificarse con lo visto (Enn 6,9,3,10 y 11). De ahí que, con formulación paradójica, sea un “contemplar aunque nada se ve” y “ver no viendo (aunque no se ve)” (En 5,5,7).

Plotino define la “contemplación» como éxtasis, o sea, “estar” el alma “fuera de sí”, poseída y plena de lo divino,”. Es una “iluminación” y “plenitud” (En 6,9,7). Plotino trató con cristianos e incluso uno de sus discípulos fue el gran Orígenes, quien le llama “el maestro de las enseñanzas filosóficas”, o sea, el maestro por excelencia (Eusebio, Historia eccl 6.19.13). ¿Hubo algún influjo de los discípulos cristianos en el pensamiento de su maestro?

Sócrates pasó un día entero –día y noche- ensimismado, insensible al frío y a las necesidades corporales (sed, hambre, etc.,), inmóvil, como absorto en la contemplación interior (Platón, Symp 220 c-d).

El célibe Plotino vivió su vida aspirando a permanecer en un retiro total de la vida activa, aunque nunca lo consiguió del todo. Lo dice su discípulo Porfirio en su Vita Plotini (n. 12). No obstante, su existencia fue “una continuada marcha afanosa hacia la Divinidad, a la que el amaba con toda su alma” (Ib. 23, 4-5). “No cejaba en su empeño de elevar el ojo divino de su alma hacia su demon tutelar, uno de los démones más divinos”. (Porfirio, Vita Plot 10,28-30). Los términos daímon/daímones (no confundir con “demonio, demonismo” aunque se derivan de estas palabra griega) designan a seres intermedios entre la divinidad y los hombres. Sócrates creía poseer uno que le orientaba diciéndole lo que no debía hacer (cf. Sócrates en M. GUERRA, Diccionario enciclopédico de las sectas, B.A.C., Madrid 2013, 5ª edición, 894-895: su naturaleza –un fenómeno parapsicológico- así como sus rasgos comunes y diferenciales respecto al canalismo de Nueva Era en nuestros días).

Plotino tuvo experiencias de mística natural. “Para Plotino el fin y la meta consistían en aunarse con el Dios omnitranscendente y en allegarse a él. Cuatro veces, mientras estuve (cinco años) yo con él, alcanzó esta meta merced a una actividad inefable” (Porfirio, Vita Plot 23, 15-17). El mismo Plotino, ya antes de que Porfirio fuera discípulo suyo, reconoce su experiencia mística personal (En 1,6,7,2 y 9; cf. 6,9,9, 46-47).

Algunos explican la experiencia mística plotiniana como mera unión per modum cognitionis et amoris; otros, como una identificación, momentánea pero real; en fin, otros como identidad potencial entre lo Absoluto en el hombre y lo absoluto fuera del hombre (Cf. M. Burke, Un problème plotinien. L´ identificatión de l´ âme avec l´ Un dans la contemplation, “Revue de l´ Université de l´Ottawa” 9 (1940) 141-176: las distintas interpretaciones o teorías; J. IGAL, Porfirio, Vida de Plotino. Plotino, Enéadas I-II, Gredos, Madrid 1982, 100-101). Plotino mismo explica su experiencia “inefable” (En 6,9,10) como una “visión/contemplación” no sensorial ni noética o intelectual (En 6,7,35,30), sino por unión y como por contacto, pero no con una figura o forma concreta, sino con una luz vista en y por la misma luz (En, 5,5,7; 5,3,17,34-38; 6,7,34,13-14; 6,9,11, 4-6, etc.,).

2.3. Una “filosofía” que es “teología, religión” y “contemplación mística” natural

La insatisfacción ante la religión tradicional griega impulsó a los filósofos a elaborar su propia “religión” o, mejor, a manifestar su sentido religioso en su misma filosofía de un modo más racional, no mitológico. Cuando murió su discípulo Alejandro Magno (año 323 a. C.) se cernió sobre Aristóteles la condena a muerte, y por el mismo motivo que llevó a Sócrates a beber la cicuta, a saber, la asébeia (“impiedad”) (cf. texto de la acusación contra Sócrates en Platón, Apol 24b; cf. 26 b-b).. Para evitar su ejecución, Aristóteles se refugió en Eubea porque “no voy a permitir que pequéis contra la filosofía” (Ammon, Vita Aristt en vol. 52, p.11, edición Didot). Hermías, suegro de Aristóteles, le había enviado un mensaje poco antes de morir crucificado (año 341) tras ser derrotado por los persas: “No he hecho nada indigno de la filosofía”.

Clemente de Alejandría (siglo II) considera a la “filosofía” como “la escuela preparatoria de Cristo” (Strom 7,4 PG 9,424) y “el pedagogo” o “encargado por Dios de llevar” a la humanidad a “la escuela de Jesucristo”, o sea, le atribuye una función “propedéutica” de Jesucristo, función que niega a las religiones no cristianas de su tiempo (Strom 1,5,28; 2,20,125, etc.,). Concede a la filosofía capacidad para “hacer virtuosos a los hombres” (Strom 6,17,159) “eficacia salvífica” en orden a la vida eterna (Strom 1,5,28; 6,8,67). Los cristianos de los primeros siglos de la IgIesia defendieron y practicaron el diálogo interfilosófico, no el interreligioso tan activo en nuestros días. Más aún, llamaron “filósofo” a Jesucristo (san Justino, Diálogo con Trifón 2,1, siglo II; Eusebio, Demonstr. Euangel 3,6,8, siglo IV; también el pagano Luciano, siglo II, Mors Peregr, 13: “el filósofo crucificado”, etc.,) y “filosofía” a la religión cristiana (san Justino, Diál. Trif 8,1; Apol 2,12,5; Clemente Alejandrino, Paed 2,11,117; Tertuliano Apologet 46,2 (año 197); san Agustín Contr, Acad 3,1942: uerissima philosophia) (cf. la bitácora El diálogo interfilosófico e interreligioso en los primero siglos cristianos y en nuestros dias en este mismo blog).

La fenomenología “mística”, en este caso mejor “parapsicológica”, es una realidad presente en todas las religiones, tal vez con la excepción del zoroastrismo y del confucionismo. Tampoco falta en la filosofía cuando se acentuó su dimensión religiosa. Baste pensar en Pitágoras (siglos VI-V a. C.), Porfirio (s. III d. C.), Proclo (siglo V d. C.). Pero probablemente es Plotino “el filósofo místico” por antonomasia. Basta una lectura de sus Enéadas, por muy rápida que sea, para comprobarlo. Aparte de lo ya indicado en el epígrafe anterior, he aquí un pasaje muy expresivo:

Muchas veces, consciente de haberme salido de mi cuerpo (éxtasis) y de estar fuera de todo lo demás, contemplo una belleza incomparablemente maravillosa. Estoy convencido, sobre todo entonces, de que tengo un destino superior y de que estoy viviendo el grado más elevado de la existencia. Cuando he alcanzado la unión con lo divino y una vez instalado en ello, llego a la actividad que supera cualquier otra captable por la mente propia. Tras esta estancia en lo divino, una vez descendido desde lo inteligible al pensamiento reflexivo, soy incapaz de discernir cómo, antes y ahora, realizo este descenso y cómo el alma (el yo consciente) puede estar alguna vez (concentrada) en sí misma, aunque está en el cuerpo” (En 4,8,1).

Obsérvese que hay algo de la «inefabilidad” mística, pero ausencia de ”la humildad” característica de los místicos cristianos (santa Teresa de Jesús, Manuel García Morente, etc.,) (cf. M. Guerra, Conversión y santidad de un intelectual: Manuel García Morente, Digital Reasons, Madrid 2016), así como cualquier indicio seguro de sobrenaturalidad. Así lo expresa su consejo: “No ceses de tallar tu propia estatua”, la estatua que eres tú, con la máxima perfección y belleza posible (En 1,6,9; cf. Platón Fedro 252 d.). Y esto sin la gracia y gracias de Dios, pues lo divino plotiniano es panteísta, impersonal.

El que no tenga experiencia de ello, deduzca de acá y de los amados de acá cuál es el encuentro inesperado con aquellos de los que alguien está muy apasionadamente enamorado, sabiendo que los objetos amados de acá son mortales y nocivos, amores de simulacros y versátiles, porque no eran lo realmente amado, ni el bien nuestro, ni lo buscado. Allá, en cambio, está lo verdaderamente amado con lo que podemos incluso unirnos participando de ello y poseyéndolo realmente, no abrazándolo por de fuera carnalmente. `Cualquiera que lo haya visto, sabe lo que digo´; sabe que el alma está entonces en posesión de una vida distinta (…). Y entonces es cuando es posible ver a aquello y verse a sí mismo según es lícito ver; a sí mismo esplendoroso y lleno de luz inteligible; mejor dicho, hecho luz misma, pura, ingrávida, leve; hecho dios; mejor, siendo dios (…). Esta es la vida de los dioses y de los hombres divinos y bienaventurados: una liberación de las demás cosas, de las de acá, una vida libre de los deleites de acá y una huida del solo al (a lo) Solo” (En 6,9,9-6,9,11, 50). En el griego de este texto figura las dos veces theón sin artículo. Según se considere neutro o masculino, se da prioridad o prevalencia al panteísmo vigente en este texto y contexto y puede traducirse por “(lo) divino” o al politeísmo, presente en el texto (compatible con el panteísmo, también en el hinduismo), pudiendo traducirse por “un dios”.

Según la versión tradicional: ”huida del uno al (a lo) Uno”. En su traducción, excelente por tantos otros conceptos, J. Igal (Plotino…) traduce los términos griegos por masculino, incluso cuando es evidente su género neutro. El lector corre así el riesgo de confundir e identificar la contemplación plotiniana panteísta, impersonal (neutro) con la cristiana que es personal y trinitaria (masculino). Este riesgo es inevitable cuando el sintagma “encuentro inesperado con aquellos de los que alguien está muy apasionadamente enamorado” (en su traducción literal; En 6,9,9,40-45) se convierte en “encuentro con el Amor de los amores” que suena casi inevitablemente a eco del ”Cantemos al Amor de los amores” del conocido y cantado himno del Congreso Eucarístico Internacional de Madrid.

El texto traducido es el final de las Enéadas. Lo resumió en sus últimas palabras, especie de testamento filosófico, espiritual. Cuando, ya moribundo, llegó uno de sus discípulos le aconsejó y, en él, a todos: “Esfuérzate por elevar lo divino (que hay) en nosotros hacia lo divino (que hay) en el/lo Todo (el universo)” (Porfirio, Vita Plotini 2,25. Sobre la interpretación de este texto, cf. P. HERNRY, La dernière parole de Plotin, “Studi Classici Orientali” 2 (1953) 113-130; J. IGAL, Una nueva interpretación de las últimas palabras de Plotino, “Cuaderno de Filología Clásica” 4 (1982) 441-462).

No es este el momento de precisar la naturaleza de los éxtasis plotinianos. A juzgar por los datos aportados por el mismo Plotino y por sus discípulos, unas veces parecen ser los que Nueva Era ha puesto de actualidad (por ejemplo, los viajes astrales, que generalmente son solo intramentales, cf. Diccionario enciclopédico de las sectas, palabras canalismo, énstasis, éxtasis, parapsicología, trance, viaje astral, yoga, zen); otras veces encajan en los “énstasis”, término de etimología y significado contrario al “éxtasis”. Si en el éxtasis hay “salida de sí, enajenación, quedar dominado por el/lo Otro”, en el énstasis se da “la concentración en el ser, la interiorización máxima en la mismidad de uno mismo” por el propio esfuerzo de vaciamiento de imágenes sensoriales”. Es lo que ocurre en los trances del yoga y del zen. Son casos, cuyo estudio compete a la parapsicología (Cf. M. Guerra, La filosofía como religión. La filosofía como “testamento de Dios” con los paganos como el AT con los judíos en E. Reinhardt, Tempus implendi promissa. Homenaje al Prof. Dr. Domingo Ramos-Lisón, Eunsa, Pamplona 2000, 239-270).

2.4. Degradación de la “vida contemplativa” y su subordinación a la “vida activa”

Tras la época clásica griega, durante el helenismo (siglos inmediatamente anteriores y posteriores al nacimiento de Jesucristo), prosiguió su curso esta constante que concede la primacía a “la contemplación”. Pero brotó con fuerza otra constante contrapuesta, a saber, la que destrona a la anterior y, en su lugar, coloca “la acción” al mismo tiempo que la “contemplación” queda rebajada al estrato de la ”reflexión” racional y la “vida contemplativa” se convierte en “especulativa, reflexiva”. Cicerón (siglo I a. C.) pone al frente de cada una a dos discípulos de Aristóteles, a saber, de la theoretikòs bíos o uita contemplatiua a Teofrasto (siglos IV-III a. C.); de la práktikòs bíos, uita actiua a Dicearco (siglos IV-III a. C.) (Cicerón, Epist.ad Att 2,16, escribe también la denominación en griego). Dicearco de Mesenia protagoniza esta constante como consecuencia inevitable de su increencia en lo divino y en el alma humana (Cicerón, Tusculanae disputationes 1,10,21; F.WEHRLI, Dikairchos. Texte und Kommentar, Basilea 1944, Fragm 8 al 10).

En la misma línea de valoración de la vida activa sobre la contemplativa se mueven Panecio (siglo II a. C.) y su discípulo más destacado, Posidonio (cf. mi Antropologías y teología…, 500-503), etc. El monismo materialista del helenismo, lo mismo que el concepto unitario de signo materialista en nuestros días, obnubila la conceptualización del hombre, troncha su ansia de infinitud transcendente y lo encorva sobre la tierra.

3. LA CONTEMPLACIÓN CRISTIANA

La constante griega, que exalta “la contemplación” y la ”vida contemplativa”, margina y hasta prescinde de la ”acción” y de la “vida activa”. Al revés, la que concede la primacía a la “vida activa” elimina “la contemplación” y, si la tolera, queda supeditada a “la acción” (M. Pohlenz, l´ ideale di vita attiva secondo Panezio nel De officiis di Cicerone, Brescia 1970, 45-48,133-136). En ninguna de las dos opciones es posible ser contemplatiuus in actione, talante definitorio del cristiano.

3.1. La llamada universal a la contemplación

El quicio objetivo de la vida y espiritualidad cristiana es la filiación divina; su talante y proyección subjetiva: la contemplación, que da sentido de transcendencia y eternidad a lo temporal, efímero y contingente. Ya no se trata de la contemplación de las Ideas (Platón, platonismo), ni de la unión con lo divino panteísta sin disolución del sujeto (Plotino, plotinismo), ni con su disolución en lo Uno-Todo (religiosidad hindú desde los Upanisades, siglo VIII a.C.), sino de la comunión vivencial en y con la Trinidad divina. “Que todos sean uno, como tú, Padre, en mí y yo en ti, que ellos también sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado” (Jn 17, 21).

Una cuestión disputada en la primera mitad del siglo XX ha sido la llamada “cuestión mística”, es decir, la que trata de precisar si la ascética y la mística son como dos etapas distintas en el ascenso hacia la cumbre de la santidad cristiana o, más bien, dos vertientes inseparables en el camino espiritual e integradas en la contemplación cristiana. En sintonía con la doctrina tradicional, a veces de fluir más bien subterráneo, ha prevalecido la doctrina integradora de ambas vías o vertientes en una única santidad, o sea, la proclamada “contemplación en los caminos” (cf. artículo La contemplation sur les chemins de Jacques y Raisa Maritain en Oeuvres complètes, XIV, Éditions Saint Paul, Paris 1993, 138-139, publicado el año 1959), ”contemplativos en medio del mundo” y «contemplativos en medio de las actividades temporales» (san Josemaría Escrivá de Balaguer), reflejo de “la llamada universal a la santidad” en las circunstancias reales y ordinarias de todo cristiano al margen de su raza, sexo, edad, estado, profesión, cultura, etc., (san Josemaría, Cf. V. Bosh, Contemplación y M. Belda, Contemplativos en medio del mundo en J-L. Illanes (ed.), Diccionario de san Josemaría Escrivá de Balaguer, Monte Carmelo, Burgos 2013, 263-265 y 265-267 ), incorporada a la doctrina del concilio Vaticano II (Lumen Gentium, 39-41). La llamada universal a la santidad, recibida por todos los bautizados, es al mismo tiempo llamada universal a la contemplación en las circunstancias personales, familiares y socioprofesionales de cada uno.

El hombre en cuanto ser racional, el filósofo en cuanto tal, o sea, en cuanto filósofo, son capaces de contemplar lo divino por connaturalidad intelectual per modum cognitionis, es decir, por medio de conceptos y nociones, al descubrir las huellas o reflejos de Dios en las cosas (flores, césped, estrellas, aves, hombre) por su participación del Todo divino. Es capaz también de la contemplación per modum amoris, o sea, gozosa, fruitiva. Esta contemplación natural de lo divino en las cosas es una experiencia mística de orden natural. Además está la contemplación, experiencia mística sobrenatural en la cual el sujeto deja de ser agente para convertirse en paciente o recipiente de la irrupción desbordada del Espíritu Santo.

3.2. Distraídos por tantas cosas accesorias, nos olvidamos de lo principal

A mediados de abril (año 2016), con ocasión del cuarto centenario de la muerte de Cervantes, decidí leer todos los días El Quijote hasta que me riera o al menos me sonriera. Abrí al azar y salió el capítulo XXXIV de la IIª parte. El duque, la duquesa, don Quijote y Sancho Panza ven acercarse la primera carroza. El duque pregunta al personaje que sobre ella tocaba un «hueco y desmesurado cuerno»: «¿Quién sois?». -«Yo soy el Diablo, busco a don Quijote de la Mancha…». El duque replica: «Si vos fuérades el diablo (…) hubiérades conocido al tal caballero don Quijote, pues le tenéis delante». -«En Dios y en mi conciencia -respondió el Diablo- que no miraba en ello, porque traigo en tantas cosas divertidos (distraídos) los pensamientos, que de la principal a que venía se me olvidaba».

¿No es esta la tentación diabólica predominante en nuestro tiempo? Ocupados en tantas cosas y preocupados por no menos inquietudes se nos olvida lo principal, a saber, abrir la puerta de nuestro corazón o interioridad al Señor. En la capilla del Keble College (Oxford) se conserva el cuadro «Luz del mundo» de William H. Hunt. Representa una puerta cerrada. Los hierbajos, que tapan la mitad de la puerta o más, indican que hace tiempo que no ha entrado nadie por ella. Jesucristo tiene en la mano izquierda el cayado de pastor; con la derecha está golpeando la puerta que solo puede abrirse desde dentro, pues no tiene pomo. Encerrados en nuestras preocupaciones, qué resistencia a abrir el corazón de par en par para que entre Jesucristo. Por mucho que luzca el sol, la habitación permanecerá a oscuras si nos empeñamos en cerrar las contraventanas.

Invito al lector a contestar a una pregunta, aunque formulada en tres tonos cada vez más personales e íntimos:

-¿Quién es Jesucristo para ti?

-Háztela tú mismo en un momento de reflexión: ¿Quién es Jesucristo para mí?

-Pregúntasela a él en un rato de oración ante él realmente presente en el sagrario: ¿Señor, tú, que me conoces mejor yo mismo, quién eres tú para mí?

Y pídele la gracia de ser contemplativo.

La oración de los cristianos, será cristiana en la medida que refleje la estructura de la fe cristiana en Dios Uno y Trino , o sea, personal en diálogo y comunión intratrinitaria, creador, redentor, santificador, destino y felicidad eterna del hombre, criatura e hijo en el Hijo: Jesucristo, quien vino al mundo y se hizo hombre para que el hombre se hiciera hijo de Dios, cumpliendo la voluntad del Padre, o mejor «Papá». Cuando Jesucristo habla de Dios, llamándole «Padre» más el pronombre personal » de mí, de nosotros, etc.,» (en griego), el adjetivo posesivo en latín y español: «mío, nuestro, etc.;», traduce la palabra hebrea-aramea significativa de «Papá», expresiva de la ternura, audacia e ingenuidad del niño pequeñín, que confía plenamente en su papá. Es la espiritualidad de la infancia espiritual. «Vosotros orad así: Padre nuestro…». Esencial para una oración auténticamente cristiana es el encuentro gozoso, aunque a veces en la aflicción y en la cruz, de dos libertades, la infinita de Dios y la finita del hombre (cf. Congregación para la Doctrina de la Fe a los obispos, Sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 2 y siguientes,15.X.1989).

3.3. «Ora et labora»

Esta consigna, al menos a primera vista, describe el estilo de vida cristiano, común a todos los bautizados. No obstante, de hecho se ha aplicado a los monjes y monjas, a la vida y espiritualidad de los bautizados de especial consagración, a los religiosos y a las religiosas.

3.3.1. Anacoretas, ermitaños y monjes

A juzgar por los testimonios conocidos, los monjes cristianos surgen a mediados del siglo III; al comienzo, como realidad aislada; pronto (desde mediados del siglo IV) como fenómeno social a causa del número de los que se retiraban de la mundanidad y del mundo.

La experiencia de la vida «anacorética» o de los «retirados» del mundo para vivir como «monjes» (gr. monakhós, latín: monachus = «solo, solitario», de donde Mónaco, München/Múnich, monje») en el «desierto» (= éremos en griego, de donde «eremita, ermita, ermitaño») se inició a mediado del siglo IIl con el laico san Antonio Abad como prototipo. Vivió así desde los años 269-271 hasta su muerte (año 356), si bien, a partir del 306, aceptó a otros imitadores de su forma de vida, que le visitaban con cierta periodicidad como a su maestro y director espiritual.

En el año 330, el laico san Pacomio funda el primer «monasterio» conocido, o sea un conjunto de celdas, residencia de los «monjes» (= «solos, solitarios»), protegido del contacto con el mundo exterior por un muro. Allí vivían ascéticamente con hábito especial en oración y trabajo manual, todavía sin votos. San Basilio, nacido en el 330, organizó el «cenobio» o la vida «cenobítica» (= «en común, comunidad») de un ascetismo más moderado, en oración y trabajo no solo manual, sino también intelectual, cf. bitácora El desplome de los religiosos y el florecimiento del laicado en medio del mundo por vocación cristiana (un signo de los tiempos primeros del cristianismo y de lo actuales en este mismo blog; también M. Guerra, La aparición de los religiosos/as (monjes) en la Iglesia (los laicos/as célibes en medio del mundo y los monjes en los primeros siglos de la Iglesia, «Teología del Sacerdocio» 23, 2002, 398-420).

3.3.2. La oración y el trabajo manual de los primeros monjes

Ya desde el comienzo del monacato (los ermitaños, los pacomianos, etc.,) la vida y espiritualidad de los monjes están marcadas por la contemplación permanente del Señor, a veces mediante la recitación vocal de centenares e incluso millares de jaculatorias (Paladius, Les moines du désert. Histoire lausiaque, DDB 1981,nº 20, etc., años 419-420). Realizaban así el mandato de san Pablo: «Orad ininterrumpidamente» (1Tes5,17) y le imitaban como a su modelo: «Trabajamos día y noche» (2Tes 3,8).

En varios «apotegmas» o «sentencias» (traducidos del griego al latín a comienzo del siglo VI), uno de los Padres del desierto, o sea, un monje, generalmente un abad, explica cómo consigue «orar sin interrupción mientras realiza su trabajo manual» y·cómo «ha pasado toda la jornada trabajando y orando» (cf. : C. Guy, Les apophtegmes des Péres du Désert, série alphabétique, Bellefontaine 1966: Antonius, Lucius, etc.,). En algunos textos la doble actividad: «oración y trabajo» aparecen en alternancia, o sea, un tiempo consagrado a la oración y otro distinto dedicado al trabajo manual. Otros, en cambio, proponen su realización simultánea, es decir, el trabajo que es al mismo tiempo oración o que se hace acompañado de oraciones jaculatorias, y la oración que a la vez es trabajo, más aún, el trabajo por excelencia. Los demás monjes preguntan al abad Agatón en uno de sus apotegmas: «Padre, en la vida religiosa, cuál es la virtud que exige mayor trabajo», más esfuerzo. Agatón contesta: «A mi parecer, nada exige mayor trabajo que orar a Dios», y esto sobre todo por el empeño de los demonios en interrumpir la oración «porque conocen muy bien la eficacia de la oración en contra de ellos, los enemigos» del hombre y de Dios (J. Dion- G. Oury, Les sentences des Pères du désert…, Solesmes 1966, XII,2 Agaton 9).

La norma recogida en la fórmula: «Ora» y «labora/trabaja» recorre la espiritualidad monástica desde los primeros siglos cristianos hasta nuestros días. Más aún, la oración es compatible con el trabajo manual; pueden realizarse al mismo tiempo. San Isidoro (muerto en el año 632) lo resalta: «Todo el que ora, pero no trabaja, levanta su corazón sin levantar las manos. Mas el que trabaja, pero no ora, levanta las manos, pero no el corazón. Luego es necesario no solo orar, sino también trabajar (…) para no ser acusados de negligencia si nos esforzamos en conseguir nuestra salvación mediante o sola la oración o sola la acción » (san Isidoro, Sententiae 3.7.18).

3.3.3. La oración y el trabajo manual y el intelectual

San Basilio (siglo IV), promotor de la vida cenobítica de trabajo preferentemente intelectual, sigue fiel a la tradición monástica respecto al trabajo manual: «Mientras nuestras manos están ocupadas, podemos alabar a Dios (…), y cumplir el deber de orar al mismo tiempo que trabajamos. De esta manera damos gracias al que ha dado a nuestra manos habilidad para el trabajo y a nuestro espíritu la aptitud para adquirir ciencia» (la Regla Mayor, 37 de san Basilio, Les règles monastiques, Ed. Léon Lèbe, Maredsous 1969, 122-123).

Pero no dice cómo convertir en oración el trabajo intelectual a no ser que se trate de lectura espiritual, meditada o no. Durante el estudio y el trabajo de investigación intelectual uno puede pasarse horas y horas concentrado en las ideas, aunque sean teológicas, sin hacer propiamente oración de alabanza, gratitud y adoración, sin conversar de modo consciente con Jesucristo. ¿Cómo convertir el trabajo intelectual en oración, en contemplación? Prescindo de la respuesta. Cada uno tendrá su experiencia y su método, aunque todos coincidirán en una normativa básica.

3.3.4. La aparición muy tardía de la fórmula: «ora et labora»

La opinión generalizada le concede categoría de divisa benedictina. Pero no se encuentra ni en la Regla de los monjes de san Benito (480-543), ni en la Regla del Maestro (anterior al 530), ni tampoco en los Diálogos del benedictino papa san Gregorio Magno (590-604).

Las dos palabras: ora-labora figuran unidas por vez primera en la Imitación de Cristo de Tomás de Kempis, aunque en una redacción desestructurada: saepe ora cum Antonio (vida eremítica o aislada de soledad y oración), labora cum Pachomio (vida cenobítica o en comunidad, de trabajo manual y oración) (capítulo III; cf también caps. VI, VII, XVI, etc.,).

Pero pasarán todavía varios siglos antes de que se escriba y lea estructurada en su formulación actual, pues, en su forma concisa e imperativa, figura por vez primera en el siglo XIX. Se lee en los Praecipua Ordinis monastici Elementa del abad Beuron: «He aquí la antigua y muy célebre tessera: ora et labora! Opus Dei atque opus laboris (la divisa/contraseña de los monjes: ¡ora y trabaja! La Obra de Dios y la obra del trabajo), he aquí la doble forma del servicio del Señor, prefigurada en María y en Marta, o sea, las dos alas que elevan a la cima de la perfección» (cf. el excelente estudio de sor Marie Benoît, osb, «Ora et Labora»: devise bénédictine? «Collectanea Cisterciensia» 54, 1992/3, 193-219). Obsérvese que el abad Beuron se equivoca al calificarla de «antigua». Además la relaciona con los «monjes», no precisamente con los benedictinos. Ciertamente, como queda indicado, la idea -no en su formulación actual- describe la vida y espiritualidad-de los monjes anteriores y posteriores a san Benito y a la diversas ramas benedictinas. El otium es el modo de evitar dos escollos extremos, a saber, la otiositas/»ociosidad», el exceso de ocio, la actividad del dedicado a no hacer nada, y el negotium en cuanto descanso sin contemplación, sin actividad interior, o sea, la actividad del contemplativo del Señor, que es el trabajo más fructífero y eficaz, el negotiosissimum otium, del que hablaba san Bernardo.

3.3.5. El «ora et labora» de los benedictinos

La opinión generalizada en nuestros días cataloga la fórmula: Ora et labora como la contraseña o divisa de los benedictinos, monjes y monjas. Así lo creía también Dom Sauter, abad de Emaús en Praga:»La sentencia concisa Ora et Labora fue el manantial, de donde los ríos de bendiciones de la Orden benedictina fluyeron por todo el mundo» (en su Comentarios de la Regla, redactados a finales delsiglo XIX, exactamente en 1899).

En la Regla de los Monjes, que san Benito escribió para sus monjes de Montecasino hace unos mil quinientos años y vigentes en todas las ramas benedictinas, es fruto de su experiencia personal de Dios y del corazón humano. En su capítulo 48 afirma: «La ociosidad es enemiga del alma, y por ello a ciertas horas se ocuparán los hermanos en el trabajo manual y a otras en la lectura divina». A continuación concreta las horas de cada día que dedicarán a una u otra actividad según los tiempos litúrgicos. (cf. San Benito, Regla de los monjes, Monasterio de Monserrat, Madrid 2011, 164-168 y siguientes, traducción y edición de Norberto Núñez, osb). La vida y espiritualidad de los monjes benedictinos sigue discurriendo sobre el trabajo manual e intelectual así como sobre la lectura o la oración personal y litúrgica. Ora et labora son como las dos alas batidas en movimiento alternativo y, como ideal, al mismo tiempo: «una oración que es trabajo- un trabajo que es oración» (Dom Jean-Nesmy, Saint Benoît et la vie monastique, Seuil, Paris 1962).

Y por encima de todo la oración litúrgica: «Nada se anteponga al Opus Dei/a la Obra de Dios», subtítulo del capítulo 43 (Regla de los Monjes, –o. c-. pp. 155-157). San Benito llama Opus Dei a la Liturgia de las Horas. Los benedictinos siguen fieles a ello, realzándolo con el canto gregoriano, que mueve, eleva e interioriza el espíritu humano en una contemplación calificable de acústica, complementaria de la visual; una y otra realmente espiritual. Al alcance de cualquiera está la experiencia del contraste entre el canto gregoriano que remueve y eleva el espíritu, la interioridad, y cierta música moderna capaz de mover el cuerpo, a veces solo algunos de sus miembros, las extremidades.

3.3.6. «Pensamiento y acción», la secularización de «ora et labora»

La traducción literalísima de la fórmula “ora et laboraes «ora y trabaja». Pero la traducción ideal no es ni la literal ni la libre, sino la fiel tanto al texto original y a su idioma como a aquel al cual es traducido. Si se atiende al espíritu cristiano y a la espiritualidad monástica, benedictina o no, no es propiamente fiel su versión en la disociación de esa doble actividad como si fueran autónomas e independientes.

Evidentemente mucho menos lo es en su forma secularizada, pues prescinde de su factor principal: «Dios»: Pensiero e Azione, “Pensamiento y Acción”, inspirada en el masón Mazzini y tan artísticamente representada en las dos mitades del gran monumento al rey Víctor Manuel, al ”Soldado desconocido”, ”Altar de la Patria (italiana)” de la religión civil, laicista y pagana con la estatua de la diosa Roma en la hornacina central y los símbolos masónicos: la escuadra, el compás y el Sol radiante (Cf. su descripción pormenorizada en Roberto Quarta, Roma massonica, Mediterranee, Roma 2014, 121-132).

3.4. Jesucristo, «modelo» y «molde» de la contemplación permanente, definitoria de la vida y de la espiritualidad cristiana

Jesucristo es el modelo, que debemos imitar, y el molde en el cual debemos vaciarnos para adquirir la «forma» del molde, o sea, de Jesucristo. «Dios nos predestinó a ser amoldados/conformados a la imagen de su Hijo»(Rom 8,29), Jesucristo, «el cual transfigurará nuestro cuerpo mortal conformado a su cuerpo glorioso», resucitado (Flp 3,20)

El hombre «tiene relaciones». Dios -cada persona divina- no tiene, «es relación» en la trinitaria eternidad dialogal de «Dios que es Amor» (1Jn 4,8,16). El Hijo de Dios, hecho hombre, Jesucristo, siguió dialogando con su Padre siempre, pero de modo exclusivo en ratos largos de oración al amanecer, al anochecer y a veces durante noches enteras (Mt 14,23; Mc 1,37; Lc 9,18, etc.,). En la oración, a veces la divinidad transfigura, en cierto modo espiritualiza» su materialidad corporal (la Transfiguración); a veces, parece como si la humanidad eclipsara su divinidad (Getsemaní). Enseña que «hay que orar siempre» (Lc 18,1;cf. 11, 5ss.,) y cómo hay que orar (Mt 6,9-13;Lc 11,2-5).

El destino del hombre es la contemplación de la Trinidad divina tras la muerte por medio del lumen gloriae, «luz gloriosa», que capacita para ver a Dios «cara a cara», sin velos ni mediaciones (1Cor 13,12). La obligación y tarea primera de todo bautizado, o sea, de todo cristiano -laico, sacerdote, religioso, célibe en medio del mundo por vocación cristiana, casado, viudo o soltero-, raíz de la felicidad verdadera, consiste en adelantar, en la medida de lo posible, la plenitud de esa contemplación ultraterrena al más acá de la muerte, a esta vida terrena, por medio de la luz entenebrecida de la fe (1Cor 13, 8-13;Jn 3,2,etc.,) y, si Dios quiere, de la auténtica vivencia mística.

La contemplación de Dios debe ser die nocteque (noctuque), o sea, «de día y de noche», es decir, ininterrumpida, en la actividad y en el descanso. Esta fórmula aparece ya en el Antiguo Testamento (Ps 1,2;Eccl 6,37, etc.,). Es frecuente en los escritos de los primeros siglos cristianos, especialmente cuando hablan de los laicos y laicas, célibes en medio del mundo por vocación cristiana, estilo de vida floreciente antes de que se impusiera el monacato (segunda mitad del siglo IV y siguientes). Véase, por ejemplo, Metodio de Olimpo, Symposio 5,4,19 (siglo III); san Cipriano, Orat.Domin 36 (siglo III), Clemente Alejandrino, Srommata 7,7,40, 3 (siglo II).

Las actas de los mártires atribuyen a la contemplación del Señor de día y de noche su fortaleza y gozo e incluso alegría, humanamente inexplicables, en las cárceles lóbregas e inhumanas y hasta en los tormentos mismos, en la muerte martirial .Véanse, por ejemplo, las actas de santa Felicidad y de sus siete hijos (nº 1 y siguientes), de Pionio (nº. 11), de Luciano y Marciano (nº. 2), de Cipriano (nº. 1), de Saturnino (nº. 9) (cf. Daniel Ruiz Bueno, Actas de los mártires, B.A.C., Madrid 1974 -3ª edición-, 293, 626, 656, 756, 980). «La vida entera del hombre virtuoso es un acto de oración continuada (…); ora de día y de noche» (Orígenes, De oratione 12,2; Contra Celsum 6,41).

De esta manera anticipamos la existencia bienaventurada en el cielo. «Imitamos lo que hemos de ser. En aquel reino hemos de tener siempre día luminoso sin interrupción. Por eso hemos de velar siempre también durante la noche como si fuera día luminoso. Si allí (en el cielo) oraremos siempre (…), no cesemos de orar también aquí, antes de la muerte» (san Cipriano, Orat. Dominic 35-36). El cristiano debe ser contemplativo del Señor siempre, en cualquier circunstancia de su existencia personal y sociocultural, así como en cualquier estado de vida, actividad profesional y momento de la vida cotidiana (cf. Ernst Burkhart-Javier López Órtiz, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría, Estudio de Teología espiritual, I-III, Rialp, Madrid 2010-1013)

Como el girasol, hemos de estar orientados y abiertos sin cesar a la luz del Sol divino. Es la contemplación del Señor «de día y de noche», propia de todos los cristianos, mucho más de los solteros y solteras en medio del mundo por vocación cristiana, quienes, como la aguja imantada, no vibran ni marcan sino su norte: Jesucristo. (cf. M. Guerra, Un misterio de amor. Solteros, ¿por qué? Eunsa, Pamplona 2002,187-216).

De acuerdo con los documentos conocidos Orígenes (siglos II-III) ha sido el primer escritor cristiano en ver no solo a «la Iglesia», sino sobre todo al «alma» de cada uno en la «esposa» del Cantar de los Cantares. El verdadero conocimiento, según Orígenes, es el místico, el amor y unión místicos, el conocimiento experiencial de Dios. Describe la ascensión del alma hasta Dios, o su peregrinación por el desierto de esta vida, como la realización del matrimonio espiritual entre el alma y el Logos (Orígenes, In Cant. Cant prol 1; 2,46, etc.,).

3.5. «La contemplación del Señor de día y de noche (…), gracia mística que hay que pedir y que, si se pide, Dios la puede y la suele conceder”.

Contemplación” y “mística” son términos correlativos en gran medida. Se refieren a una realidad que pueden experimentar y vivir todos los cristianos, al menos en su estrato básico, no a dones concedidos por el Señor solamente a algunos privilegiados. “La contemplación no es dada solamente a los cartujos, a las clarisas o a las carmelitas. Es frecuentemente el tesoro de personas escondidas al mundo, conocidas solamente por algunos de sus directores y amigos. A veces, este tesoro en cierta forma está escondido para las almas mismas que lo poseen, que lo viven con toda simplicidad, sin visiones, sin milagros, pero con tal ardor de amor por Dios y al prójimo, que el bien se hace alrededor de ellas sin ruido y sin agitación” (J-R. Maritain, o. c. 138).

Es la contemplación o mística ordinaria, fruto de las virtudes y de los dones del Espíritu Santo para la santificación personal. En estratos superiores se da la mística especial, a veces con dones extraordinarios que superan la capacidad humana natural. La persona debe vivir siempre la gratuidad en correspondencia fiel a los dones y acción del Espíritu. «Contra la desviación de la pseudognosis, los Padres afirman que la materia ha sido creada por Dios y, como tal, no es mala. Además sostienen que la gracia, cuyo principio es siempre el Espíritu Santo, no es un bien propio del alma, sino que debe implorarse a Dios como don» (Sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 8). La contemplación cristiana «no hace superflua la fe» y ni ella ni «la gracia del Espíritu Santo» se reducen a «la experiencia psicológica de su presencia en el alma» como afirmaban los mesalianos, falsos carismáticos del siglo IV (cf. Sobre algunos aspectos de la meditación cristiana, 9-10). Nueva Era está actualizando esta concepción con su afán por lograr el objetivo del «bien-sentirse» interior, especialmente mediante la expansión de la conciencia por la concentración y el esfuerzo psicológico y parapsicológico (cf. M. Guerra, 100 preguntas-clave sobre «New Age», Monte Carmelo, Burgos 2004, 65-85).

Ahora conviene destacar una de las gracias místicas que, si se piden, Dios puede y suele conceder. La escena se desarrolló en Islabe, casa de retiro y de convivencias, cerca de Bilbao, en octubre del año 1972. Un sacerdote pregunta al ya santo canonizado Josemaría Escrivá de Balaguer: “Sé de alguien -no hace falta decir quién es- que es contemplativo del Señor de día y de noche de tal modo que, incluso dormido, tiene cierta sensación de presencia de Dios, ¿cómo se consigue eso?”.

San Josemaría respondió exponiendo con algunas variantes lo descrito por santa Teresa de Jesús (Vida, cap. 11 y siguientes) sobre las cuatro formas de oración mediante la comparación de las cuatro maneras de regar un huerto, a saber, 1) excavando un pozo; al comienzo la única agua es la del sudor hasta que aparece el agua natural que hay que sacar no sin esfuerzo con una soga y un recipiente para regar una por una las hortalizas y los rosales; 2) “con noria y arcaduces” y el burro dando vueltas y vueltas por el mismo camino sin ver las flores ni las lechugas, pero, si se parara, lo regado se pondría mustio y hasta se secaría; 3) traer el agua de un río o arroyo por medio surcos –una vez adecuadamente trazados- sin trabajo ni esfuerzo de animales ni de hombres; 4) a veces, sin trabajo alguno del hortelano, Dios llueve sobre el terreno e incluso, en ocasiones, según las necesidades de cada planta (Cf. la meditación Hacia la santidad de san Josemaría en Amigos de Dios, Rialp, Madrid 1977, nº. 295 y siguientes).

«De día y de noche», o sea, en la actividad y en el descanso, siempre, ininterrumpidamente, es la oración practicada y enseñada por san Pablo (2Tim 1.3; 1Tes 3.10; 2Tes 5.17, etc.,). Nuestro modelo, también en esto, es Jesucristo y su actitud orante. Como en casi todos los planos, también en el sobrenatural hay como dos niveles trasversales, a saber, el del «ser» cristiano o la radicalidad de lo óntico cristiano, lo esencial, y el del «obrar» o la «funcionalidad» de cada cristiano en el organismo eclesial. Un texto d san Pablo resalta la igualdad básica de todos los cristianos: «Pues todos sois hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús. Cuantos habéis sido bautizados en Cristo, os habéis revestido de Cristo. No hay judío y griego, esclavo y libre, hombre y mujer, porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gal 3, 26-29). Si se valora el contexto se comprueba que San Pablo no habla de la igualdad antropológica, filosófica ni sociológica, sino de la teologal, sobrenatural, cristiana. Ya no hay sino solo Jesucristo y los miembros de su «único Cuerpo Místico», integrado por el Hijo y los filii in Filio, «hijos en el Hijo» (cf. Mersch, Filii in Filio, «Nouvelle Revue Théologique» 65, 1938, 551-582; Fernando Ocáriz, Hijos de Dios en Cristo, Eunsa, Pamplona 1972), o sea, Cristo y los cristianos contemplativos de la Trinidad divina ininterrumpidamente, «de día y de noche» (cf. M. Guerra. La «con-formación» con Jesucristo, nota especifica de la espiritualidad cristiana y sus matizaciones ministeriales o sacerdotales en Comisión Episcopal del Clero, Espiritualidad del presbítero diocesano secular, Edice, Madrid 1987, 611-642).

En la tertulia de Islabe san Josemaría concluyó: “La contemplación del Señor, de día y de noche de tal modo que, incluso dormido, se tenga cierta sensación de presencia de Dios, es una gracia mística que hay que pedir y que, si se pide, Dios la puede y la suele conceder”. ¿Cuánto hace, lector, que la pides y con qué frecuencia? Esta contemplación mística adelanta al más acá de la muerte lo que haremos en la vida plena y bienaventuranza eterna. Es el «cielo», la felicidad verdadera, aunque todavía no plena ni definitiva, pues ahora, antes de la muerte, es a la luz de la fe, “como a tientas” (Hch 17, 27).

En este nivel se roza la acción peculiar del Espíritu Santo e incluso el «recibiréis el don del Espíritu Santo» (Hch 2.38), es decir, no uno de sus siete dones, sino «el don que es el Espíritu Santo mismo», pues es un genitivo epexegético. Entonces se está en actitud de plena disponibilidad imitando a la Virgen cuando respondió al Arcángel en optativo: génoito (latín: fiat),o sea, «estoy dispuesta a que Dios haga en mí y de mí lo que quiera». Es una actitud de gratuidad y disponibilidad plenas, que muy poco, por no decir nada, tiene que ver con el esfuerzo voluntarista e incesante de los estoicos en orden al propio perfeccionamiento, ni con la eficacia pelagiana de las acciones humanas sin la gracia divina, ni con el autodominio, la concentración y el vacío interior del budismo en una especie de autismo religioso al mismo tiempo que agnóstico. La contemplación del Señor de día y de noche, experimentada de algún modo incluso durante el sueño, es un dejarse hacer por «Dios, que es Amor» (1jn 4, 8.16), y un hacer personal en plenitud de presencia divina y de felicidad inefable.

3.6. La contemplación en el templo, especialmente en el románico

Ya he indicado que la palabra «contemplación» está relacionada con el término «templo» y con su etimología. El cristiano debe ser contemplativo siempre, «de día y de noche», evidentemente tanto o más en sus ratos de oración litúrgica y personal en cualquier lugar, especialmente en el templo.

En el arte cristiano, el verticalismo convergente recoge el esquema simbólico de lo tectónico en el gótico. Más de una vez me he fijado en la reacción de las personas al entrar en una catedral gótica, por ejemplo en la de Burgos. Lo primero que hacen los no acostumbrados a entrar en ella, los turistas, es levantar la mirada hacia la altura. Luego, si están bien formados, tratarán de averiguar dónde está el sagrario para saludar al Señor del templo y del universo. Vista por fuera, las torres, los arbotantes y el crucero de la catedral gótica simboliza la oración en cuanto elevación de la mente y de las manos suplicantes y convergentes hacia las alturas celestes, a no ser en las catedrales de torres tronchadas (París, Reims, etc.,), no sin cierta sensación de frustración.

En cambio, la tectónica románica no refleja esta postura del hombre suplicante, con las manos en alto, ante Dios. En el gótico el hombre orante se dirige a Dios; en el románico, al revés, Dios desciende a la tierra, se encarna, planta su tienda entre nosotros. Por eso, en la iglesias románicas el primer movimiento, de los que las visitan sin un fin determinado, no es estar de pie elevando la mirada hacia las alturas (gótico), sino reconcentrarse, permanecer recogidos en oración de adoración, sentados o de rodillas como la estatua orante del Maestro Mateo, a los pies del parteluz del Pórtico de la Gloria (Santiago de Compostela), estatua de espaldas al mundo profano (la entrada), que mira hacia el altar y el sepulcro del Apóstol, mientras con la mano derecha señala su pecho, su interior. Es la actitud del contemplativo en adoración interiorizada y desde su corazón.

Lo expresan su estructura tectónica: sus arcos y bóveda de cañón, que nos cobija hacia abajo, hacia dentro y su cúpula que parece querer envolvernos. La cúpula y los arcos góticos, por ser apuntados, de crucería, señalan hacia fuera y hacia arriba. Confirman el simbolismo románico la penumbra del local, sin los ventanales altos, amplios, y las vidrieras, espectáculo en sí mismas de las catedrales góticas. Las ventanas arpilleras del románico tienen una abertura progresiva, veces con molduras de arcos progresivos (ábside de san Juan de Ortega -Burgos-, etc.), pero hacia dentro. La penumbra románica a veces se convierte en obscuridad casi completa y catacumbal (san Juan de las Abadesas, Aulnay -iglesia de san Pedro-). Dios es Luz, pero «habita una luz inaccesible, a quien ningún hombre ha visto ni puede ver» (1Tim 6,16).

Además, el arte románico extiende la contemplación en actitud de adoración interiorizada a todos los seres y cosas: ángeles, los personajes bíblicos, los santos, las estrellas, los vegetales, los animales y los minerales, que, para eso, están representados en los capiteles y en los canecillos, generalmente lanzados como a voleo. Todo gravita en torno de Jesucristo, «Cosmocrator» o «Señor del cosmos, del mundo» y «Cronocrator», «Señor del tiempo, de la historia», es decir, «Pantocrator», Señor de todo y de todos». Todos los elementos tectónicos de los templos románicos convergen en el altar, en el ábside «orientado» hacia el sol naciente, símbolo de Cristo, y hacia Jerusalén -lugar de su pasión muerte y resurrección- (en el plano horizontal, longitudinal) y, en el vertical, en el vértice de la cúpula, símbolo celeste de Jesucristo, que suele estar representado en la clave en forma humana o en la del Cordero, del mismo modo que, en las portadas, todas las figuras convergen hacía Cristo, colocado en el centro y dominante hasta por el tamaño desproporcionadamente mayor de su estatura (Vézelay, Pórtico de la Gloria en Santiago de Compostela, etc.,) (cf. M. Guerra, Simbología románica. El cristianismo y otras religiones en el arte románico, Fundación Universitaria Española, Madrid 1993 -3ª edición-, 327-359).

3.7. La relación inversa entre la contemplación permanente del Señor y la idolatría

La contemplación permanente del Señor es la cima de la religiosidad. Además, puede servir de termómetro para medir el ascenso o la caída de la vida cristiana y de su espiritualidad tanto en cada uno como en una comunidad o grupo. En la medida en que uno sea contemplativo «de día y de noche», Dios ocupará el centro de sus pensamientos, de su corazón, de sus imaginaciones, de sus deseos, de sus acciones y de su vida entera. En la medida en que no se es contemplativo, el Señor es desplazado y al mismo tiempo reemplazado por sucedáneos, erigidos en ídolos de oro o madera, hechura de manos humanas, o simplemente imaginarios. Aquejado de resentimiento por no ser Dios, el idólatra mira los ídolos, fabricados por él mismo o por otros, incapacitado para la contemplación permanente y gozosa. La adoración contemplativa guarda una relación inversa respecto de la idolatría o prosternación ante los ídolos.

La contemplación es una especie de enamoramiento, que se da solo entre personas; el más sublime y gozoso entre una persona humana y el Dios humanado: Jesucristo. Tiene razón el gran filólogo clásico U. von Wilamowitz-Möllendorf: Zu einen Begriffe betet kein Mensch, «nadie reza a un concepto». En el fondo, es «el Dios de la pura filosofía, un Dios intelectual en que se piensa, pero al que no se reza» (las palabras cursivas figuran así en el original), como observa Manuel García Morente en Hecho extraordinario (p. 37) o relato de su conversión. A ese Dios ni se le ora ni se le adora.

Morente se convirtió al contemplar, tras la audición de un fragmento musical de L´enfance du Christ, de Berlioz, al «Dios Amor» (1Jn 4,8,16) encarnado en Jesucristo y clavado en la cruz: «Dios hecho hombre, sufriendo como yo, más que yo, muchísimo más que yo, a ese sí que lo entiendo y ese sí que me entiende». Cae de rodillas sollozando. «Quise balbucir el Padrenuestro. Y ¡horror! se me había olvidado». Tardó una hora en recomponerlo y también el avemaría. Puso su voluntad y todo su ser «en las manos llagadas del Crucificado». Hace el propósito de ser sacerdote.

A partir de entonces (noche del 29 al 30, abril, 1937 en París) hasta su muerte (7, diciembre, 1942 en Madrid) le bastaba recordar la experiencia de su conversión y la inmediata del «Hecho extraordinario», o sea, la «contemplación del Otro (Jesucristo) sin sensaciones» para sentirse sumergido en «la paz de Cristo, gozo, magnanimidad» aunque pasara por circunstancias de desolación e incomprensión. Me lo confirma su nieta, religiosa asuncionista, Carmen Bonelli G.-Morente en uno de sus correos electrónicos: «Él decía que no tenía más que volver a la experiencia de París para recuperar la paz y la alegría». Lo reafirma su obispo, Leopoldo Eijo y Garay, que, al pensar en la muerte prematura, repentina e imprevista de Morente a los 56 años de edad, reconoce: «Solo me consoló la idea de que Dios le había llamado a Sí cuando vivía aún en el apogeo de su fervor; de las amorosas emociones del altar se lo llevó a la beatitud del cielo». Morente vivió en la contemplación gozosa y bienaventurada del Señor, «de día y de noche» (cf. M. Guerra, Conversión y santidad de un intelectual: Manuel Garcia Morente, DigitalReasons, Madrid 2016, 39-42, 68-80, 136-137).

4. ¡Qué malos eran los nazis! ¿Y nosotros?

La Iglesia siempre activa y misionera al mismo tiempo que suplicante y contemplativa

«Escena realmente impactante la del caminar cansino del papa Francisco y silencioso, sin palabras, en Auschwitz y Bikernau», es la exclamación generalizada de las personas con los que he hablado de ello. No ha faltado quien haya añadido: «¡pero, qué malos eran los nazis!». Malos y crueles, millón y medio de personas legalmente (según la legislación entonces vigente en Alemania) masacradas allí no por haber cometido algún delito o crimen, sino por ser judíos, católicos, gitanos, etc. Tampoco ha faltado quien haya apostillado recordando a los millones de abortados legalmente (según la legislación actualmente vigente en tantos países). Según una autoridad, en el año pasado (2015), se practicaron en España no cien mil abortos legales, como suele decirse, sino doscientos veinte mil, o sea, en los cuatro años de la última legislatura en torno al millón de muertes violentas de los seres más inofensivos e inocentes solo en España. Algunos arremeterán enfurecidos por la comparación que acabo de hacer, y no quiero imaginar su reacción si hubiera empleado la palabra «genocidio». ¿Cuántos medios de comunicación radiotelevisivos han aludido a esta realidad contraste y a la insensibilidad de las sociedades tradicionalmente cristianas, ahora aletargadas, narcotizadas y tal vez moribundas? Acepto que no falta la excepción confirmatoria de la regla general, por ejemplo Intereconomía precisamente en la sección definitoria «El editorial».

Tiene razón el Papa en sus alocuciones de la Jornada Mundial de la Juventud, Cracovia 2016. Urge salir de este estado de indiferencia comatosa. Los católicos, si queremos serlo de veras, no podemos contentarnos con «la felicidad de sofá». Tenemos que «calzarnos los zapatos» y permanecer «en salida» La Iglesia o es apostólica, misionera, anunciadora de «la alegría del Evangelio», evangelizadora de palabra y de obra del Crucificado y Resucitado, o no es la Iglesia de Jesucristo. Con la formulación genial de san Agustín el Christus unus: caput et membra, el «único Cristo: cabeza y miembros» es y debe ser activo y misionero al mismo tiempo que orante y contemplativo.

En el ofertorio de la Misa conclusiva de la Jornada Mundial de la Juventud, cerraba la fila de los oferentes una familia. Tras entregar los padres la ofrenda al Papa, la madre hizo una inclinación delicada y elegante antes de besar el anillo del Papa. Junto a ella, uno de sus hijos, una pequeñina, cansada y casi incapaz de subir tantos escalones, imitó a su madre. A continuación, se puso de puntillas mientras levantaba sus bracitos hacia el Papa como pidiendo que la elevara en sus bazos para besarle y ser besada. Es lo que hizo el Papa. Reconozco que tanta ternura e ingenuidad me emocionó. Además, puede verse en esta escena el símbolo de la Iglesia y de cada uno de sus miembros: hacer cada uno lo que pueda (ponerse de puntillas, levantar los brazos) y confiar plenamente en nuestro Padre Dios, que es todopoderoso y misericordioso, o sea, permanecer siempre suplicante y activo al mismo tiempo que contemplativo de día y de noche.

Manuel GUERRA GÓMEZ

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